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EJERCICIOS CONTRA EL OLVIDO. LA MEMORIA OBSTINADA DE LA IZQUIERDA Por Antonio Villaruel y Alejandra Santillana (y al revés)

Mayo 02 de 2017

  1. Correr el riesgo

Han pasado diez años desde que la Revolución Ciudadana ganó sus primeras elecciones, y parece que las muestras de violencia se han convertido en nuestra forma de relacionarnos. Es por eso, que intentaremos reflexionar sobre lo que  estamos viviendo, como señales, como expresiones de lo que se ha instaurado, pero también como aquello que nos muestra lo que vendrá. Escribimos porque percibimos que se ha construido una lógica de naturalización de la violencia que ha trascendido los clásicos espacios de la política, y que sistemáticamente permea nuestros tejidos, corroyéndolos. Porque queremos traer la memoria de regreso, y poner en tensión un relato del pasado, hoy vaciado, y contribuir a uno más complejo. Un pasado que no hace cuenta cero de lo que se consiguió en Ecuador desde el pensamiento y las luchas críticas que estuvieron en pie hasta el 2007 y que aún prolongan la interpelación y la bronca. Nos debemos a unas continuidades y a unas rupturas, si bien repletas de errores, también abundantes en compromiso, imaginación, puentes y sensibilidades.

Escribimos porque proponemos memoria en lugar de violencia. Porque creemos que lo que nos salva son las generaciones que nos precedieron. Porque reclamamos nuestro espacio después de ellas y en el presente que las nombra, nos pensamos, nos vivimos. Porque compartimos la calle, la huelga, la universidad, el transporte público, la biblioteca, la vida cotidiana, el puertas adentro. La hegemonía no nos basta y menos en clave estatal. Desde hace un tiempo apostamos a escribir desde la intuición, desde las experiencias que construyen sentidos, las particularidades que tejen y los distintos lugares que ocupamos y transitamos, todo lo que permita reconocer lo que nos gestó y tratar de explicar la violencia instalada.

  1. Narrativas políticas sobre la violencia en el Ecuador correísta

Aunque existen trabajos sobre la Revolución Ciudadana y el carácter autoritario del actual régimen, además de algunos avances acerca de la política contra las organizaciones sociales y políticas del campo popular, pocas son todavía las reflexiones que vinculan la violencia y el autoritarismo como ejercicio de la desmemoria y la negación del otro. Buscaremos, entonces, aportar en esa tensión: Estado, violencia, campo popular y memoria.

Hace poco, Christian Arteaga escribía un artículo llamado “Las Invasiones Bárbaras”, publicado en Línea de Fuego, en el que agudamente proponía que los episodios de la violencia reciente en Ecuador evidencian algunos elementos sobre la fractura Estado-nación (latinoamericano y ecuatoriano) y que tanto las acciones del oficialismo como de la oposición muestran un factor no resuelto en el país: la domesticación de los individuos al imaginario de la ciudadanía ideal. Arteaga considera que uno de los constitutivos de la identidad nacional es el desarraigo, y que al desplegarse, éste nos unifica como ecuatorianos. Para demostrar su argumento, el investigador usa dos imágenes que recorrieron las redes antes de la segunda vuelta electoral en Ecuador: la asistencia del candidato Guillermo Lasso a un partido de fútbol de la selección y la violencia desatada en él; y el ataque de un seguidor del correísmo al Miche, un artista popular crítico del actual gobierno. Ambas imágenes mostrarían el desprecio por lo popular, por el otro, y su sustitución por el efecto de un deber ser siempre vigente, cuyas contingencias o márgenes están permanentemente negados.

Frente a ambos actos, las voces “intelectuales” y seguidores en redes que defienden a carta cabal lo que está ocurriendo desde el oficialismo o desde la oposición, construyeron, según Arteaga, una idea multicultural ideal del otro. El otro, al estar vaciado de contenido real e histórico, funciona para tal o cual proyecto como botín político y puede civilizarse cuando se encuentra del lado de la “verdad” sea esta oficialista o de oposición. Esta representación ideal del otro a civilizar, se articula con el desarraigo renovado de la identidad nacional.

Al pensar este problema desde Walter Benjamin y su Crítica de la violencia (2013), la falaz institucionalización del correísmo se ancla en dos términos que pueden discutirse: el primero, el aparato legal o sencillamente el derecho. El segundo, la violencia o las violencias que pretenden contenerse desde la razón del Estado o la independencia del propio derecho. Si bien los ejemplos sobre la continuidad poco saludable del ejecutivo con el poder judicial abundan, Benjamin sugiere otra entrada que puede aportar nuevas lecturas y alejarse de la perogrullada liberal de la separación de poderes. Si toda violencia es, como medio, un poder que funda o conserva el derecho, y no necesariamente al revés, las funciones diversas de la violencia durante el correísmo nacen de un miedo a un rebasamiento desde lo popular para encontrar su propio derecho, o al menos para discernir otras narrativas de justicia. En ese sentido, la propaganda para erigir poderes jurídicos masivos y democratizados no responde a otra razón que el ocultamiento o el sabotaje para negarles medios a los campos populares y comunitarios, de modo que se permitan alzarse ante la sumisión pasiva que, como principio, parece reconocer los poderes jurídicos.

Esta subdivisión de diversos tipos de autoridad es incompatible con un Estado reformista y vagamente asistencial, ya desde su inicio mismo inconciliable con formas legítimas de interpelación al aparato judicial: el Estado no solamente crea policía, podríamos decir con Benjamin, sino que la moldea siempre de acuerdo a su limitada comprensión de la jurisprudencia. Y esa policía, que no es otra cosa que el Estado mismo, asume la violencia de las manifestaciones de los movimientos sociales y comunitarios como trámites a ser gestionados por su aparato de seguimiento y prisión por lo que sería, a todas luces, una violencia justificada. Pero al contrario de lo que pueda parecer, la violencia misma no reside en la huelga, el cierre de carreteras, el poco margen que tienen las organizaciones para protestar en la sociedad civil o la organización política. No! la violencia es el propio aparato legal, y sus instituciones derivadas, como el aparato de comunicación pública, los jueces, los órganos de inteligencia o las amenazas.

En el esfuerzo de este gobierno por aniquilar subjetividades y asociaciones diversas y contestatarias, el propio derecho positivo que le asiste, es la violencia que se pretende mantener como lógica común o razón única para crear la ficción de que la alteración al orden (su orden; no el nuestro) es el que dispara el caos e interpela la convivencia. Estamos, entonces, ante una violencia no sancionada, que es la que emerge de la concepción misma del correísmo sobre el derecho. Desde luego, si seguimos el hilo desde el final y no desde el inicio –el supuesto acato a las normas–, el criterio de la aplicación de la justicia es inexistente o, como poco, viciado y absurdo. La fuerza de la ley es, así, la fuerza de la violencia. No, como se piensa, su quebrantamiento.

Es verdad que la representación del otro como violento, a civilizar, del otro como extranjero o como indio/negro (no del todo ecuatoriano), ha sido una constante en la disputa política del país, tanto de la derecha oligárquica como de quienes han pasado por la administración del Estado; es decir, por el poder, violento en su misma esencia. La masa, esa multitud que se ubica en las antípodas del privilegio de la razón y sus teorizaciones, como escribe Graciela Montaldo, es entendida como una de las zonas más problemáticas de la conflictividad. A través de su aparición

“(P)odemos detectar (…) la emergencia de los conflictos; de allí que el discurso y la acción políticos y la práctica intelectual apelen permanentemente, durante la modernidad, a la masa y a la multitud como otro enemigo, una amenaza, un monstruo, adverso a cualquier proyecto modernizador toda vez que aparece la conflictividad social” (2003; 167)

Sin embargo, creemos que es necesario valernos de la historia para contribuir al debate; y es que estamos asistiendo a un fenómeno distinto que configura no solo al otro desde una noción multicultural ideal, sino que legitima al Estado (en su versión más autoritaria) como actor dirimente de la conflictividad y de la imaginación sobre la otredad. Esto solo ha sido posible con el despliegue de dos elementos: la disputa de la representación de lo popular por parte del proyecto correísta, y por el carácter autoritario de un gobierno que asienta su dominación en la destrucción de la izquierda histórica a partir de estrategias de cooptación y de relatos donde ésta aparece con las mismas características como la  que describe el liberalismo mercantilista o el conservadurismo oligárquico, de manera muy similar a como se apropió del monopolio de las representaciones de lo violento, aunque en su núcleo mismo estuviera la violencia. Montaldo piensa este problema con estas palabras:

“Es quizás en el siglo XIX, cuando las multitudes comienzan a tener un ineludible protagonismo político, pero es bajo la consolidación de un Poder unificado y centralista del Estado que la multitud aparece, en Europa, como sujeto peligroso con el que progresivamente habrá que establecer algún tipo de interlocución” (Ibídem;  169)

El riesgo de contención y domesticación a lo popular no solamente se quedó en el siglo XIX y pudo permear en América Latina. El Estado ha asumido, para desactivar el riesgo, la representación de lo popular a nivel legal y también estético. Ante este otro peligroso, o esta clase a pedagogizar, el correísmo ha mostrado su carácter más despótico. Ambos elementos serían la expresión de un proyecto con potencialidad hegemónica sentado en la reproducción del capital y la modernización del capitalismo, que se sostiene por el control de la administración del Estado y su afán por el manejo de los relatos de resistencia en el siglo XX, que le favorecen al enmarcar su proyecto en medio de una serie de estrategias supuestamente caducas de disidencia, de arengas y formas políticas anacrónicas, de interpelaciones a la construcción del Estado no productivistas o de pensadores cuyo nivel medio no sobrepasa ni absorbe los requisitos de toma de poder administrados desde una lógica nacional popular hegemonizante y derivativa ya de experimentos a-ideológicos.

  1. La izquierda como el otro negado y el retorno del mesianismo

En ese sentido, si bien el racismo y la lógica colonial civilizatoria prevalecen como dispositivos de la sociedad ecuatoriana (Arteaga, 2017), el surgimiento de un proyecto que disputa la representación de lo popular y para hacerlo, recrea, reproduce y construye una política de negación de la representación política popular histórica, es decir de la izquierda ecuatoriana, es la estrategia más aguda de legitimación de la Revolución Ciudadana en tiempos en que ésta se apega a sus posverdades a través de instituciones informativas creadas ad-hoc; y gracias a intelectuales asociados a una carrera dentro de los proyectos político-sociales y estéticos.

Si el proyecto correísta requiere de la imagen deformada del otro –o lo “domestica” y amedrenta con este fin– para legitimar la existencia del Estado como único lugar de lo público, el despliegue de la ideologización del otro no solo radica en la forma multicultural ideal instalada en la sociedad ecuatoriana, sino también en un proyecto que pretende equiparar al otro con el Estado, anulándolo como sujeto contradictorio, histórico, comunitario e independiente. Sostiene Rancière que “un pueblo, en sentido político, se constituye siempre a distancia de la forma estatal del pueblo” (Ranciere, 2017). Si hay algo que ha pretendido el correísmo, ya sea por consenso o por coerción, es encapsular y fijar al pueblo en su forma estatal y su ficción de lo legal y lo justo. Esta equiparación niega cualquier posibilidad de mediación política (rol de las organizaciones y movimientos populares, indígenas y sociales) y constituye un elemento central en la configuración de un régimen conservador y autoritario. Y es que el momento en que se pretende que el otro sea el reflejo del Estado no solo se pone en evidencia un recurso para medir el progreso o el efecto de las políticas públicas en la población; devela, simultáneamente, al correísmo como un proyecto disciplinador y civilizatorio.

En efecto, si bien la representación del otro y el despliegue del racismo como dispositivo del poder político se mantienen en la historia, la disputa de lo popular y esa lógica de espejo deformado que equipara al otro con el Estado, no constituyó el corazón de los gobiernos neoliberales. Si hay algo que caracterizó a los regímenes neoliberales de las décadas pasadas, fue la imposibilidad de las clases dominantes de instaurar un proyecto hegemónico con permanencia en el tiempo.

Esta operación civilizatoria impulsada por el actual gobierno, recrea formas autoritarias de la sociedad ecuatoriana: nos devuelve, en su doblez, el pasado de las cargas policiales durante el gobierno de Febres-Cordero, la intemperancia como política de comunicación del sector legislativo y la secesión del desprecio de clase y raza, y de domesticación de lo femenino, propios del espacio privado, convertidos en retórica oficial. Miremos, por ejemplo, la coyuntura inmediata a la segunda vuelta: por un lado la derecha oligárquica y muchos de sus sentidos comunes, exigieron la presencia de las Fuerzas Armadas para poner orden y dirimir las irregularidades y la denuncia de fraude electoral; por su parte, la derecha populista y los comentarios en redes que defienden los resultados electorales que favorecen al oficialismo, hacen un llamado a que el Estado y sus instituciones usen la fuerza pública para restituir el orden contra “los malos perdedores” y permitan se regrese a la civilización.  Se desvelan, entonces, los vínculos reales del correísmo con la multitud otra, diferente. O lo que es lo mismo: sus intenciones de contener y anular a la masa/patria que dicen no solo representar, sino encargar.

En las décadas pasadas, durante los momentos más álgidos de conflictividad, los poderes fácticos se hacían presentes para “darle una salida” a la disputa. Bajo la lógica de este relato, en las tres caídas de presidentes en Ecuador en la etapa de luchas antineoliberales, las Fuerzas Armadas permitían acordar un camino al conflicto político y social, “permitiendo” una salida institucional democrática. Ahora que el imaginario de retorno del Estado, el orden y el uso de la fuerza, se vuelve a hacer presente, nos preguntamos qué oculta este argumento usado por las dos derechas, esas que se instalan en ese escenario, como proyecto aparentemente, posible y único. Nuestra memoria oficial nos dice que aquello que no aparece es el campo popular. Y es que el ejercicio de desmemoria estatal y oligárquica, su versión de la historia reciente en la etapa neoliberal, esconde la acción y el rol fundamental de las organizaciones populares, indígenas y sociales en la incorporación política del conflicto, la ampliación democrática como “manifestación, siempre disruptiva y conflictiva, del principio igualitario” (Rancière, 2017) y el freno a las políticas anti populares que impartían los regímenes neoliberales.

Pero fueron esas acciones las que permitieron la conformación de un espacio común público, que no colocaban al Estado en el centro de su imaginario político y configuraban una dinámica que lograba irradiar (no sin contradicciones y debilidades) los sentidos comunes de la sociedad ecuatoriana. En efecto, frente al proyecto conservador de las élites oligárquicas, el campo popular permitió la democratización de la sociedad y develó el carácter colonial burgués del Estado. Esa política de lo común (Gutiérrez, 2017) radicó en la experiencia colectiva del campo popular cuya apuesta no fue nunca la reorganización de las estructuras de dominación, sino su disolución y transformación. Luego de diez años de Revolución Ciudadana, asistimos a la sustracción de toda esa experiencia, el regreso y fortalecimiento de las jerarquías y el orden estatal instituido, así como la instauración del “monopolio de la decisión política” (Ibid., 2017) y de la contención popular.

Es decir, el encapsulamiento del sentido ingobernable presente en esas experiencias colectivas que definieron la dinámica política emocional de la etapa neoliberal. El carácter hegemónico del correísmo radica en su forma política económica en el Estado (único espacio de representación de lo popular como característica ideológica y espacio de reproducción del capital) y de la forma estatal de pueblo, que existe como otro deformado. Y es que “el único modo de que no sólo exista el Estado, de que no sólo exista el modo representativo absorbido por el Estado, es que haya formas de existencia autónomas de otro poder” (Ranciere, 2017).

Una década más tarde, la lógica de relacionamiento en el campo popular, así como entre aquellos sectores que apoyaron o acompañaron los procesos destituyentes, constituyentes y de rebeldía, ha sido duramente fracturada. Como en otras experiencias de gobiernos “progresistas”, la lógica emocional de reconocimiento, respeto y convivencia ha sido sustituida por la rabia, la deslegitimación del otro con el que se discrepa, y su exclusión del ámbito relacional, inclusive aquel espacio que permitía la fluidez de la reciprocidad y el cuidado en lo común. El mismo Rancière reflexionaba sobre el odio, y la diferencia entre la acción política y la guerra,

“(…) (L)a acción política crea identidades no-identitarias, un ‘nosotros’ abierto e incluyente que reconoce y habla de igual a igual con el adversario. La guerra, por el contrario, tiene como protagonista fundamental a las formaciones identitarias cerradas y agresivas (ya sean étnicas, religiosas o ideológicas) que niegan y excluyen al otro del mundo compartido. Entre el otro y yo, nada en común”  (Ranciere, 2017).

Pensemos entonces: ¿en qué nos hemos convertido luego de estos diez años? Hemos dejado que nuestras identidades se fijen de manera excluyente, impidiendo toda puerta para escuchar al otro, para salir de la cancha moral impuesta por el correísmo. Hemos permitido que la política sea un problema de ganancias electorales y reconocimiento del Estado, porque el proyecto hegemónico actual nos repite hasta el cansancio que solo es posible ser actor legítimo si ganamos las elecciones y si concentramos nuestras fuerzas en el Estado; hemos dejado que nuestros espacios comunes y tejidos, nuestras relaciones y emociones se llenen de fisuras y quiebres en un ejercicio autoritario paralelo al estatal. Y esas voces intelectuales otrora cercanas, han concentrado su energía y su capacidad de análisis para sepultar (como el correísmo) a las debilitadas estructuras y experiencias colectivas de organizaciones y movimientos sociales y políticos que con equivocaciones y limitaciones, permanecen vivas y disputando.

Este sistemático y creciente ejercicio que apela a “acusar de traición e incoherencia a la izquierda, para luego justificar su entierro, y llamar a crear otra izquierda”, revive formas de desmemoria y reinstalación de lo autoritario. O propuestas de instaurar lugares comunes sobre el pasado de las resistencias en el Ecuador, fácilmente digeribles con la de la mediatización de un líder despótico.

Sin duda, las organizaciones y los movimientos se encuentran en un momento difícil, sus capacidades para incorporar el conflicto en la política se ha visto mermada por la materialidad transformada del capitalismo modernizante, y el correlato es un retroceso ideológico como signo de toda esta etapa que merma en la definición de caminos efectivos para la disputa política como posibilidad de crear mundo común. Esto sin contar la judicialización y criminalización de la protesta social a la que se han visto sometidas en esta década, y a la política de deslegitimación que las elimina en su rol histórico. Sumados a sus propios errores internos y las enormes dificultades para construir un proyecto político programático de unidad que constituya una alternativa para la población, se convierte al campo popular en un actor heterogéneo que requiere renovarse, ampliarse y acoger a otras experiencias personales y colectivas creativas que lo fortalezcan.

Pero sopesar la experiencia colectiva del campo popular, asumiendo lo que pusimos y lo que no, es muy distinto al ejercicio de su negación como dinámica del correísmo, o de punto de análisis en estas complejas coyunturas. No compartir la mirada del otro, no significa enterrarlo, embromarlo y desconocer su aporte histórico y su vigencia en la democratización del país.

En este aspecto el correísmo y sus intelectuales, comparten las ansias fundacionales de varios de los proyectos progresistas de la pasada década, que llegaron al poder en América Latina y ahora están en retirada con resultados que interpelan su capacidad de gestión del Estado en tiempos de capital fluctuante, pero sobre todo su debilidad como gestores de un tejido social sólido y complejo que, muchas veces oponiéndose al mismo Estado, ha logrado marcar resistencias vitales en el campo social y político.

Entendemos este afán como parte de una estrategia repetitiva de fundación de proyectos nacionales cuyos forzados adherentes (es de decir, los ciudadanos, término insuficiente donde los haya, apelación a la equiparación en la ficción jurídica, ocultamiento de la ruptura estructural histórica) sienten como incompleto o fallido. Al mismo tiempo, como una llamada mesiánica a la limitada constante liberal de voluntad ciudadana: las urnas. No ha sido así en el campo de las disputas de espacios que no le corresponden el Estado, o que han adquirido vigor interpelando su propia inconsistencia para resolver el problema de la dominación, la segregación, la desigualdad y la imposibilidad de asumirnos plurales.

En este espacio, la apuesta se ha resuelto a través de la invalidación de dichos espacios de disputa o de la tecnificación de un modelo público que resiente menos de su inmersión en el mercado especulativo que de su interés o disposición para respetar y fomentar nodos de resistencia, interpelación y aprendizaje fuera de su propia lógica. El binarismo capital-Estado ha resultado finalmente en una asociación capital emergente-Estado, que no ha movido un ápice la concentración de poder y ha terminado por otorgarle al Estado un rol de cuentahorrista de los flujos de capital, endeudado y sometido al colonialismo del juego de gran proveedor de materia prima.

Creemos que la llamada del monótono reformismo ha pasado por invalidar otras lecturas del Estado que vayan más allá de la cooptación de espacios dirimentes a nivel comunitario y civil, y a la poca consistencia por tender puentes entre un Estado que debe ser necesariamente poroso y atento y los brotes que emergen de estas iniciativas fuera del mismo, no necesariamente circunscritas a la sociedad civil o al ámbito privado, pero sí a la iniciativa asociativa propia de nuestra idiosincrasia. El artificio de la idea de cambio radical ha pasado a resultar en la decadencia de un proyecto que resultó inmune a incorporar a actores de la disidencia, espacio de donde salieron algunos de sus miembros, hoy en el poder.

La homogenización del enemigo a batirse (el capital y la disidencia de izquierda como sinónimos) ha generado, finalmente, un extraño estado de olvido y un descarte tajante de más de cien años de procesos masivos de asociación y disputa popular. La ficción del correísmo de asumirse como continuador de la Revolución Liberal pretende aniquilar la historización de las fuerzas de resistencia a los avances de la aristocracia, la oligarquía, la tecnocracia y el capital especulativo.

  1. La memoria obstinada

¿A qué contribuyen las voces intelectuales afines al correísmo? ¿No son estas también formas de opinión que van conformando un “pueblo” que debe aceptar el uso de fuerza y la ley como “ejercicio natural” del Estado y como camino para civilizarse y disciplinarse? ¿No se va elaborado una idea de que la izquierda inútil e incoherente es responsable y cómplice de la legitimidad de la derecha oligárquica y que bajo esta lógica, pagará caro y deberá ser castigada? ¿No construyen estas voces intelectuales con eco en cierta opinión pública nacional e internacional la argumentación que le permite al correísmo consolidar la cancha política donde el oficialismo es mejor/es la izquierda/es preferible y es el único contendor posible de la derecha oligárquica, que es peor/nunca más? Parece que sus calificaciones sobre lo que ocurre en el país no solo configuran un pueblo que debe aceptar al Estado como único lugar de lo público, sino que también fortalecen a la izquierda como no-sujeto, contribuyendo a la política de negación instaurada por el régimen.

Es en la memoria de lo que se construyó en las luchas de las décadas pasadas, y en los esfuerzos y debilidades de esta década que encontraremos pequeñas pistas, algunas intuiciones de qué hacer colectivamente. Y en ese ejercicio, comprender las distintas aristas del proyecto correísta y de su dinámica sobre el campo popular y las luchas sociales y políticas, no es una tarea menor. En ese sentido, caminar la memoria colectiva se vuelve urgente, así como la configuración de subjetividades abiertas que nombren lo existente y politicen el vínculo, quizás no a desde el gran proyecto, mucho menos desde la forma estatal de pueblo, tal vez necesitemos tejer desde la experiencia y la intuición.

Si las teorías sobre la hegemonía y la recuperación del Estado han recalado en terreno fértil para la destrucción de mecanismos de resistencia comunitaria y asociativa, la experiencia como interpelación al abuso de las teorizaciones sobre estrategias de consecución de poderes centrales y aparatos estatales, puede sugerir nuevas formas de disputar el campo de representación histórica de la revolución ciudadana.

¿Quién escribe la historia de la izquierda en el Ecuador? La escriben, también, los que fueron a la huelga. La escriben, también, las que cerraron carreteras. La escriben, también, los estudiantes y los obreros y las mujeres y las organizaciones indígenas asociadas al liberalismo radical de las primeras décadas del siglo XX. Es su experiencia, el rescate de su memoria y la dialéctica sobre sus luchas en su tiempo y nuestra comprensión de entonces, lo que ha de permitirnos hacer emerger un relato menos complaciente con el reformismo extractivista de la maquinaria correísta.

Hemos de darle sentido a esa experiencia: un sentido como espacio de lucha y de razón de ser de las izquierdas de entonces, y un espacio que nos justifique ante la hegemonía de la narrativa del poder actual sobre un pasado árido y de lucha social inexistente. Nosotros, como ecologistas infantiles, como bestias salvajes, como gorditas horrorosas, como indígenas locos, no emergemos de la nada. Nos preceden quienes lograron articular sindicatos, establecer reformas agrarias, detener el derecho de pernada, dar lugar a que existan hombres y mujeres que resolvieron ser plurales, no pertenecer a la razón de Estado. Sí, esta es una lucha por el futuro. Pero siempre en tensión con el pasado, al que debemos rescatar como razón de nuestra presencia aquí.

Bibliografía

Benjamin, Walter (2013): Crítica de la violencia.   Madrid: Biblioteca Nueva.

Entrevista a Raquel Gutiérrez, marzo 2017 en https://saltamos.net/raquel-gutierrez-la-politica-no-solo-cuestion-estrategia-sino-crear-mundo/

Entrevista a Jaques Rancière, 2017. Disponible en: http://www.eldiario.es/interferencias/odio-Francia-Ranciere_6_504009609.html

Montaldo, Graciela (2003): “Entre la masa: dinámica de sujetos en el siglo XIX”. En Ficciones y silencios fundacionales. Literaturas y culturas poscoloniales en América Latina (siglo XIX).Ed.: Friedrich Schmidt-Welle. Madrid: Iberoamericana.  

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