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El novelista Darcy Ribeiro. EL MODERNISTA UTOPICO. por Por Adolfo Colombres

El novelista Darcy Ribeiro fue un brillante intelectual brasileño que se destacó especialmente en la antropología y la educación

EL MODERNISTA UTOPICO

Por Adolfo Colombres. RADAR LIBROS Pagina 12 <www.pagina12.com.ar>

26 de febrero de 2012

Había nacido en Minas Gerais en 1922 y murió en Brasilia en febrero de 1997. Darcy Ribeiro fue un brillante intelectual brasileño que se destacó especialmente en la antropología y la educación. Fue ministro de Educación del fugaz gobierno parlamentario de Hermes Lima en los años ’60 y se exilió luego del golpe militar de 1964. En los años ’90 llegó a ser senador por Río de Janeiro. Su obra de ficción también fue intensa y afectivamente ligada al modernismo y a la tarea de escritores tan destacables como Guimaraes Rosa y Jorge Amado. A quince años de su muerte, Adolfo Colombres, también escritor y antropólogo, traza un mapa de la literatura de Darcy Ribeiro, quizás el primer científico social reconocido como un gran novelista.

Se dijo que Darcy Ribeiro fue el primero de los científicos sociales, en el concepto moderno del término, que logró ser reconocido como un importante novelista, y no sé si después hubo en Brasil otro caso similar. Aunque Darcy era ya conocido mundialmente como antropólogo y no le habían faltado grandes emociones en este campo, no vaciló en afirmar en una entrevista que la experiencia de la literatura era para él una de las más fuertes de la vida. “En la novela se alcanza con lectores y lectoras un grado de comunicación muy cercano al que sólo se experimenta con el amor”, decía. Y sin vacilar, con el extremismo que lo caracterizaba, agregó: “Yo tiraría a la basura el noventa por ciento de las obras sociológicas y guardaría la novelística. Nadie pintó mejor Brasil que Euclydes da Cunha en Los Sertones y Gilberto Freire en Casa Grande y Senzala. Nadie enseñó tanto sobre Bahía como Jorge Amado”. Y también: “¿Qué sería Inglaterra sin Shakespeare?”.
El paulista que más llegó a admirar, por su inteligencia y temprano interés en la etnología, era Mário de Andrade, el célebre autor de Macunaíma. Siendo muy joven, arregló una cita con él en una librería de la calle Marconi que tenía al fondo una casa de té, porque preparaba su partida hacia tierras indígenas y quería consultarle algunas cosas. Al llegar, lo encontró hablando con dos trotskistas renombrados, a los que acababa de derrotar en las elecciones universitarias, lo que bastó para que desistiera de tal entrevista, marchándose sin saludar siquiera a ese gran maestro de las letras: como comunista, no podía transigir con esta tendencia tan odiada por el Partido. La vida no le dio otra oportunidad de hablar con él. Tiempo después se hizo amigo de uno de los trotskistas y no pudo más que lamentar este pecado de inmadurez. No es casual por eso que se lo convocase para escribir el prólogo de la edición crítica de Macunaíma, realizada por la prestigiosa Colección Archivos,

donde considera a Mário una enciclopedia viva de la herencia indígena y africana del país y asimila a Macunaíma, ese héroe sin ningún carácter “de nuestra gente”, con los héroes civilizadores de condición ambigua que tanto campean en las mitologías de las zonas bajas de América del Sur, verdaderos tricksters que mintiendo, maliciando y engañando se dan todos los gustos, aunque derramando también algunos parabienes para equilibrar la balanza y preservar así su vida. A su juicio, Macunaíma despliega una oralidad deliciosa, la que estalla como una carcajada frente a toda la bobería circunspecta que rodeaba a Mário, apelando al desvarío antropofágico para escapar a tanta europeidad mimética. Aunque luego reconoce que, en la verdad de las cosas, esa autenticidad india era propia de los indios, “quienes ni brasileños son”.

CON ESPIRITU ANTROPOFAGICO
Bien se sabe que Mário y Oswald de Andrade lideraron el movimiento modernista brasileño, el que sorteó el servilismo a las mitologías grecolatinas en que cayó el modernismo hispanoamericano, más allá de los toques de sabor local a los que éste condescendió. Mário de Andrade basó Macunaíma en serias investigaciones sobre las mitologías amazónicas y de la Guayana y en estudios folklóricos de la sociedad mestiza, así como en los imaginarios de origen africano y los populares urbanos. El resultado fue un bricolage narrativo que conjugaba tres estilos: uno solemne, épico–lírico, propio de la leyenda; otro de crónica, cómico y desenvuelto; y un último de parodia. Esta novela se presenta así como una obra de gran humanidad y un humor intenso, que apela al juego, pero no para quedarse en él, sino para asaltar desde allí los núcleos del sentido y el drama de nuestra identidad profunda, de una región que hasta la fecha teme definirse como una civilización propia y prefiere insinuarse como una extensión de Occidente. Mário de Andrade quiso hacer con esta bella y fresca obra una alegoría crítica del Brasil, país que estaba abandonando, o pretendía entonces abandonar, el desafío de construir una civilización tropical para emprender rumbos europeizantes.

Este genuino movimiento literario fue rescatado por Darcy al ingresar a la literatura, aunque el verdadero homenaje a Mário de Andrade no está en Maíra, novela que ideó mientras convivía con los indios, sino en Utopía salvaje, cuyo personaje central, el negro Pitum, es considerado por Darcy un primo de Macunaíma. Ambos comulgan con el espíritu del Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade. Quizá la Academia Brasileña de Letras quiso recuperar esta parte de la historia del arte del país cuando en 1992 invitó a Darcy a integrar sus filas, aun sabiendo que ninguna academia del mundo podía ponerle un chaleco de fuerza y quitarle el filo de su humor, por ver en éste el mejor camino a la verdad.

Darcy empezó a escribir Maíra, su primera obra literaria, en 1969, estando preso, y la publicó en 1976, a los 54 años, bellamente ilustrada por Poty. Fue aclamada por la crítica no bien apareció y alcanzó diecisiete ediciones en Brasil, sin contar las reediciones, y unas diez traducciones a otras lenguas. Es una novela de hondo contenido trágico, en la que, si bien por momentos da curso al humor, no se acerca –ni pretende hacerlo–- a los desopilantes desafueros de Macunaíma. Su base antropológica está en los kaiowá, pueblo del tronco lingüístico tupí-guaraní, misionalizado tempranamente por los jesuitas, que logró luego reconstruir su cultura, aunque no sin las contradicciones identitarias que genera todo choque cultural. Creían que si danzaban hasta que el cuerpo perdiera gravedad podrían levitar, alcanzando en vida la Tierra Sin Mal, o sea, su anhelado paraíso. Se trata de un imaginario de tanta belleza, que muchos indígenas se suicidaban al verlo seriamente vulnerado por la expansión de las fronteras de la civilización.

La novela se desarrolla en tres planos narrativos: el de los dioses, el de los indios y el de los blancos. Aunque diferenciados por el tono de la escritura, se integran en un relato coherente. Cabe destacar que el uso de la primera persona en una deidad como Maíra, introduciéndose así el narrador en los pliegues de su conciencia divina, es un recurso muy extraño en la literatura, y a mi juicio excesivo. Maíra contrapone el mundo indígena y el civilizado, aunque centrándose más en la muerte y en el renacimiento posible que viene detrás de ella, que en esa vida concreta a la que apostó siempre Darcy. Y se trata más de una metáfora de la agonía de un pueblo que de unas cuantas personas, el fin de un mundo en cuyo legado residen las claves de la salvación de la humanidad, que pasan por la sana convivencia con la naturaleza.
Alma, una joven de 27 años, luego de perder a su padre y naufragar en el infierno de la droga, ahogada por el hastío y la falta de sentido de su vida, va a buscar entre los mairuns del río Iparara la llave de la felicidad. Es allí embarazada por un indígena llamado Jaguar y muere en la playa de ese río pariendo gemelos, sin asistencia alguna. La novela juega de este modo con el mito de los gemelos, que para la cultura guaraní da origen al sol y la luna, pero con la triste particularidad de que aquí ya nacen muertos. Otro personaje central es Isaías, un indígena catequizado que regresa a la tribu para asumir la condición de tuxaua (cacique) que heredó. Aunque se esfuerza en recuperar sus antiguos valores, seguirá hasta el final debatiéndose en sus contradicciones. En cuanto a Jaguar, será luego asesinado por una tribu rival.

Más allá del interés que me suscitó la lectura de esta obra y la escritura de algunos fragmentos, coincido con el antropólogo Renzo Pi Hugarte en que tiene mucho de ensayo novelado, o sea, con demasiadas concesiones al lenguaje antropológico. Cuenta éste que al cometer el error de decírselo, Darcy se quedó callado, con un semblante de tristeza. Al ver el éxito que tuvo después la obra, se convenció –confiesa– de que no era un buen crítico literario. Pero claro que lo era, por su nivel de exigencia en lo que hace al lenguaje específico de la literatura. Yo también alcancé a decirle algo semejante, aunque esto no desmerece la importancia de un texto tan atractivo como novedoso.

UTOPIA SALVAJE
Pero como dije, no es Maíra la novela de Darcy que recupera con gran vitalidad la herencia antropofágica del modernismo brasileño, sino Utopía salvaje. Su personaje central es un negro gaúcho apodado Pitum, teniente del ejército brasileño que combate en una apócrifa Guerra Guayana, hasta que una espesa bruma lo aísla de pronto de esa realidad y lo sumerge en el legendario mundo de las amazonas, las belicosas mujeres que instauraron una sociedad sin hombres. Son las icamiabas, tribu de la que fray Gaspar de Carvajal (el apellido de Pitum es también Carvajal) dejó una interesante crónica en el libro de bitácora de la expedición de Francisco de Orellana, cuando en junio de 1541 se encontraron con ellas en la desembocadura del río Jarundá. En su aldea, Pitum es sometido al duro oficio de procreador único, por lo que debía “trabajar” la noche entera, sin que se le permitiera la más mínima elección en cuanto a mujeres y posiciones y sin descanso alguno. Y así estuvo un buen tiempo, convencido de que cuando se cansaran de él lo comerían, al mejor estilo antropofágico. Pero estas legendarias guerreras al final lo expulsan por flojo y cobarde, desdeñando esa carne de color tan extraño, lo que fue para él el mayor de los desprecios.

En esta novela vemos un Darcy divertido y profundo, a la vez visionario y racional, polémico y deleitable, antropofágico e idílico, o sea, tal como él era de verdad: picaresco, surrealista, desbordante, consciente de que para revolucionar la realidad hay que empezar consternando, dándola vuelta para que se vean sus vetas miserables. Se alimenta del pasado, pero desde él salta ágilmente a la utopía, a una utopía brasileña llena de risa y también de sombras, de pesimismo y de esperanza, aunque a diferencia de Maíra, se impone aquí la vida, la sensualidad, una sexualidad desaforada que nos remite por momentos al clima de Las mil y una noches, aunque el lenguaje parece redimido por un manto de inocencia anterior a la caída en la razón y la moral. Una filosofía que tiene la sublime y refinada malicia de lo popular, donde las cosas se dicen como si no tuvieran segundas o terceras intenciones. Un lenguaje que se mueve en la punta de los témpanos, ocultando bajo la superficie una multitud de sentidos aviesos. Por momentos toma verdadera distancia de las ciencias sociales, explorando todo el potencial comunicativo de la ficción, pero en otros se deja atrapar por ellas y se estira en explicaciones, más preocupado en informar sobre una realidad disparatada que en crearla mediante los artilugios del lenguaje, que es lo propio de la literatura. El autor se entromete a menudo en la lectura, un recurso muy efectivo en lo literario por su carga de ironía, lo que hace tanto con el ojo del antropólogo como el del sentido común, que es el sentido del común. Explora así, al igual que Mário de Andrade, las posibilidades narrativas del mito y la leyenda, saltando desde la farsa desopilante al ensayo y el panfleto. Su humor agudo trasciende el juego y la parodia, para definirse como una filosa reflexión sobre Brasil y América latina.

Darcy declara a Pitum primo de Macunaíma, aunque este último constituye una especie de personaje mítico que se aproxima al concepto antropológico del héroe civilizador, mientras que Pitum carece de ese perfil. No obstante, ambos cuestionan, con el arma feroz del ridículo, los mimetismos y reverencias a lo ajeno. Cumplen así, sin proponérselo, un papel descolonizador por el lado de la risa, pues convergen también en esta brecha mitos serios, como el de la cabeza de Inkarrí, el último inca, que recogiera Arguedas en los Andes. La risa opera así como un blindaje simbólico que torna a un alma inconquistable.

El lenguaje literario de ambas obras es a la vez culto y popular. Si bien parte del habla de las distintas regiones de Brasil, está impregnado desde un comienzo por artificios eruditos, que buscan casi siempre reírse de esa falsa erudición, del complejo de superioridad de quien, al asimilar el discurso colonizador, se convierte en un ilustre colonizado. Una erudición llena de barbarismos, y una barbarie que destila sabiduría a través de su humor corrosivo y de eso que llama Darcy una “oralidad deliciosa”, cuyos ríos y arroyos acumulan y refunden los imaginarios populares de distinto origen, desde el de las tribus más primitivas al de grandes ciudades como San Pablo. Satirizar el mal remedo de lo ajeno es despejar el camino de nuestra diferencia.

FINAL CON GUIMARAES
El modernismo brasileño al que Darcy homenajea mostró un verdadero interés por la antropología y el folklore, como contrapartida a los estudios de la cultura clásica europea en que se afanaban sus colegas hispanohablantes. Cabe destacar, para entender mejor esta propuesta, que en los años ‘20 no se daba aún el debate entre el “arte comprometido” y el llamado “arte puro”, que llegaría poco después, obligando a tomar partido.

Aunque sin estirarse en comentario alguno, Oswald de Andrade dató su Manifiesto antropófago en el año 374 de la Deglución del Obispo Sardinha, injuria al cielo, cabe explicar, perpetrada por los tupinambá de la bucólica isla de Itaparica. Darcy Ribeiro recoge este dato con malicia y le da una dimensión política, al afirmar que toda civilización que se precie de tal debe tener su propia hégira, y no someterse a calendarios ajenos. Propone en consecuencia oficializar esta propuesta poética de Oswald, hallando particularmente significativo que el primer obispo enviado por Portugal para llevar la Verdad revelada a esa tierra de salvajes hallara una muerte tan atípica, aunque no carente de un alto significado ni de la ritualidad que hace a lo sagrado. En su célebre manifiesto, Oswald se pronunciaba “contra todos los importadores de conciencia enlatada” y por una Revolución Caribe, que sería a su juicio mayor que la francesa. O menos farisea, añadiría por mi cuenta, pues bien sabemos cómo ésta concilió los derechos del hombre con la esclavitud y el colonialismo. Esa Revolución Caribe vaticinada por él no quedó en el reino de la fantasía, pues se concretaría luego en Cuba. “Sin nosotros Europa ni siquiera tendría su pobre declaración de los derechos humanos”, dispara Oswald, seguro de sí.

Contra lo que puede pensarse, el modernismo brasileño estaba lejos de abrazar la causa del regionalismo. Mário de Andrade ataca duramente esta corriente que se manifestaba “con una frecuencia que espanta” en la literatura y la pintura, salvando algunas excepciones, como Tarsila do Amaral. En febrero de 1928, año en que editó Macunaíma, escribe: “Regionalismo es pobreza sin humildad. La pobreza que proviene de la escasez de medios expresivos, de la cortedad de las concepciones, del caipirismo. Pura comadrería. En nada contribuye a la conciencia de la nacionalidad. Antes la ensucia y empobrece, sustrayéndola a otras manifestaciones, y en consecuencia a la propia realidad”.

En ese año 1928, en el que la gente voceaba en las calles a Getúlio Vargas, este movimiento refinado anunciaba, o directamente creaba, un nuevo estado del espíritu nacional, un lento camino de salida de las reverencias del colonizado hacia la búsqueda y afirmación de lo propio, que produjo los mejores frutos artísticos del siglo XX, y ya en este siglo XXI, en lo político. El mensaje que nos dejó Mário de Andrade en 1942, reza: “Dedíquense o no al arte, las ciencias, los oficios. Pero no se limiten a eso como espías de la vida, camuflados de técnicos en vida, viendo pasar a la multitud. Marchen con la multitud”. O sea, no se olviden de la historia.

Decía Darcy en un reportaje que salió de Minas Gerais a los veintitantos años, pero que Minas nunca salió de él, pues la cargó siempre en su pecho. Y derivando para probar esto por páginas de sus novelas El Mulo y Migo, que recrean el mundo de su infancia y adolescencia, saltó de Montes Claros hacia otro pueblo próximo, Cordisburgo, donde nació el más grande de los mineros, por ser el autor de una novela que está entre las obras literarias más importante que produjo en América latina en el siglo XX. Me refiero por cierto a Guimaraes Rosa y ese monumento de las letras que es Gran Sertón: veredas.
Darcy experimentó una gran admiración por él, deslumbrado por la belleza de la recreación que éste hiciera del habla de su abuela, un portugués cargado de erudiciones y hasta con palabras latinas. Sobre todo le costaba creer que hubiera podido escribir algo así estando, por sus misiones diplomáticas, diez años ausente de esa tierra, lo que daba cuenta no sólo de sus dotes literarios, sino también de una memoria prodigiosa. “Para mí –dijo–, Guimaraes Rosa fue una especie de lección formidable de cómo hacer literatura.” Claro que una literatura inimitable, porque surgía de adentro de él, como la reconstrucción literaria de una memoria profunda y muy personal.

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