EL TRUCO NO LOGRA LA MAGIA*
Carol Murillo Ruiz
lamalaconcienciadecarolmurillo.blogspot.com
El lenguaje del cine suele ser un universo expansivo. Los directores, digamos, del cine clásico europeo, sobre todo, inventaron un mundo de imágenes/lenguaje que convierte las certezas de los seres humanos en fotografías móviles. O sea, crearon el lenguaje de la cinematografía como una extensión del lenguaje/habla que no siempre dice las pasiones del alma. Construir un lenguaje de cine, entonces, es penetrar otro mundo, algo que tal vez la estética de la fotografía como arte explique mejor que esta servidora de letras.
Y de la estética podríamos pasar a la poética del cine, a esa construcción de guiones y voces que aspira a dialogar con la vida y sus recodos existenciales para escenificar las tentaciones que todos llevamos dentro. Esa poética es tanto más difícil cuando se trata de indagar y reproducir lo que piensa una niña, cualquier niña, en cualquier parte, y en cualquier tiempo. El peligro de traducir las fluctuaciones humanas acompaña el deseo colectivo que el individuo (o la individualidad) se atreve siempre a resumir. Por eso, cuando vi la nueva película de Tania Hermida En el nombre de la hija, no pude menos que preguntarme si el propósito que la anima tiene algo de autobiográfico montado sobre los pensamientos que caracterizaron una época de reales signos revolucionarios. Quizás, además, porque a mí misma me tocó ser una niña educada en la libertad del marxismo, el largometraje también me suena a un lavado de conciencia a través de la perplejidad y el simbolismo de la locura del personaje del tío Felipe. Y aquí parece estar el núcleo poético de la segunda película de Hermida: “liberar a las palabras de las ataduras de los dogmas”.
Una ambición gigantesca, por supuesto. Porque el juego de las palabras fuera del cine y el bastimento de un lenguaje cinematográfico se vuelven una apuesta compleja. Montar símbolos (cualquier símbolo) e ideologías (cualquier ideología) suele entrañar precisamente el discurrir de una poética teatral que muchas veces no cuaja en la pantalla grande… a menos que se intelectualice el proceso y se dedique la película a públicos nostálgicos.
Ahora bien, si esa poética fue levantada a partir de la liberación de las palabras, mejor, —tal como aparecen en el filme— recortadas de las páginas de los libros, en plural, (no digo la Biblia o El Capital, que acaso se igualen en la noción piadosa de la directora) hemos de colegir que tal poética acude al libre albedrío o el caos de los sueños para instalarse en la emoción de los espectadores.
Supongo, entonces, que la viscosidad de la gelatina no le permite cuajar. ¿Por qué? Porque hay muchos fantasmas en la película que no llegan a ser poéticos y menos a erigir un lenguaje cinematográfico verosímil. Si el propósito de soltar las palabras (de los dogmas) es la idea de la libertad para pensar y rasgar otra identidad (en la niña, el personaje central de la cinta), caemos en la cuenta de que hay un discurso hecho atrás de la idea de las palabras sueltas. Un discurso que dirige la emoción del espectador, repito, dirige, es decir, no sugiere, no insinúa, no tienta. Situar a un personaje loco dentro del escenario no significa que la locura se instale en la poética de los diálogos y las imágenes que recibe quien las observa; ni que el espectador absorba las coartadas psicológicas —ya no poéticas— de quien acomodó el guión para suplir la posibilidad de imaginar.
He aquí, quizás, la debilidad mayor de la poética de En el nombre de la hija: acude a la psicología en asocio secreto con la poesía. No digo que esto no sea posible, considero que esto es peliagudo cuando se interpone ese velo maravilloso del teatro, sin embargo, no de la cinematografía.
En la conjugación niña/símbolo/dogma(s) además hay un discurso sofisticado. Los diálogos de la niña son muy elaborados. No creo que la niña vuele. La pose inteligente a nadie hace volar. El principio de verosimilitud se rompe porque si bien el ideal es —otra vez— la libertad, lo lúdico, aquí se interpone, a su pesar, la matriz ideológica del guión. Como consecuencia, el truco no alcanza la magia.
Es indudable que los niños actores conceden a la película situaciones de escasa solemnidad. O momentos de gran distensión y humor para mostrar algunos protocolos de disciplina doméstica. Ergo, el truco no consigue la magia.
No he dicho que la película no me guste. Una parte de mi infancia me dice que sí. Pero no es la visión nostálgica lo que me lleva a escribir estas líneas, sino el amor por el cine que, antes que hacerme pensar, me hace volar. Esa poética que yo busco y no la encuentro. O que no la encuentro cuajada.
* Publicado primero en la Revista Vanguardia No.310 <www.revistavanguardia.com>