09 de September de 2014
Un grave error de cálculo comete el Gobierno si cree que los múltiples y sucesivos ofrecimientos de indulto a los opositores sentenciados por la justicia proyectan magnanimidad, desprendimiento o afán de reconciliación. Al contrario, cualquier ciudadano con un mínimo de criterio político descubrirá en estas proposiciones mucho remordimiento. Y también temor.
Andar perdonando a quienes las investigaciones oficiales sindican como autores de un delito extremadamente grave (intento de magnicidio), y a quienes la administración de justicia ha encontrado culpables por las mismas razones, refleja una forma muy particular de concebir la justicia. Es la absoluta relativización de los hechos y de las responsabilidades. Porque, en principio, que un grupo de ciudadanos haya intentado asesinar a un Presidente constitucional configura –en cualquier país del mundo– una agresión contra la sociedad entera. Tan grave como traficar drogas y personas, prostituir adolescentes o saquear fondos públicos.
¿Bajo qué criterio jurídico o humanitario se perdona ese delito y no los demás? Si la consideración que está de por medio es la necesidad de atenuar las tensiones políticas que pudieran existir o haber existido alrededor del 30-S, lo coherente sería tramitar la liberación de los inculpados mediante una amnistía concedida por la Asamblea Nacional. Una medida de tal naturaleza implicaría aceptar que ese día se produjo una convulsión de carácter político, como tantas otras ocurridas en nuestra atribulada historia nacional. Pero derivar el tratamiento de esos hechos al ámbito de la indulgencia presidencial significa asignarles una condición de delitos comunes.
Sin darse cuenta, al exigir disculpas a cambio de perdón, el mismo Gobierno está desmontando todo el andamiaje discursivo, argumentativo y publicitario montado para sostener la versión de una supuesta conspiración –o de un intento de golpe de Estado– alrededor del episodio del 30-S.
La posibilidad del indulto reduce los hechos a un problema conductual, a un simple error humano, a una disfuncionalidad profesional, a un acto pecaminoso que se resuelve con la contrición de los involucrados.
Si existe plena certeza sobre lo investigado y juzgado, no se entiende la premura en perdonar a los procesados. A menos que los jerarcas del Gobierno sientan recelo de que su estrategia aleccionadora y disciplinante provoque más resentimiento que comprensión; o que, en lo más hondo de sus conciencias, tengan el pálpito de que las investigaciones no fueron totalmente concluyentes, o que la justicia no impartió verdadera justicia. La ecuación sanción-arrepentimiento-perdón con que se ejerce la autoridad política amenaza con debilitar aún más a la ya desvencijada institucionalidad nacional. Sobre todo la de la justicia.
}
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...