¿Les pregunta el juez a los contrayentes qué tipo de relaciones piensan tener cuando estén en la intimidad? ¿Se demoran los padres, a la hora de conceder la mano de sus hijos, en preguntas sobre la mecánica de los contactos físicos que se darán entre los enamorados?
¡Qué extraño es oír a un anciano legislador dejando volar su imaginación en plena sesión del Congreso, para calificar o descalificar lo que él imagina que serán los contactos entre las personas que quieren unir sus vidas a través de un contrato legal!
En primer lugar porque sabemos que un matrimonio es mucho más que un contrato sexual: es una alianza de dos personas, para los innumerables hechos de la vida común, que quiere verse amparada por garantías legales, y estos supuestos defensores de la moral pública paradójicamente tienden a reducir esos enlaces a cierto tipo de roce genital. Para ellos, si dos personas son homosexuales no pueden tener idealismo, ni veneración, ni solidaridad, ni ternura, ni negocios comunes, todo se agota en la fisiología y la gimnasia.
Esas cosas que describe con cierta delectación morosa el senador pueden ocurrir en cualquier tipo de parejas, y son incontables los tipos de parejas posibles, pero el virtuoso legislador quiere hacernos pensar que el Estado tiene derecho a levantar el velo que oculta la vida privada de los ciudadanos, y se alarga en laboriosas conjeturas sobre sus actos íntimos. Allí está al desnudo una de nuestras más mortales costumbres: permitir que el Estado se confunda con la Iglesia y no tenga respeto por las decisiones privadas de los ciudadanos; pretender oírlos en confesión cada vez que imagina que están abandonando la ortodoxia.
En eso algunas iglesias son extrañamente impúdicas. Allí donde ni siquiera los amigos tienen derecho a intervenir, ellas se complacen en tomar decisiones en nombre, no de sus fieles, sino de toda la sociedad. Se demoran imaginando minuciosamente situaciones que les indignan; no les preocupa concebir hechos, de pensamiento, palabra y obra, mientras puedan atribuírselos a otros y censurarlos; pretenden que el Estado sepa mejor que los ciudadanos qué hacer con su propio cuerpo; quieren decidir siempre por los demás, y procuran mantener a los otros, especialmente a las mujeres, en condiciones de minoría de edad, resolviendo por ellas si conciben o no y cuándo, si pueden disponer o no de sus cuerpos, si tienen derecho a proteger su bienestar y el de sus hijos como mejor les convenga, o si tienen que someterse al mandato de unas instituciones, casi siempre encarnadas en este tipo de señores llenos de viva imaginación y activos prejuicios, que hacen de su modo de vida un imperativo para todos los demás.
No creo que deban ser castigadas las opiniones, así sean tan ineptas y toscas como las que ha expresado el personaje; pero los ciudadanos tenemos que diferenciar entre los prejuicios ofensivos de un individuo y la autoridad de quien tiene la vocería de unos electores. Para hablar en nombre de la comunidad, hay que sujetar las palabras al espíritu de las leyes que rigen para todos.
Los viejos inquisidores siguen agazapados en las grietas de la ignorancia y de la indolencia civil para saltar de nuevo sobre los ciudadanos a imponerles sus cepos. Son los que le ofrecieron la cicuta a Sócrates, acusado de corromper a los jóvenes de Atenas sólo porque les enseñaba a pensar por sí mismos. Están en todas partes: vigilando si Leonardo da Vinci se acuesta con su discípulo Salaí, si Safo se besa con sus amigas, si el emperador Adriano consiente demasiado a su favorito, si a Miguel Ángel lo inspiran demasiado los cuerpos masculinos, si es peligroso que Shakespeare le dedique todos sus sonetos de amor a un muchacho, si William Beckford, si Barba Jacob, si Reinaldo Arenas; si la amistad entre Mary Wollstonecraft y Fanny Blood es algo más que una amistad, si Caroline Lamb sólo se disfraza de hombre para seducir a Byron en los salones de Londres, si las relaciones de Byron con su joven médico Polidori son puramente profesionales, si son tolerables los amores de Madame de Staël con sus amigas, si hay que enviar a Oscar Wilde a dos años de trabajos forzados y destruir su vida, para castigar el que se haya enamorado del joven lord Alfred Douglas.
Demasiado tiempo llevan esos viejos inquisidores metidos bajo las sábanas ajenas decidiendo si las personas pueden o no compartir sus cuerpos y sus almas con los demás. Y hasta los políticos deberían saber ya que, aunque el amor entre seres del mismo sexo es una de las más antiguas y respetables costumbres de la humanidad, en estos tiempos de desborde demográfico, cuando la reproducción no es el primer deber de la especie, es posible en casi todo el mundo enamorarse de una persona individual, sin preocuparse demasiado por el género.
Respecto a la supuesta virtud de los virtuosos, que inventan tantas cruzadas contra todo lo que es distinto, recuerdo una fábula que escribí hace ya muchos años, y a la que ahora podemos llamar Los ciervos de la Luna: “Sobre la Luna hay muchos ciervos, pero sólo uno es rojo. Los ciervos blancos querrían destruirlo, porque temen que esa mancha sangrienta en la noche despierte a los demonios. Pero los demonios sólo fingen dormir”.