La Jornada
Desde el punto de vista de los gobiernos y las instituciones, los cambios en América Latina producidos por la desaparición de Hugo Chávez son importantes, pero no fundamentales. El proceso revolucionario venezolano está más débil y por consiguiente sus adversarios están más fuertes, pero si la dirección del Estado y del PSUV decidiese radicalizar y profundizar la transformación del país apoyándose en sus bases, si redujese los despilfarros y mejorase algo la distribución de alimentos y bienes, el cambio social podría dar un nuevo salto adelante, ya que el ligero restablecimiento actual del consumo y de la producción en Estados Unidos –el principal mercado venezolano– da cierta estabilidad al precio del petróleo.
Sobre eso se basan, por otra parte, las seguridades dadas por el gobierno de Maduro a Cuba, al Alba y al Caribe en contra del griterío de la derecha venezolana contra la “regaladera” de petróleo y de apoyos financieros a los aliados de Venezuela y de las mismas concesiones en este plano que la derecha del propio chavismo quiere hacer a la derecha antichavista. En Brasil, al mismo tiempo, ante las elecciones del año próximo, la derecha no parece tener ni candidato claro ni posibilidades de victoria; la economía está algo mejor y el gobierno cuenta con el apoyo de las trasnacionales, el agronegocio y el gran capital nacional, a los cuales ha hecho grandes concesiones, y no enfrenta fuertes protestas sociales.
En Uruguay, en cambio, existe la posibilidad de que Tabaré Vázquez, la derecha del Frente Amplio, sea el nuevo presidente, lo cual debilitaría los lazos con Brasil (y con Venezuela), agravaría las tensiones con Argentina y fortalecería una tendencia a acercarse a Estados Unidos y a tratar de formar un bloque muy moderado en la Unasur, pero ese cambio sería gradual y cuantitativo, no cualitativo. El nuevo gobierno colorado de Horacio Cartes, corrupto y de derecha, en Paraguay está por su parte muy ligado a Brasil y no podrá mantener la oposición al papel de Venezuela en el Mercosur ni oponerse eventualmente al ingreso de Ecuador y Bolivia.
En cuanto a Perú, el moderado Ollanta Humala sigue bajo el fuego derechista de Alan García y del fujimorismo y además tiene el problema fronterizo con Chile, lo cual, unido al crecimiento económico, permite pensar que en lo inmediato mantendrá su política. En Colombia, el presidente Santos mira con un ojo lo que sucede en Venezuela, tratando de no comprometerse con la derecha de ese país y de mantener el comercio fronterizo; con el otro ojo vigila el sabotaje constante que le hacen el ex presidente Álvaro Uribe y la extrema derecha, y trata de contrarrestarlo con las negociaciones de paz con las guerrillas y con promesas vagas de reforma agraria.
En Ecuador, Rafael Correa se afirmó mucho frente a la derecha con su control de la Asamblea y la oposición social de izquierda está más débil que nunca, lo cual le da importante campo de maniobra a un “progresismo” oficial de tipo socialcristiano. En Bolivia la derecha no está en condiciones de enfrentar al gobierno de Evo Morales que, por el contrario, encuentra oposición en los movimientos sociales, pero ha logrado progresos para la economía en general. Lo más interesante en el continente se está produciendo, por último, en Chile donde las luchas indígenas, las huelgas y el constante movimiento estudiantil por una educación laica, estatal y gratuita coinciden con la candidatura presidencial de Michelle Bachelet (aunque no la apoyan) y llevan así a ésta y al Partido Socialista a correrse algo hacia la izquierda. Por lo tanto, para el futuro próximo es previsible una Unasur más moderada, un retraso en los planes integracionistas promovidos por Chávez y un Mercosur aún más limitado y con abundantes conflictos internos donde Brasil pesará más que en el reciente pasado y Venezuela menos, pero no son previsibles cambios dramáticos, a pesar de los puntos críticos venezolano y argentino.
En efecto, todo depende de hacia dónde se incline finalmente la balanza en la lucha por profundizar el proceso democrático venezolano, dar golpes reales al capitalismo, construir elementos de autonomía y de autogestión reforzando las comunas y los gérmenes de poder popular. Para derrotar a la derecha oligárquica y proimperialista hay que vencer a la burocracia, al centralismo autoritario, al verticalismo decisionista. Ese es el desafío para el próximo periodo, y del desenlace de esa batalla depende hacia dónde irá Venezuela, si hacia el pasado prechavista o hacia la construcción de elementos socialistas. Argentina también se enfrenta a un proceso electoral importante en octubre y a la renovación presidencial dentro de un año y medio. El 54 por ciento de los votos que obtuvo Cristina Kirchner quedó en el pasado y hoy el gobierno se da por contento con 35-40 por ciento, lo cual le permitiría ser, de todos modos, la primera mayoría frente a una oposición dispersa y conservar la mayoría en el Parlamento.
La elección presidencial aparece complicada, ya que es difícil que el gobierno obtenga la mayoría parlamentaria indispensable para renovar la Constitución, de modo de permitir una tercera elección de Cristina Fernández y no cuenta por ahora con otro candidato. Además, el ajuste económico no confesado provoca choques con los sindicatos e irrita a una oposición tan violenta, primitiva e insaciable como la venezolana pero más desunida que ésta. La clave del problema en Argentina es que la legítima protesta social contra la corrupción, el autoritarismo y la reducción de los salarios reales no encuentra una expresión política positiva. Como trataré de analizar en el próximo artículo, lo fundamental es por lo tanto el grado actual y la evolución futura de la conciencia y organización de los movimientos sociales y la independización de una izquierda anticapitalista de los confusos movimientos nacional-populares que han llegado a su límite.