Los titulares lo confirmaban. En abril de 2021, a un año de las pseudoestrategias por frenar la covid-19, Ecuador empezó su segunda ola. El personal de salud nunca dejó de trabajar, a veces doble jornada por día. Nos advertían, en público o privado, que debíamos cuidarnos. Mientras en la calle, las horas pico de tráfico y las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) volvían a ocuparse al 100% de su capacidad.
Entre horarios de restricción vehicular, reuniones virtuales, cuentas de redes sociales, libros electrónicos, tareas estudiantiles, recetas de cocina, videos de influencers, se repetía la frase: “En algún momento nos tenemos que contagiar”. Ese era el discurso que se enseñaba frente a la espantosa realidad de un país sin pruebas gratuitas, con despidos de personal de salud, escasez de medicamentos y las camas en hospitalización ocupadas y desocupadas igual que las mesas de cafeterías.
Durante un año, tratamos de esquivar el virus en casa. Aquel extraño murmullo coral que se repetía “me dio covid”, se escuchaba cada vez más cercano. De repente las huestes virales ganaban el territorio vecino y había que prepararse porque no lo podríamos evitar.
Mi esposo se contagió. Una semana antes de la crisis, confundimos los síntomas del ataque brutal con los de la gastritis. Creíamos que esos episodios recurrentes eran normales y acudimos a los buscadores de internet. Él terminaba tomando infusiones de manzanilla, antiácidos, vitamina C y omeprazol
Luego de 48 horas, algo distinto sucedió. Deseábamos creer que lo estábamos haciendo bien, que nos cuidábamos, que éramos solidarios y desinfectábamos lo necesario. Anhelamos que todos a nuestro alrededor repitieran la misma frase que nosotros: “no tenemos nada”.
“Tengo una tos extraña”, decía a los amigos con tono preocupado y entrecortado. La carraspera exagerada, el malestar y fastidio al no poder hablar y exhalar, ahora tomaron protagonismo sobre los minutos que parecían sin transcurrir. Ya no era suficiente con aguantar o imaginar respuestas. En el laboratorio, él tosió cuando un hisopo se abría paso por los rastros de una sinusitis de casi cuarenta años.
Poco a poco tomé conciencia y admití el contagio con el resultado entre los mensajes de texto. Yo aún respiraba profundo y podía oler los aromas de lo que se me cruzara en el camino. Mientras analizábamos lo que sucedía, él estornudó e inmediatamente sentí un escozor agresivo en mi laringe. A los cinco minutos estuve mirando una mancha blanquecina inédita sobre un papel de servilleta.
Escribimos a un médico que durante la visita virtual se acercaba al ojo de video para hallar algo que contribuya al diagnóstico. Seguíamos como espectadores de una realidad escabrosa mientras nos comentaba la levedad del caso. Pasaron cuatro días. Poco a poco, nuestras sonrisas, palabras, carcajadas y gestos de complicidad disminuyeron su velocidad. Nos preguntábamos de forma reiterada: “¿cómo estás?”.
La receta ante los síntomas leves funcionó en nuestros dos pequeños y yo, pero no en él. La revelación sobrenatural y enigmática tuvo que confesarse a mi familia. Recordé que mi hermana y su esposo contrajeron el virus hace seis meses cuando mi sobrina volvía con el virus importado de Francia y pudieron superarlo con una especialista en atención a “pacientes covid”.
Ahora sí, fuimos “pacientes covid”, un nombre tan urbano y colectivo al igual que las recetas caseras con infusiones, vitaminas, el dióxido de cloro y la ivermectina que venden hasta en locales de barrio, todos fáciles de conseguir por medio de mensajes personales. Para evitar la hospitalización hubo una condescendencia ciudadana que rozó en la solidaridad cómplice. Entre vecinos o conocidos se puso de moda tomar el dióxido de cloro cada quince días o la ivermectina cada tres meses. Nunca lo hicimos.
Ya era el cuarto día de contagio. A primera hora reaccionamos con un mensaje de texto de mi hermana que decía: “vamos a hacerle el TAC (Tomografía Computarizada)”. “El TAC es clave y es mejor que su esposo vaya a un hospital porque en casa se puede morir”, puntualizó la doctora y familia a la vez.
Primero llegamos a un centro médico para realizarle el TAC, pisando el acelerador a lo máximo permitido mientras averiguábamos dónde ser atendidos o conseguir oxígeno. Los resultados detectaron que el 60% de los pulmones de mi esposo estaban infectados por covid.
El sábado 10 de abril, en el Pablo Arturo Suárez, hospital situado al norte de Quito, a las 15h00, esperábamos un turno. Tras ser atendido, mi esposo fue diagnosticado con neumonía moderada y trombo embolia pulmonar. La prescripción fue clara: “necesita hospitalización”. El temor a ingresar a una Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) fue siempre un tema de conversación pendiente.
“Esto se soluciona en principio con tratamiento anticoagulante y corticoides, con 4 litros de oxígeno para que el paciente aumente su saturación y entre a observación en el área de hospitalización”, me advirtió una doctora de turno.
Él recibió oxígeno hasta las 21h00 en la zona de triaje (estación de atención al paciente). Antes de que el enfermero lo condujera al umbral del área de hospitalización, se nos permitió conversar. Le dije que va a estar bien y que se sanará. Se lo llevaron en una camilla con un protector plástico.
Anhelé de corazón que todo se detuviera, que despertáramos de esta pesadilla y saliéramos a caminar por ahí.
Estuve en la sala de espera hasta las 23h00, luego me informaron que debía retirarme. Durante quince días, cada mañana recibía llamadas con información de su terapia y recuperación. Luego iba al área de atención a familiares y como muchas personas hacían fila y entregaba almohadas, pijamas, medicinas, toallas, cepillos de dientes, jabones y pastas dentales.
Una vez apagado mi olfato, estaba tan cansada al momento de dormir que no podía leer, escribir o meditar. Tuve fiebre la primera semana, tomé los medicamentos y mejoraba. Ayudé a mis pequeños con sus comidas, clases y tareas. Me diagnosticaron una neumonía leve y auguraron que la sensación de falta de aire o cansancio se desvanecerá en dos o tres meses.
Mi doctora me ayudó anímicamente, porque gracias a su experiencia, supe que él sí se recuperaría y el virus ya no invadiría más sus pulmones. Habíamos pasado el “pico” de la infección. Nos hicimos exámenes y comprobamos que luego de diez días el virus empieza a morir en el cuerpo. Cuando le dieron el alta y lo fui a retirar al hospital para que regrese a casa, la recuperación fue evidente. Luego de 15 días más de confinamiento, pudimos sacarnos todos las mascarillas.
Los niños fueron monitoreados por su pediatra especializada, siguen en clases y hemos mejorado nuestra alimentación. Han pasado dos meses y aún seguimos sin olfato. Ahora solo resta realizar exámenes metabólicos de rutina.
El temor a ingresar a una Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) fue siempre un tema de conversación pendiente.
Más historias sin UCI
Uno
El contagio de la familia de Elena Ortiz, su madre, hermano y cuñada, sucedió por medio de uno de los hijos de la pareja que volvió a su trabajo presencial. Desafortunadamente nunca pudo identificar los síntomas de covid-19, porque el médico que lo atendió los confundió con los de laringitis o bronquitis.
Toda la familia enfrentó un período doloroso, fueron rechazados en todos los hospitales porque ya no había lugar. La única opción fue curarse en casa con la guía de un médico. Todas las empresas ofrecían un mínimo stock de oxígeno a cambio de un adelanto y garantías por el equipo. Mientras planeaban enfrentar la muerte, su madre de 85 años también se contagió y en cinco días tuvieron que contratar un tanatorio.
Dos
Conocí a otra familia entera que enfermó. La más afectada fue la madre de Ana López. Siete personas se contagiaron luego de una reunión familiar sin conocer al portador. Tomaron las recomendaciones de un médico, inyecciones de vitamina C, antivirales, infusiones, antibióticos, sueros, etc.
Pero fue demasiado tarde para la abuela porque el virus invadió 80% de sus pulmones. Ella fue asistida en una clínica privada donde falleció y que puso como condición para entregar el cuerpo el pago de los 10 mil dólares de deuda. Entre todos los miembros de la familia pagaron el saldo y simplemente guardaron sus restos en uno de los columbarios del cementerio. “Es muy triste todo lo que nos sucedió, no pudimos despedirnos de mi madre, murió sola y como si se tratara de retirar un objeto no la pudimos ver nunca más, sin funeral ni nada”, recuerda Ana.
Tres
Cecilia y Rodrigo Rodríguez pasaron 15 días en terapia intensiva. El primero en volver a casa fue él, sus dos hijos y nietos se turnaron para atenderle. Cuando ella estuvo en casa, una enfermera, tanques de oxígeno y laboratorios a domicilio entraban y salían de su departamento. Han pasado seis meses y ahora están en perfecto estado de salud. “Recuerdo con la violencia que abrían y cerraban la puerta del edificio y ocupaban el garaje de visitas, casi ni usaban mascarillas”, puntualizó una vecina de la pareja que no sabía si enojarse o solidarizarse con ellos.
Cuatro
Patricio y Patricia Vizcaíno de 60 años, con nueve hijos, hicieron una larga fila para recibir atención hospitalaria. Después de ser atendidos por 48 horas en un área improvisada de triaje, ella pudo ocupar una cama. Me comentó que antes de ella estuvo ahí un hombre que solo recibió cuidados paliativos mientras se apagaba su vida. Patricio debió esperar durante 24 horas para ser llevado también a hospitalización. Ahora todos están en casa atendidos por sus 9 hijos con edades de 20 a 35 años.
Cinco
La historia de Alberto Santander responde a la peregrinación por los hospitales de Quito en la segunda ola de incremento de casos que ocuparon al 95% los hospitales y clínicas. Al ver esto, él y sus familiares se deprimieron con la poca expectativa de recibir un tratamiento oportuno y porque no tenía 30 mil dólares para hacerse atender en una clínica privada. Mientras buscaban algún lugar, el virus invadió su cuerpo con violencia y murió.
Seis
Silvia, Gustavo Puente y su hija de 15 años, se endeudaron con 60 mil dólares para ser atendidos en una clínica privada, también en Quito. Solo ellas regresaron a casa. Toda la familia extendida les apoyó, pero ahora deben pagar la deuda sin el padre en casa.
“Twitter haz tu magia”
Mientras en el mundo se aprobaron tratamientos oficiales contra el SARS-Cov-2. Muchos medicamentos y algunos exámenes se encarecieron. Las redes sociales se convirtieron en las plataformas para buscar medicamentos. “Twitter haz tu magia”, es la imploración de muchas personas que buscan algunos medicamentos que escasean en hospitales públicos o privados.
Se buscan entre otros medicamentos el Redemsivir de 100 mg aprobado por la FDA como tratamiento para el SARS-Cov-2. También el Tocilizumab, un desinflamante que evita el daño pulmonar y generalizado. Escasea entre otras drogas, el sedante Midazolam fentanyl, el antibiótico Piperacilina Tazobactam que se aplica al paciente que además adquiere una infección bacteriana pulmonar. También hace falta el “Dimero D” para analizar los niveles de coagulación en pacientes covid.
Durante las horas que pasé en el hospital, delante mío varias personas preguntaban qué hacer porque su familiar había fallecido. A la vez, entraban de urgencia hombres y mujeres con la esperanza de vida porque su estado era crítico.
Alrededor de las áreas de salud, había grupos de personas vestidas de negro esperando llevarse a su familiar que perdió la batalla. Entraban, camiones con oxígeno para los hospitales pero salían furgonetas con los cuerpos para ser retirados de los tanatorios.
A “Gabriela”, paciente con cáncer en etapa III, le tocaba comprar su propio kit de solución salina y algunas drogas para la quimioterapia. “Cada visita a la quimioterapia me cuesta 400 dólares, no digas mi nombre, no quiero que me nieguen la consulta, es mi propia historia”, me espetó. A “Luis” le postergaban la cita de su diálisis, tuvo que pedir ayuda a familiares para pagar de forma privada lo que necesitaba de urgencia. “Enrique” insiste ser atendido desde hace tres meses para su artritis porque necesita no solo analgésicos sino un tratamiento a largo plazo. “Elena” perdió a su hermana en la travesía de encontrar un lugar para terapia intensiva porque tuvo un coma diabético.
Más deuda, menos sistema de salud
Recuerdo que en el último trimestre de 2019 se anunció la reducción de financiamiento a la salud pública y educación. Los despidos de enfermeras, médicos, auxiliares, directores y gerentes de hospitales públicos eran la tendencia en redes sociales. Mientras se decía que no existe dinero para despilfarrar, en junio de 2020 el Banco Central informó que se pagaba a Goldman Sachs Bank la cantidad de 370 millones de dólares para resguardar 1100 millones en oro y bonos de reserva del Estado.
Ya en 2017, se “invirtió” con Goldman Sachs, 300 mil onzas de oro y 606 millones en bonos. Estos recursos ofrecen un rendimiento económico de casi 11 millones de dólares que también sirven de garantía para un crédito por 500 millones de dólares. Pero esos recursos estaban a punto de quedarse en manos del Banco si no se pagaba la garantía.
La condición para recibir mil millones en créditos fue ofrecer una garantía de 2400 millones. Pero si los precios de la garantía bajaban, había que pagar el diferencial. Quienes saben de este tipo de transacciones, compran al Estado bonos de deuda y al final se benefician con este gambling y acumulan dinero.
Es decir, todo el dinero de salud pública y educación era puesto como garantía para hacer un préstamo, crear bonos de deuda y vender esos bonos que generan intereses acumulativos.
El 12 de marzo de 2020, la ministra de salud Catalina Andramuño renunció porque su plan para enfrentar la crisis no era factible, le dijeron que no se puede gastar más. Luego llegó Juan Zevallos y se hizo famoso por tener el plan de vacunación únicamente en su cabeza, además con la sospecha de dejar dañar al menos el 20% de los lotes ingresados en su administración. En seguida Rodolfo Farfán aplicó una ruta crítica para la vacunación masiva. Frente a la súper demanda de vacunas, el Ecuador compró vacunas y ahora recibe pequeños lotes mientras las farmacéuticas lograron abastecer la necesidad poco a poco.
Una vez que más del 70% de la población de Estados Unidos se ha vacunado, Joe Biden anunció que se donarán las dosis restantes dentro de la iniciativa COVAX. Eso supone 7 millones de dosis para países asiáticos; 6 millones para «socios» como México, Canadá, Egipto, Irak o Yemen; 6 millones para Brasil, Argentina, Colombia, Costa Rica, Perú, Guatemala y Haití; 5 millones para África. Pero Ecuador no está en esta lista de las primeras donaciones, como una muestra de la inexistencia de un plan integral de vacunación porque aún “tiene la capacidad” de comprarlas.
Mientras esperamos que todo pase, me pregunto, ¿Hasta qué punto hemos tocado la realidad? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos creer? Sigo pensando en aquel cambio de turno, cuando un nuevo jefe de equipo decía en voz alta a las enfermeras que acomodaban y traían oxígeno a los pacientes. Les reclamó:“¿qué hacen aquí tantas enfermeras y médicos atendiendo solo síntomas, deben estar en hospitalización o cuidados intensivos”.
Así mientras la política macroeconómica destruía el sistema de salud, nos advertían: “ustedes serán los culpables si no se confinan, deben cuidarse porque habrá tantos enfermos y enfermas que tendremos que priorizar a quién salvar la vida”.
Todo esto y más pasa mientras esperas en la sala de un hospital.
Así mientras la política macroeconómica destruía el sistema de salud, nos advertían: “ustedes serán los culpables si no se confinan, deben cuidarse porque habrá tantos enfermos y enfermas que tendremos que priorizar a quién salvar la vida”.
*Angélica Mendoza. Fotoperiodista viviendo entre las ramas del conocimiento y las hojas de los libros. Voy a pie documentando el arsenal de conciencia en la diacrónica sociedad ecuatoriana. Los certificados universitarios se traspapelaron con el tiempo. “La esperanza es gramática” (Steiner, 1997).