Colombia se ecuatorianiza y mejicaniza. La protesta exitosa del paro agrario al que se han multiplicado los participantes como los maestros, estudiantes y organizaciones o asociaciones sociales diversas, urbanas y rurales, sorprende en una Colombia habituada a la mano dura y a la imposibilidad de convertir a la calle en el escenario para decir verdades ocultas, necesidades imposibles de exigir y posiciones acorraladas por el silencio.
El inicio de la protesta agraria en el sur de Colombia decía que era una protesta de zonas indígenas y agrícolas dejadas a su cuenta, sus quejas son de hecho ya clásicas. El escenario creado y sus acciones eran las típicas que en Ecuador han hecho historia. Los vecinos cuantas veces observaron sobre el arte de cerrar vías, de escoger el momento para hacerlo, de definir sus propuestas entre las acumuladas del pasado y las recientes, de saber organizarse en consecuencia. En Colombia sobresalieron primero las indispensables de una economía que ahora no les aventaja. Se integraban necesidades del pasado al presente y creaba una identidad, entre étnica y la que la pobreza apela a varios sectores. Un éxito primero mal podía no ser noticia, bastó poco para establecerse como un verdadero éxito y a partir de entonces –en un par de días- indicar con los hechos que se rompía la siempre sutil y persistente amenaza de la autoridad del Estado colombiano. Convocaron así a más adherentes propios, se volvió causa local y enseguida se construyó el espacio para que nuevos sectores encuentren el momento propicio para decir también sus verdades.
Es algo mágico el éxito de la protesta. Cuando ella se da, dice mucho del contexto político y desde luego de la condición de la gente que protesta.
El presidente Santos no llega a lo que en Ecuador aprendieron varios presidentes, es desde luego otro sistema político y sociedad, dialogar abiertamente con los dirigentes de la protesta de tú a tú en la casa presidencial. Se anuncia que Santos irá a Ipiales, ¡que cambio para un presidente colombiano!, eso junto al anuncio anterior de apertura para el diálogo, que aunque no tuvo los resultados esperados, mostraba un nuevo lenguaje del poder político.
Que haya necesidades escondidas y otras más conocidas en el campo o la ciudad no es noticia, que haya descontentos tampoco es novedad, lo que los hechos ahora esperan interpretaciones es que se manifiestan y logran trascender lo local o la represión primera. Algo dice esta exitosa protesta que el sistema colombiano está en plena mutación, no sólo porque prosperan los diálogos para al fin suturar la herida que causa un país en guerra interna, sino porque los cambios sociales que Colombia ha acumulado ahora se expresan e indican a maravilla que el sistema de la política no puede dejar también de cambiar. La protesta dice que hay nuevos actores sociales a quien no se les dio derecho a ser protagonistas y ahora lo reivindican sin otro ariete que la credencial de tener derecho, una legitimidad que llega por ciclos en la historia. El poder político, puede ser que sea con Santos o no, ha respondido con una diplomacia no común en Nariño. Un indicador más de cambio.
Sin embargo, esta protesta trasciende el momento colombiano y algunas reivindicaciones del paro van contra los efectos del TLC; revela lo que México ya vivió en los 90 cuando los indígenas en Chiapas dijeron no al TLC firmado hacía poco, pues anulaba su economía. Encarnaron con su protesta la defensa de los que pagan los platos rotos de la creciente mundialización no hecha a su favor. Colombia ahora deberá también aprender que los TLC tienen costos y no son mínimos. La demanda por redefinir la economía y la política puede indicar que Colombia se adentrará en una fase de cambios que no podrán ser parches. A menos que las élites colombianas vuelvan a repetir las no-salidas que llevaron a justificar la existencia de las FARC.
