09 de febrero 2018
¿Por qué los votantes de clases populares apoyan hoy opciones de derecha extrema contrarias aparentemente a sus intereses? ¿Qué es hoy la clase y la política de clase?
En el veinte aniversario de la muerte del filósofo Cornelius Castoriadis, una reflexión a partir de su trabajo sobre la experiencia del movimiento obrero.
¿Por qué una fracción significativa de los votantes de las clases populares que antes sostenían electoralmente opciones progresistas (socialistas, comunistas) apoyan hoy decididamente a los populistas de derechas como Trump o Marine Le Pen… aparentemente contra sus propios intereses?
Esta pregunta dispara en diferentes contextos (EEUU, Europa) debates encendidos en el campo progresista. ¿Habría que “volver” a una política que ponga en primer plano las cuestiones económico-materiales-de clase en vez de las cuestiones culturales-identitarias-de valores donde la derecha parece moverse como pez en el agua?
¿O bien es justo al revés: es en el terreno cultural justamente donde se encuentra el humus en el que podría gestarse un nuevo sujeto amplio (ya no la clase, sino “el pueblo”) que no está dado en la realidad, sino que podría articularse en torno a símbolos y polos de identificación abiertos, transversales?
¿Quién es hoy el sujeto de cambio? ¿El pueblo o la clase? ¿Quiénes somos, en definitiva, “nosotros”?
Me temo que este interesante debate se desarrolla en general -desde luego en España- muy sesgado por las claves partidarias y electorales. Desde ahí, las dos concepciones mencionadas antes comparten mucho en el fondo.
En primer lugar, ambas entienden la política como la acción de “ganarse a las mayorías sociales”. La política queda dividida así entre un sujeto (el Partido, el núcleo irradiador) y un objeto (la gente o las clases populares) a convencer, a interpelar, a seducir, etc.
¿Cómo puede el sujeto representar mejor al objeto? ¿Mediante qué imágenes, qué temas, qué tipos de liderazgo, qué identificaciones?
¿Se trata de “reflejar” con toda la fidelidad posible la identidad, los gustos y los intereses de un grupo sociológico ya constituido? ¿O bien de construir una nueva voluntad colectiva articulando diferentes fragmentos sociales en torno a “significantes vacíos”? ¿Coldplay o Quilapayún, el puño cerrado o la v de victoria? En ambos casos la política se piensa fundamentalmente como “política de comunicación”.
En segundo lugar, ambas comparten también el marco y el horizonte de la acción: es la soberanía, la “restauración” de un Estado fuerte con márgenes de maniobra frente al mercado. Es el “orden” o la capacidad de disputar a la derecha populista la “demanda de seguridad” de las “víctimas de la globalización” a través de la propuesta de un “regreso” al Estado del bienestar. Es la “renacionalización” de la política, ya sea con base en la vieja clase obrera nacional o en un nuevo sujeto colectivo popular.
Política de comunicación, política electoral, política de la soberanía: no es de extrañar que aquí se trate de un debate muy interno a Podemos.
Me gustaría proponer otro punto de partida: la clase nunca fue un conjunto de opiniones, identificaciones y comportamientos electorales, sino un mundo. Un mundo hecho de muchos mundos, de instituciones y tradiciones propias, de espacios y lugares comunes, de imágenes de referencia y de vínculos fuertes, de prácticas discursivas y no discursivas. Lo que ha estallado ya hace años es ese mundo, y en el vacío que resulta todos los monstruos son posibles: clases populares que votan a la derecha extrema, etc.
¿Podemos pensar las cuestiones del sujeto de transformación y el nosotros en términos de experiencias de mundo y no de comportamientos electorales? Propongo para ello dar un paso atrás y tomar impulso en las reflexiones sobre el movimiento obrero del filósofo greco-francés Cornelius Castoriadis, de quien se cumplen estos días 20 años de su muerte.
El proletariado como experiencia
Desde 1948 a 1965, Castoriadis milita en el grupo revolucionario Socialismo o Barbarie que, con la idea de la “autonomía del proletariado” como bandera, se mezcla y piensa a fondo las luchas del movimiento obrero de posguerra: huelgas en la industria automovilística, movilizaciones de los obreros portuarios, revueltas anti-burocráticas en el Este de Europa, etc.
En 1974, Castoriadis recoge en dos volúmenes sus textos sobre la cuestión obrera publicados antes en la revista homónima de Socialismo o Barbarie. En el prólogo, se plantea filosóficamente la pregunta: ¿qué tipo de actor histórico, político y social es el movimiento obrero? ¿Qué tipo de sujeto de transformación y de “nosotros”?
Según el marxismo más ortodoxo de la época con el que Castoriadis discute, el proletariado tiene una definición objetiva: es lo que es por su posición o situación en las relaciones de producción capitalistas (la “clase en sí” según Trotsky).
De ese “ser objetivo” se deduce una “misión” o “finalidad histórica” (la “clase para sí”): el progreso de la Historia, el fin de la sociedad dividida en clases, la emancipación de la humanidad entera, etc.
Y la conciencia de ese “ser” y de esa “misión” debe serle “inyectada” desde fuera, encerrado tal y como está el proletariado en las cuestiones inmediatas de la supervivencia cotidiana, por una vanguardia consciente organizada en Partido.
El debate puede resultar quizá algo lejano, pero creo que tiene resonancias muy actuales. El esfuerzo de Castoriadis es pensar el movimiento obrero no como un producto, una cosa o una víctima, sino fundamentalmente como un hacer, como su propio hacerse.
Por un lado, no basta que haya obreros para que haya clase obrera. La clase no se define por su situación en las relaciones capitalistas de producción, sino que se hace a partir de ellas. No es pues un grupo sociológicamente constituido, ni tampoco es un “reflejo” o una “respuesta automática” ante su posición. Es en buena parte su propia creación: de formas organizativas, de vínculos sociales, de una entera cultura política.
“La historia del movimiento obrero es la historia de la actividad de personas pertenecientes a una categoría socioeconómica creada por el capitalismo mediante la cual esa categoría se transforma… Se transforma al transformar la pasividad, la fragmentación, la competencia que desea e intenta imponerle el capitalismo en actividad, en solidaridad, en colectivización”.
Tampoco es una “cosa”. No es una mercancía por ejemplo. Una definición clásica de ‘proletario’ dice: es aquel que tiene que vender (por un salario) su fuerza de trabajo para sobrevivir, una vez le han sido arrebatadas las condiciones de subsistencia autónomas.
Pero Castoriadis se pregunta qué tipo de mercancía es esa y responde: no es una mercancía como las demás. No sólo porque, como explique Marx en El Capital, “produzca más de lo que cuesta a su comprador”, sino porque la rentabilidad que se extrae de ella (la plusvalía) es el resultado de una pelea que tiene lugar a lo largo y ancho del proceso de producción.
“Cuando el empresario compra una tonelada de carbón sabe cuántas calorías puede extraer de ella, el negocio está para él terminado. Cuando ha comprado una mercancía fuerza de trabajo, el negocio no hace más que empezar. Lo que podrá extraer de ella como rendimiento efectivo será el resultado de una lucha que no se detendrá ni un segundo durante la jornada de trabajo. Ni el estado de la técnica, ni las “leyes económicas” bastan para determinar lo que es una hora de trabajo”.
Hay lucha de clases viene a decir aquí Castoriadis. Y es la lucha de clases la que crea las clases, no al revés.
Lucha de clases no solamente explícita o manifiesta (una huelga, una insurrección), sino también informal, invisible y subterránea: pequeños sabotajes, frenados en los talleres, contraorganización del trabajo. Y esa lucha “micro” constante y subterránea tiene efectos “macro” gigantescos: en la evolución de la técnica, en la orientación de la acumulación capitalista, en los niveles de paro y empleo, etc.
En definitiva, la mirada sociológica-objetiva es ciega al hacer y al hacerse de la clase. Sólo ve objetos, no la lucha. Sólo ve categorías, no experiencias. Sólo ve el punto de partida, no la transformación. Sólo ve el origen, no las metamorfosis. Sólo ve las determinaciones, pero las determinaciones son una “presión” o un “límite” y no una fatalidad o un destino. Son las condiciones a partir de las cuales el proletariado hace y se hace.
Por otro lado, el movimiento obrero no es el agente ciego de una “finalidad” que haya de serle inyectada desde fuera. Ni tampoco es un “momento” de un todo ordenado, teleológicamente, hacia un objetivo. Es una singularidad histórica, no la pieza de un plan maestro.
Según Castoriadis (y antes de él, E. P. Thompson), el proletariado no esperó a Marx para comprender la explotación o la teoría del valor-trabajo: ya está formulada en la prensa obrera de comienzos del XIX. No esperó a los revolucionarios profesionales para crear formas propias de autoorganización, lucha y ayuda mutua (Comuna, consejos, shop-stewards). No esperó a ninguna vanguardia consciente para crear un proyecto histórico propio que habla de abolición de las clases y organización universal de los productores. Y no esperó a nadie para darse sí mismo algo que va mucho más allá de una simple “toma de conciencia”: una cultura emancipada.
Merece la pena tal vez detenerse aquí un instante. ¿Qué es la cultura obrera? Es, en primer lugar, el rechazo a conformarse con la cultura que le “corresponde” por nacimiento y posición. La emancipación “estética” obrera fue la entrada en la escritura de gente que vivía -y que supuestamente debía vivir- en el mundo “popular” de la oralidad.
“Desde 1800 a 1840, el proletariado inglés se alfabetiza prácticamente por sí mismo, reduce sus noches ya breves y sus domingos para aprender a leer y escribir, y sus salarios de miseria para comprar libros, periódicos y velas. La clase obrera lee a Paine, a Voltaire, a Volney… Retoma en su propio hacer instrumentos y contenidos de la cultura burguesa existente y les confiere una nueva significación”.
Al proletariado le corresponde la oralidad, pero aprende a leer y escribir. No le corresponde la cultura burguesa, pero se la reapropia y resignifica. La emancipación estética obrera consistió en hacerse capaz de lo imprevisto. En fabricarse una nueva piel sensible a aquello que está supuestamente fuera de su alcance.
Hoy, en lugar de la oralidad puede ser el trap o el reggaeton, pero se nos viene a decir un poco lo mismo: la cultura de las clases populares es la que les toca. En nombre de la sana crítica de un elitismo (“no despreciemos el trap o el reggaeton”), se reproduce otro: se presupone la incapacidad de las clases populares para entender, disfrutar o reapropiarse de formas, imágenes o enunciados complejos. “No pueden entender palabras raras, no tienen luces para seguir un pensamiento abstracto, no les preocupan las cuestiones de sentido, sólo tienen intereses materiales, no tienen tiempo para otra cosa que no sea ver la tele, no experimentan alegría, sólo rabia y desesperación, etc.”.
El elitismo es siempre la presuposición de la incapacidad del otro. La labor policial es fijar lo que la gente puede o no puede según su origen. Emanciparse es hacer una experiencia de lo impropio, ir más allá de uno mismo, no simplemente la afirmación de lo propio, de lo que te toca, de lo que te corresponde.
En definitiva, Castoriadis propone redefinir el movimiento obrero, no como un objeto de explotación o una víctima sufriente, sino como una fuerza social determinante. Y en esa redefinición el concepto clave es el de experiencia. ¿Qué es la experiencia? No “lo que nos pasa”, sino la elaboración de lo que nos pasa. Una elaboración que trasciende lo dado y crea lo nuevo.
La fuerza subversiva del movimiento obrero consistió en hacer una experiencia capaz de desafiar la definición capitalista de la realidad: el ser humano existe para la producción. Una definición no escrita en los libros, dice Castoriadis, sino inscrita en el actuar de los hombres y las mujeres, en sus relaciones, en su organización, en su percepción de lo que es, en su afirmación y búsqueda de lo que vale. El capitalismo quería proletarios que fueran sólo “una mezcla de orangután y robot”, como decía Henry Ford, pero el movimiento obrero respondió creando -por su actividad y su lucha- seres humanos capaces de leer y escribir, de pensar y poetizar, de autoorganizar su trabajo.
Política del encuentro
La configuración de la clase obrera europea analizada por Castoriadis estalló hace años, él mismo lo constata ya en ese texto de 1974. En parte debido a la propia ofensiva neoliberal contra los movimientos de los años 60 y 70: deslocalizaciones, cierre de fábricas, desempleo, etc. Es decir, nada se asemeja hoy a lo que fue la política obrera de la lucha de clases y sus niveles de conflictividad, de contrapoder, de contraorganización social.
Podría decirse de alguna manera que hemos vuelto a 1800. Partimos de ese estallido, de esa explosión. Sólo hay fragmentos: luchas y movimientos de precarios, de mujeres, de migrantes, de las formas supervivientes del trabajo garantizado.
Imaginemos lo siguiente: una nueva figura de clase podría surgir de la multiplicación de los cruces y los encuentros entre los distintos fragmentos. ¿No fue también en su día la primera configuración proletaria el efecto de las alianzas impuras entre “labourers”, “mechanicks”, burgueses e ilustrados radicalizados por la Revolución Francesa, capas plebeyas y artesanas, etc.?
“Que el número de nuestros miembros sea ilimitado” decía la primera de las “reglas fundamentales” de la Sociedad de Correspondencia de Londres en 1792. El movimiento obrero nunca fue el “bloque” o el “frente” de que nos hablan los relatos más estereotipados, sino siempre un patchwork, un collage y un frankenstein de distintas formas de vida y de trabajo. Un nosotros abierto e incluyente que aspiraba a tener “miembros ilimitados”, tal y como relata E. P. Thompson la formación (mejor el hacerse, el making) de la clase obrera inglesa.
No se trata de “pegar” los fragmentos para volver a obtener la vieja configuración, ni tampoco de reunir los pedazos en torno a un fragmento central o privilegiado (ya sean los obreros blancos o el cognitariado), sino de multiplicar los encuentros sin remitir a un centro y crear a partir de ellos una nueva figura.
Podríamos hablar entonces de una “política del encuentro” como pre-condición para la emergencia de una nueva figura de clase a partir de la condición más común y compartida hoy: la precarización general de la existencia.
Un pequeño ejemplo al que pude asistir en directo: la tentativa que hicieron algunos jóvenes del movimiento Nuit Debout de desplazarse desde el centro a los barrios periféricos de París buscando atravesar la fractura entre dos juventudes precarizadas pero de diferente modo y con distinta intensidad, buscando no “captar” o “concienciar”, sino el encuentro, el diálogo y el roce (tenso, qué duda cabe) con la juventud de las banlieues.
El encuentro se hace saliendo de tu lugar. Es decir, la política del encuentro no es exactamente una política del interés o de la identidad. Es, como dice Sandro Mezzadra, “una política en movimiento de la solidaridad y lo común”. Lo común no es una suma de intereses o identidades. Hay que salir del propio lugar (interés, identidad, lenguaje) para ir al encuentro del otro.
El peor enemigo son los estereotipos. La caricatura del otro tapa nuestros oídos, impide el encuentro afectivo y efectivo. Por ejemplo, juzgar a quienes piden más seguridad en un barrio popular automáticamente como “fascistas”, en lugar de escuchar, captar la ambivalencia de esa demanda de seguridad o tratar de componerse. O ridiculizar los movimientos de jóvenes precarios como “privilegiados” o “pijos”. O presuponer lo que algo puede dar de sí -un movimiento, una persona- a partir de su origen de clase. Nada menos “elitista”, menos “ensimismado” y menos “narcisista” por ejemplo que los militantes (de clase media, etc.) que han dado vida en estos años -junto a los afectados directos- a experiencias como el Ferrocarrril Clandestino, las Oficinas de Derechos Sociales, la PAH o Yo Sí Sanidad Universal.
La teoría como escucha y diálogo
Por último, creo que el ejemplo de Socialismo o Barbarie podría ser también inspirador, en condiciones por supuesto muy cambiadas, a la hora de pensar hoy las relaciones entre pensamiento y política de transformación.
Socialismo o Barbarie partió de esta pregunta: ¿si no puede encontrarse al proletariado en su representación (en el Partido, en la Teoría), dónde buscarlo entonces? Hemos adelantado ya la respuesta: en su experiencia misma, en su hacer y hacerse.
-En la actividad productiva misma, en el trabajo, donde el proletariado no sólo es un engranaje, sino también autoactividad y autoorganización.
-En las luchas explícitas: huelgas, episodios insurrecionales, etc.
Pero, ¿cómo escuchar la experiencia, cómo ir a su encuentro, como hacerla circular? Es la tarea del pensamiento, la tarea de los intelectuales revolucionarios. Hay que inventar instrumentos de escucha, de contacto, de circulación. En el caso de Socialismo o Barbarie, podemos citar por ejemplo:
-La recogida de testimonios obreros. En cada número de la revista había un apartado especial llamado “La palabra a los trabajadores” donde se publicaban relatos en primera persona sobre la vida cotidiana y el trabajo.
-Las investigaciones (encuestas obreras) sobre el terreno. En los momentos de lucha abierta (por ejemplo las huelgas mineras belgas de 1961), el grupo se esforzaba por acercarse, preguntar y conocer desde dentro qué pensaba y cómo lo vivían los protagonistas.
-La propia composición mixta del grupo. En Socialismo o Barbarie participaban tanto intelectuales revolucionarios como trabajadores de base (Daniel Mothé en Renault, Henri Simon, Jacques Gautrat…). No se trataba de tener una “cuota obrera”, sino de producir otra experiencia del pensamiento a partir de un encuentro en igualdad entre diferentes, con todas las dificultades que ello implica.
Una teoría revolucionaria no puede ser igual que una teoría clásica sólo que con otros contenidos. Un intelectual revolucionario no puede ser igual que uno convencional sólo que habla de revolución. La teoría no puede ir sola, con piloto automático, salir simplemente de cerebros y libros. El intelectual no puede pasarse el día hablando de sujetos -las clases populares, etc.- que ni se enteran de ello. La teoría debe ir al encuentro de la experiencia, escucharla y ayudar a conceptualizarla y comunicarla. El intelectual debe medirse inmediatamente con aquellos sujetos de los que está hablando.
La teoría revolucionaria no presupone lo real, codificándolo a partir de tal o cual esquema conceptual a priori. No habla de los demás ni por los demás, sino que sabe escuchar. Es por tanto un diálogo y un hacer: una co-producción entre la experiencia y el pensamiento. Y requiere ella misma de un desplazamiento: salir de tu lugar, abandonar los estereotipos (de lo intelectual o de lo popular) e ir al encuentro. Ese es el legado más fuerte de Socialismo o Barbarie y nos tocaría hoy a nosotros traducirlo al presente.
Texto escrito para las jornadas “Cornelius Castoriadis: un filósofo para pensar el presente. En el veinte aniversario de su muerte” organizadas los días 6 y 7 de febrero en la Universidad Autónoma de Madrid.
Referencias:
“La cuestión de la historia del movimiento obrero”, Cornelius Castoriadis, La experiencia del movimiento obrero, Vol. 1. Cómo luchar, Tusquets 1979.
“La fuente húngara”, Cornelius Castoriadis, La exigencia revolucionaria, Acuarela Libros 2000.
La formación de la clase obrera en Inglaterra, E. P. Thompson, Capitán Swing 2012.
Construir pueblo, Iñigo Errejón y Chantal Mouffe, Icaria 2015.
Amador Fernández-Savater sobre Socialismo o Barbarie y la Internacional Situacionista (vídeo).
“De la autonomía obrera a la autonomía social: la experiencia de Socialismo o Barbarie”: entrevista a Daniel Blanchard, Luchas autónomas en los años 70, Traficantes de Sueños 2008.
“Hacer algo ‘contra’ no construye un comunismo positivo” de Jacques Rancière
“Por una política de clase a la altura de los tiempos” (en italiano) de Sandro Mezzadra
Fuente: http://www.eldiario.es/interferencias/clase_obrera-Cornelius_Castoriadis_6_738486148.html