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domingo, diciembre 22, 2024

(RE)PRODUCIR LA VIDA COMÚN. Entrevista a Raquel Gutiérrez

Publicado en Diagonal 

Marzo 16 de 2017

¿Cuáles son los problemas centrales en los procesos de autonomía social? ¿Por qué organizar y sostener la vida van juntos? ¿Cómo coproducir un «nosotros» no identitario? ¿Qué son las tramas comunitarias?¿Es posible transformar las instituciones desde la racionalidad del Estado? ¿Qué vínculos existen entre los gobiernos progresistas y la lógica masculina? Son algunas de las importantes cuestiones que Raquel despliega en esta conversación con la precisión y sensibilidad tan enormes que la caracterizan. 

Raquel Gutiérrez Aguilar militó en el EGTK  (Ejército Guerrillero Tupac Katari) junto a otros como Felipe Quispe, líder actual del Movimiento Indígena Pachacutik-MIP y Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia. En abril de 1992, fue detenida por participar en la guerrilla. Salió de la cárcel en 1997 y volvió a la actividad política, involucrándose, más adelante, en la Guerra del Agua. Regresó a México en 2001. Toda su vida ha estado ligada a experiencias de autonomía en Latinoamérica, como ella misma dice, puro tejer, tejer y tejer. De formación matemática y filósofa, Raquel es profesora en la Benemérita Universidad de Puebla, donde coordina el Seminario de Investigación Permanente «Entramados comunitarios y formas de lo político», junto a Mina Lorena Navarro y Lucía Linsalata. En los libros, Desandar el Laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea (1999) y ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social (2006), reflexiona sobre el poder, sus años en la cárcel, los procesos colectivos, la construcción y rebelión en lo femenino… Raquel es pura inspiración para pensar nuestro tiempo. Además de ofrecer un mapa que nos orienta a pensar de otro modo (¿subversión feminista del pensar?), insiste en una clave que aplicar a todos los ámbitos de la vida: desordenar, deformar, nunca, nunca conformar.

La entrevista es intencionalmente larga, aún a riesgo de que no resista los tiempos de la inmediatez. Sin embargo, la palabra de Raquel merece un tiempo más sosegado, de tránsito y flujo, como la creación y sostén de los procesos colectivos.

Sostener los deseos colectivos, coproducir un nosotros inclusivo

¿Cuáles son las preguntas que te han acompañado a lo largo de tu camino y que, de algún modo, te siguen sirviendo para pensar la transformación  social?

La pregunta que siempre me ha acompañado puede resumirse del siguiente modo: cómo se garantizan las condiciones para la sostenibilidad de la vida. Siempre he tratado de pensar cómo hacer para sostener la vida, tanto en términos individuales como luego en términos colectivos. Es una pregunta que tiene un carácter inefable porque se trata de un problema que no estaba en las luchas; aunque las acompaña a lo largo del siglo XX, no era claramente expresado ni visible.

Durante muchos años milité en una organización política guerrillera que jamás aceptó financiamiento de nadie. Los compañeros usaban la consigna «quien paga manda». Aquí la idea es clara: no hay autonomía política sin autonomía material. Lo cierto es que pude ver cosas muy sórdidas de lo que ocurre y cómo se puede mermar la autonomía desde la cooperación internacional –como en la injerencia de países que apoyaban la revolución en El Salvador en los 80´s–.

Entonces, a partir de esta cuestión, trénzale lo que quieras: cómo encontramos la capacidad para impulsar un deseo colectivo que se arma en continuas deliberaciones. Pero no se trata solo de fantasear, también hay que lograr plasmarlo. En el momento más potente de la lucha armada, en la última ola de quiebre de los esfuerzos emancipadores en América Latina, lo que vi en Bolivia, en Argentina y lo que más o menos percibí en Ecuador, está relacionado con este problema de sostenibilidad, no en términos de sustentabilidad, de cómo el capital da vueltas, sino de organización del conjunto de procesos materiales y emocionales que abren la posibilidad de disfrute y creación de lo que más o menos entendemos por vida vivible o vida digna.

No hay que olvidar que ambas dimensiones van juntas: se trata de procesos materiales y emocionales de producción de vínculo; un tipo de vínculo que es el que genera capacidad. A la cuestión del equilibrio emocional le doy mucha importancia porque me ha tocado ser mediadora de conflictos en contextos muy difíciles. Hacer ver la importancia no tanto de la tolerancia, sino de la disposición a producir un vínculo fuerte. En este sentido, hay que saber distinguir cuándo de plano romper, echarse un pleito (como dicen: «más vale un buen pleito que mil amarillosos») y cuando lo que conviene es convertirte en blanco para neutralizar los amarillosos y volver a jugar. Eso es un proceso emocional que tiene que ver con «la dimensión sensible de lo político»: estar al tanto de la dimensión sensible, de lo que estamos sintiendo y que vamos, por tanto, sabiendo.

¿Qué herramientas dirías son útiles para desarrollar esta dimensión sensible de lo político de la que hablas?

Ahí no sé, es pura intuición, pero yo he ensayado un par de cosas que podrían servir.

Es muy interesante si la primera vez que percibes agresividad en una intervención la cortas de tajo. Yo le llamo a eso, en corto, «desplegar la capacidad de castración». Cuando viene de compañeros varones y empieza a pasar que se descalifica al otro para imponer tu punto, ahí lo importante es cortar inmediatamente: o se habla de otro modo o una se va a retirar. Eso es algo que he experimentado muchas veces. Luisa Muraro lo llama ejercicio de autoridad, que tiene que ver con establecer que todos caben, que todos tienen que caber. Hay una especie de autoridad simbólica que puede movilizarse. No es una autoridad prescriptiva, autoritaria o jerárquica del tipo «porque yo mando», sino una autoridad que te reconocen los otros. Y sin ese reconocimiento no se produce.

Diría también que hay que discutir con palabras dulces: hay que cuidar no ofender. Y yo lo que noto, en mi modo particular de sensibilidad latinoamericana, es una gran sorpresa por la rudeza de España, donde no sabes si te están regañando, se están peleando o qué. Es muy difícil. Se trata, por tanto, de hacer todos los esfuerzos para que se discuta con palabras dulces, porque eso es también poner en el centro el cuidado en contextos donde predominan formas más rígidas y jerárquicas.

En Latinoamérica, hay otro cultivo de la palabra, de la poesía, hay otras formas diferentes del decir que no pasan solo por lo racional, por lo discursivo, y eso está presente también en la política.

Sí, quizá eso tiene que ver con la posibilidad de producir «nosotros». Y producir nosotros es coproducir un artefacto de inclusión; es coproducir el artefacto que nos incluye, no que nos identifica racionalmente, sino que nos incluye.

En los procesos políticos se percibe si hay posibilidad de coproducir el artefacto de inclusión que nos toca, que nos hace estar juntos en objetivos concretos y particulares. Y luego en otros y otros. Por eso, el asunto de la identificación me asusta mucho. Y, por eso, pensando en mi propia experiencia, entiendo que a los grupos potentes, los grupos así ferozmente vigorosos y enérgicos, como muy vitales, les cuesta mucho trabajo ponerse nombre. Porque ponerte una identidad te fija, te inmuta.

¿Puedes explicar más esta idea de producir «nosotros» no desde la identificación racional sino desde la inclusión? ¿Tiene que ver con que la identificación rígida necesita construir una sustancia externa que de antemano se opondría a otras?

Sí, te lo fija y te lo cierra. Y entonces se mete en el dispositivo aristotélico por excelencia del principio del tercero excluido. Alguien amaziza o amachina, como decimos aquí, se apropia de la prerrogativa de excluir. Y entonces empieza una pelea para que se amplíe la posibilidad de excluir y se descuidan totalmente las formas y los términos a los que va jugando esa inclusión amorfa, más vital, donde sí cabemos, sin tanto desgarramiento porque entramos y salimos, donde no es sí o no, sino que existe una gama de grises.

Crítica al conocimiento objetivo: alguien te parió, luego existes.

-En algunos textos insistes en la idea de un materialismo diferente, que no se opondría al idealismo clásico, porque la materia se produce siempre subjetivamente. Desde ahí, cuestionas que exista algo así como un conocimiento objetivo. Pero, en ocasiones, cuando se plantea la crítica al conocimiento objetivo, parecería que caemos irremediablemente en un relativismo desde el que no es posible conocer de «verdad». Sin embargo, argumentas que lo que está en juego es otra forma de conocer, que no es menos válida o menos verdadera, sino otra manera que desmonta las dicotomías convencionales entre objeto y sujeto, materia e idea… ¿Cuáles son las consecuencias de esa crítica? 

A mí me gusta mucho la crítica que se ha hecho desde el pensamiento feminista al pensamiento occidental. ¿Nos vamos a creer lo de los padres, que no tenían madre en el sentido literal, que aparecen como si hubiesen nacido de gajo y luego viene el cartesianismo a decirnos aquello de «pienso, luego existo»? No es así, hay alguien que te parió y luego existes.

Esto tiene que ver con que una experimenta una ruptura, una separación entre la capacidad de sentir y la capacidad de razonar, y de los vínculos existentes entre las dos cosas, aún cuando tú inicialmente no la vives como tal. Cuantos más años tienes más sabes que lo que sientes se vuelve conocimiento y lo que conoces produce sentido y, por tanto, modifica y altera tu sensibilidad, de modo que se amplía o achica tu forma de percibir. Entonces, partamos de ahí, de esos vínculos.

A la disyunción objetivo/subjetivo, material/ideal, le contrapongo dos miradas. Por un lado, todo conocimiento siempre es intencional, es decir, supone toda una discusión contra la neutralidad del conocimiento objetivo, siempre hay un fin implicado. Cuando estás estudiando cómo se desarman las moléculas de hidrógeno para hacer una bomba atómica, tienes una intención concreta. Éste es el ejemplo más horroroso. Pero también cuando estás tratando de medir la pobreza trabajas para construir políticas públicas que contienen la pobreza codificada y recortada de una manera. No se puede negar la intención. En este sentido, tengo quizá la ventaja de haber sido de primera carrera matemática; entonces sé que la producción del número también tiene una intención. Parecería que cuando lo cuantifico entonces se vuelve neutro, pero no es verdad. Hay toda una discusión filosófica ahí.

Y la otra mirada que opongo tiene que ver con que a lo largo de mi vida he notado la fluidez entre lo que sabes y razonas y lo que razonas y sientes, y que, desde ese cruce, se alumbra lo que piensas. El resultado de eso es un conocimiento operativo, no un conocimiento teórico. Es el conocimiento de la lucha y es el conocimiento de la vida, es un sentido práctico. De nuevo, las matemáticas: no es lo mismo saber la ley conmutativa de adición de números reales a saber sumar. Tú puedes saber muy bien sumar y no conocer la ley de la adición, son dos cosas diferentes. La segunda es una capacidad solucionadora de problemas: encuentras un problema y lo solucionas, encuentras otro y lo solucionas y así.

-¿Y qué consecuencias tiene esto para la política? ¿Nos da otras herramientas para movernos: no es lo mismo partir de un argumento teórico acabado que cierre el sentido de nuestra lucha que lanzarse a un proceso de percepción abierto e ir armando herramientas teóricas desde ahí?

Operativamente, hay dos pares fundantes de la racionalidad muy básicos, el principio de tercero excluido y la contradicción particular/universal que, desde distintas vetas, muchas voces han estado discutiendo. La verdad es que no he entrado a ese debate en términos formales más que algunas veces. Pero hay que tenerlo muy a la vista en el momento de vivir, pelear y orientarse: exhibir al universal como vacío y desde los particulares plantear una ambición de generalización, siempre renovable, en la medida en que es producible porque efectivamente se va produciendo, coproduciendo y, con ello, ampliando y nunca jugando a las leyes de la lógica.

Sobre las tramas comunitarias

 –En Desandar el Laberinto, comentas que hay «una peculiar constitución de los sujetos en la modernidad» que tiene que ver con el proceso por el que la vida se va convirtiendo cada vez más y más en una mercancía. ¿Qué relación existe entre ese sujeto moderno, que se hace a sí mismo, que se considera libre en tanto desprendido de ataduras y el proceso de mercantilización de la vida que estamos viviendo hoy en sus dinámicas más perversas? 

La primera cosa contra la que peleamos todo el tiempo [se refiere en el Seminario Entramado Comunitarios] es contra el individualismo metodológico, que aparece en la academia dominante, principalmente en la anglosajona. Si vamos a tomarnos esta crítica en serio, ¿cómo lo hacemos? Pues una manera es recuperando el equilibrio interno de la trama comunitaria que habitamos en cada momento de la vida. Entonces, se produce un recorte distinto del que existe entre el sujeto que investiga y el objeto de estudio que opera en el trabajo académico.

Insistimos mucho en que «trama comunitaria» no es un concepto, sino un término del lenguaje que designa distintas cosas. Si designa distintas cosas, entonces, ¿para qué sirve? Para señalar lo que comparten en su diferencia. ¿Y qué comparten? Una capacidad de estar produciendo vínculos y de autorregularlos en condiciones diferentes y, con frecuencia, de gran adversidad. Entonces, puedes encontrar diversas formas de las tramas de lo común, de hecho hay muchas formas, no hay una única o pura. Hay formas en las cuáles no se parte de una condición de igualdad, puede haber una serie de procesos de jerarquización, una serie de despotismos; pero, al mismo tiempo, se encuentran un conjunto de elementos que refuerzan una vocación de estarse produciendo a sí mismos, como ocurre en el mercado mexicano del tianguis, o lo puedes encontrar también en una colonia popular o en un grupo de colegas o en una comunidad indígena, a eso estás aludiendo, y entonces hay que partir de ahí y las preguntas que salen, las preguntas teóricas, si las recorres a partir de la dinámica de producción de la trama son muy distintas. Se trata de entender su funcionamiento interno y compararlas con otras experiencias. Vas aprendiendo y coleccionando rasgos a los cuales atribuyes pertenencia y sentido, que son muy claritos en las luchas de este ciclo.

Ahí encontramos, por ejemplo, un cierto principio de horizontalización, que sería como un deseo, una mirada que se persigue, que se opera y que entonces se pelea contra dinámicas autoritarias; aunque no se imponen límites rígidos de manera inmediata. Quienes producen la trama no se espantan si, en algún momento, alguien condensa mayor capacidad, lo que hacen es amarrar los lazos que van a impedir que esa dinámica devenga en verticalidad. Por eso a mí me gusta más hablar de vocaciones horizontalizadoras porque finalmente es un asunto de articular diferencias, no de presuponer igualdades. En una asamblea de estudiantes y profesores, no es lo mismo cuando habla la alumna más tímida que cuando habla una profesora: las palabras, las expresiones, los recursos son distintos. Se trata justo de erosionar que alguien monopolice la producción de la decisión; de reconocer que esas diferencias y esos diversos aportes están en juego. En este sentido, una trama comunitaria sana es aquella que tiene capacidad de horizontalizar potencialmente.

También está la discusión sobre instituir y organizar: ¿Cómo vivimos, cómo nos organizamos? Si lo piensas en términos de tramas pues hay tramas que son heredadas, pero que se reactualizan, y hay que preguntarse en qué dirección son reactualizadas. Y también hay tramas novedosas, pero que no salen de la nada. Desde el comienzo, siempre existe una acción de reproducción, como la ley de conservación de la energía: en toda producción hay reproducción de algo que estaba previamente ahí. ¿Cómo se reactualiza lo heredado? ¿Y cómo se produce esta reactualización para que haya novedad? Se trata de ver cómo van pasando esas experiencias y qué vamos aprendiendo.

El modo en el que lo expresamos es el siguiente: tenemos que pensar el curso completo de la conservación y de la transformación, poniendo en el centro el conjunto de procesos materiales y simbólicos de reproducción. Porque hay un hacer generalizado, impuesto, que se empeña en establecer una separación, que todo el tiempo está dificultando esta manera de mirar y percibir lo común.

En relación a esto, sostienes que hay dos lógicas, la que rige los procesos de acumulación capitalista y la que rige las tramas comunitarias, que está siendo subsumida. Este esquema nos ayuda a organizar el pensamiento y las luchas, tiene mucha potencia, pero, ¿no corre el riesgo de idealizar las tramas comunitarias como aquello anterior a los procesos de acumulación capitalista? ¿Qué relación mantienen esas dos lógicas: es solo de sometimiento, de jerarquización o hay algún tipo de afectación mutua en otro sentido? ¿Cómo se combinan?

Eso es justo lo que estamos estudiando. Por eso, hacemos rastreo histórico, en especial el rastreo histórico genealógico y sentimos mucha afinidad con el historiador Peter Linebaugh. En su trabajo, trata de dar cuenta de que el mundo no estaba privatizado cuando empezó la historia, siempre había poderosos que intentaban delimitar el territorio, pero sobre todo intentaban establecer quién tenía la prerrogativa de decidir sobre su uso. Cuando el capitalismo se despliega como ofensiva brutal, una de las cosas que hace es concentrar los derechos, establecer quién puede hacer uso del espacio y quién no. En alguna época, lo público fue un lugar para usar; había mucho espacio público que ha ido disminuyendo. Y esto nos da claves muy brillantes hacia otras cosas. Son fundamentales los historiadores sociales que hablan de cómo la gente siempre está peleando porque no le quiten, porque no haya despojo.

Entonces: esta mirada histórico genealógica no apunta hacia la idea de que antes hubiera una cosa fantástica. No estamos hablando de un lugar idílico, sino de fijarnos cómo el capitalismo en su avance degrada, inhibe, modifica y se injerta con los viejos despotismos y los refuncionaliza para su propio fin. Porque contra lo que hay que pelear es contra la idea de que el capitalismo democratiza en el curso de su desarrollo, esta idea es totalmente falsa. Entonces, hay una clave histórica que tenemos que mirar.

Institucionalización y procesos colectivos: de-formar, re-formar, no con-formar(se). 

Sobre la institucionalización, argumentas, desde tu experiencia en Latinoamérica y, en concreto, en Bolivia, que la transformación no puede darse desde la misma racionalidad del Estado, como un contrapoder que operaría desde la misma lógica. Y que tampoco puede darse sin cuestionar el mismo orden civilizatorio. Pensando en España, ¿puede imaginarse un proceso donde en un primer momento no hay un cuestionamiento profundo de esos principios civilizatorios, pero que sí se va produciendo en su despliegue?

El asunto central es que la crítica a esos principios puede darse siempre, todo el tiempo, no hay un único momento. Y que quienes quieran incorporarse al desafío de «vamos a transformar en serio» requieren organizar la vida de otra manera, su propia vida inmediata, su capacidad de producir vínculos. Se trata de disolver aquello que marca las cosas como dadas y separadas y las contiene rígidamente. Se trata de preocuparse porque estemos haciendo aquello que nos gusta de un modo adecuado para que quienes están quepan; entonces, cuando eso es así, la vida inmediata recupera su carácter político, se vuelve una fuerza que erosiona y desafía sistemáticamente la lógica del capital, y que desde ahí puedes vislumbrar su disolución y eso se amplía.

¿Y eso no nos constriñe a que formemos parte de esos procesos solamente quienes ya estamos convencidos de antemano?

En tanto quienes hacemos esto no anteponemos cierta identificación en forma de auto-adscripción, podemos mantener abierta una dinámica que genera un flujo o espacio de inclusión, como algo que se va ampliando y reforzando. En realidad, esto lo hacemos cotidianamente para sostener la vida, pero lo que es muy difícil, lo que no sabemos es cómo llevarlo al mundo público. Es como la actividad del viejo topo: puro recrear lazo, puro generar ayuda mutua, puro teje, teje y teje en condiciones, además, muy adversas, siempre incómodas, negociando todo con el capitalismo, con el salario, con la condición material que enfrenta cada una de las partes de la trama. Y este es un gran problema porque entonces parece que no tenemos eficacia política en el sentido de efecto público mediático, y considero que habría que explorar la posibilidad de tenerlo. Estas actividades del tejer siempre están bajo amenaza y en ocasiones hay posibilidad de que desaparezcan. Y eso es doloroso, aunque conviene, incluso para autoregenerarse ser capaces de pensar en esta otra clave: estamos ante un ejercicio de cambio interno muy fuerte, de cambio de paradigma, pero en todo.

– En ¡A desordenar!, enuncias una distinción que ilumina esta tensión entre creación y poder: el poder hacer y el poder imposición. ¿Puedes explicar esto?

Yo experimenté esto cuando estaba en la cárcel: allí pensaba sobre el poder hacer y el poder imposición, pues en la cárcel lo que sucede es que todo es muy transparente: estás encerrada, te dicen a qué hora te levantas, a qué hora te acuestas, cuándo te bañas. El poder imposición es muy claro, pero el poder hacer también; y la manera en la que se van contraponiendo se muestra de manera evidente. La pregunta que me hacía allí era: ¿cómo expandir el poder hacer? No existe un hacer ideal: una vez que lo expandes el mundo te conforma y también tienes que lidiar con una conformación previa. Entonces, la cuestión de fondo es no conformarse, sino deformar y entonces intentar reformar, y así vamos. Ahora bien, éste es un proceso exigente y constante, que se desarrolla de muy a poquito, que no inhibe el hecho de conocer y anhelar momentos tumultuosos y enérgicos de intervención pública colectiva para modificar las cosas en grande; que son también destellos de la posibilidad de deformar lo que hay, confrontar lo que hay para establecer otros términos, en particular, términos morales que fijan la distinción entre lo admisible y lo inadmisible.

En México, por ejemplo, tenemos la tarea colectiva de establecer un renovado término moral que establezca que no vale que nos maten. Eso es lo que percibo que ahora se está expresando: la fuerza que sale y expresa «no vale que nos maten». Y tenemos que perseverar en establecer ese grito: ¡No vale que nos maten! Entonces, lo que se enuncia desde abajo choca con la materia configurada absolutamente rígida y tiene que irse adecuando y hacer una serie de traducciones y, por tanto, se producen una serie de capturas semánticas: lo que se expresa desde abajo se captura y es devuelto al espacio público, pero ahora diciendo apenas una cosita, señalando alguna concesión. Es algo que siempre experimentamos en la movilización cuando ésta llega a su límite. Por eso es tan confusa y se funda en una expropiación: parte de lo que nosotros mismos decimos, pero se inscribe en otra clave y se recorta de otra manera.

Cuando la perseverancia en el grito y, por tanto, en la deformación de lo que existe se mantiene, surgen también una serie de problemas en términos legales, es decir, cuáles son aquellas leyes que tienen que reformarse. Las leyes van a fijar durante un periodo aquello que sea posible colectivamente y aquello que no sea posible colectivamente. Entonces sí importa dar una serie de peleas legales. Por ejemplo, no vale que en España saquen a la gente de sus casas. Eso no vale. Pero luego, en el día a día, el poder hacer es algo que está siempre y que gira en torno al problema del cómo: cómo hacemos esto, cómo hacemos lo otro.

Desde esta mirada de preservar un hacer autónomo que sea amplio, contagie a muchos, permita tejer entre diferentes, ¿cómo ves la apuesta por «asaltar las instituciones» que tiene lugar en España desde hace casi tres años? 

Estoy de acuerdo en que hay que procurar gobiernos más favorables a la gente y menos violentos o represivos. Pero no es «asaltar las instituciones», sino que se trata de preguntar qué hay que hacer en las instituciones porque hay que seguir haciendo todo lo que ya hacíamos, pero, ¿ahí dentro qué es lo que vamos a hacer? Y hay que pensarlo en la misma clave que he dado de no conformarse. El problema es que con mucha frecuencia entramos en las instituciones y nos conformamos y dejamos de deformar. No, lo interesante es perseverar: acá venimos a subvertir, al infierno venimos a subvertir. Esa es la consigna, no hay que olvidarla. Y ser capaz de explicar a los otros el sentido de esta clave.

En relación a Bolivia, caso que conoces muy de cerca –y que desarrollas en tu libro Los ritmos del Pachakuti. Levantamiento y movilización en Bolivia (2000-2005)–, ¿qué crees que ocurrió?¿Podría decirse en esta clave que en un momento dado hubo conformación?

¡Claro que se conformaron! Me acuerdo de Evo Morales comentando, en marzo de 2006, cuando acababa de entrar, en su oficina de presidente de la república: «Es que estamos presos, aquí estamos presos». Pero se hicieron con ese espíritu, se empezaron a adueñar de la prisión. En vez de decir: «Sí, estamos presos, cómo seguimos entonces experimentando, cómo intentamos darle la vuelta», con un sentido de cautela, por supuesto, de cautela porque estás a otra escala, estás a una escala descomunal. En vez de eso se conformaron y se instalaron en fijar los siempre reducidos límites de lo posible. No se trata de ignorar la maquinaria enorme que está ahí y de la que formas parte, sino de desordenarla siempre, no conformarse a ella.

¿Qué crees que produjo esa conformación?

Yo lo que vi fue a la pandilla de machos alfa mutar de una manera enloquecida y empezar a perder de vista lo importante… lo que primero perdieron de vista, ¿sabes qué fue? Que entre la palabra y que ocurran las cosas que se imaginan siempre media un proceso de creación. Eso es lo primero que perdieron de vista. Y empezaron a confundirse, empezaron a creer «que su palabra es la ley», como dice la canción mexicana. O sea, que por el hecho de enunciar algo, ese algo sucede. Eso es el cristianismo, el principio del verbo, el fundamento de la religión patriarcal, el sumun absoluto del pensamiento masculino que niega todo lo que venimos diciendo en relación a las tramas comunitarias. Por eso me interesa tanto la figura de Ada, la veo en otro lugar diferente.

Preguntarse siempre en colectivo: ¿Qué mundo queremos y cómo lo vamos haciendo? 

 – Más allá de la institucionalización, en Europa existe una política muy marcada por el asunto de los derechos individuales: Tener tal derecho, acceder a tal cosa, etc. ¿Cómo se lee desde aquí esto y hasta qué punto puede armarse un proceso de transformación profundo desde esa lógica? 

Diría: política del deseo. Hay que preguntarse siempre: ¿Qué queremos? ¿Qué quiero yo? Y si eso que quiero ahorita lo tengo que inscribir como derecho a tal, bueno, lo importante es que sabes el camino. ¿Qué mundo queremos producir y cómo lo vamos haciendo? Hay cosas que están muy bien en Europa, hay aperturas, hay derechos individuales buenos y sanos, pero eso es fértil siempre y cuando se esté proyectando no como una cosa egoísta –tener lo mío aunque todo siga igual–, sino como algo deseable para muchos y que opera de una manera distinta. Podemos entenderlo en términos de ampliaciones, como, por ejemplo, el reconocimiento legal de con quién una persona decide compartir su vida, que garantiza una serie de prerrogativas sobre lo que se tiene y sobre lo que una puede ofrecer a otra en términos de protección; entonces, más allá de su carácter de derecho sexual, creo que hay que verlo como un derecho en general. Hay que verlos entonces como posibles ampliaciones.

Violencia y distribución diferencial del dolor 

 – Por último, quería preguntarte sobre la violencia que tan sobrecogidas nos tiene en México. Cuando sucedieron los atentados de París, muchas personas protestaron por la enorme desigualdad en el trato de la muerte y el dolor. Como si unas vidas valiesen más que otras, como si unas fuesen universalizables –por su blanquitud, por su condición económica– y otras fuesen absolutamente invisibles. ¿Cómo pensar esto?  ¿Se pueden comunicar los diferentes dolores en contextos tan desiguales? ¿Es necesario hacerlo cuando la violencia se está globalizando de un modo tan terrible? ¿O la distancia hace que sea imposible armar una preocupación común?

Aquí creo que más bien hay un esfuerzo de seguir pensando porque es un ejercicio construir puentes en esas distancias. Hay que asumir esas distancias, no negarlas. Efectivamente, con Europa es realmente complicado disminuirlas, pero también sucede aquí en México, donde tenemos un desafío importante en ese sentido que se plasma en dos imágenes, la de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa y la de las asesinadas en Ciudad Juárez. Yo creo que las mujeres de Juárez, las madres de Juárez, han sido muy acertadas porque se han acercado a otros espacios, como las movilizaciones de Ayotzinapa, sin dejar de decir: estar sin dejar de decir es otra forma de ampliar. Aquí es fundamental no soslayar, no aceptar la segmentación, pero tampoco permitir que se oculte la diferencia. La intuición es que hay que tensar, aunque aún no sabemos cómo.

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