Los contornos de una nueva República y las huellas del pasado
Jadaliyya.org
Mucho se está escribiendo sobre las protestas que vienen desarrollándose en Estambul y Turquía desde que activistas defensores del medio ambiente ocuparon inicialmente, el 28 de mayo, el Parque Gezi. En un intento por encontrarle sentido a los masivos disturbios sobrevenidos, han ido apareciendo diversos marcos de explicación: El primero del que se echó mano fue del prisma de la “República Tahrir ” y la “Primavera Árabe”, asimismo surgieron referencias a los “Indignados” de España y a los “Aganaktismenoi” de Grecia y también, cada vez más, al movimiento Ocupa. El levantamiento turco tiene muchos rasgos comunes con esos movimientos, sobre todo en su preocupación por los excesos de la reestructuración neoliberal y por las dinámicas del consiguiente activismo de base. Sin embargo, ninguno de esos marcos explica por qué esas protestas pudieron estallar a tan gran escala bajo las condiciones de un rápido crecimiento económico, de una reducción de las tasas de desempleo y de la pobreza urbana ni tampoco aclara el amplio espectro de los manifestantes. Tampoco nos ayudan a entender por qué las clases medias acomodadas fueron, y siguen siendo, la principal fuerza impulsora de las protestas. Como la Plaza Taksim está tomada por los manifestantes y como las batallas se propagan por todo el país, es un buen momento para echar una mirada atrás y volver al atormentado pasado de Turquía y a su historia de luchas sociales y simbolismos políticos a fin de poder hallar las respuestas. Este ensayo se basa en las perspectivas que ofrecí por vez primera en mi libro “Angry Nation: Turkey since 1989” (Zed Books, London 2011), así como a una serie de artículos publicados en OpenDemocracy (“From Tahrir to Taksim” y “End of Islamism With a Human Face”) y en MERIP (“Return of the Turkish State of Exception”).
El telón de fondo histórico de la Turquía moderna
A partir de las ruinas de un imperio, la violencia y el sufrimiento conformaron el paisaje político y moral de Turquía, desde el genocidio armenio y el desarraigo forzoso de las comunidades musulmanas en los Balcanes y su huida a Turquía a la destrucción de los pueblos no musulmanes. La República de 1923 constituyó un intento de romper con ese pasado y crear una identidad y narrativa histórica que negaran todos esos sucesos. Fue una república basada en una visión nacionalista y excluyente del mundo, pero sirvió para crear una clase media turco-musulmana moldeada a imagen cultural de sus contemporáneos europeos, forjando una fuerte identidad nacional basada en el culto a la personalidad alrededor de su principal dirigente, Mustafa Kemal Atatürk.
Gran parte de la historia del país estuvo dominada por la opresión y la explotación. El lugar de Turquía en el orden mundial internacional ha ayudado a sus clases hegemónicas a mantener su control sobre el poder. Como fue un Estado-frente durante la Guerra Fría, se desarrolló un modelo de tutelaje burocrático-militar que aseguró la permanencia de un sistema político híbrido donde de forma regular se celebraban elecciones que colocaban políticos en el poder, que, en última instancia, tenían sólo una potestad limitada al margen de la esfera económica. Este sistema permitió la progresiva inclusión económica no sólo de las elites urbanas sino también de los emigrantes del campo, quienes, a partir de la década de 1950, fueron trasladándose a las ciudades cada vez más desarrolladas del oeste de Turquía. Sin embargo, rara vez llegó a cuestionarse la hegemonía cultural de las elites que fundaron el Estado. A pesar de este aspecto integrador del sistema político turco, las comunidades étnico-religiosas, desde los kurdos a las heterodoxas comunidades alauíes y a los no musulmanes, fueron obligadas a asimilarse, conjuntamente con una serie de políticas de desposesión y pogromos patrocinados por el Estado. A lo largo de diversas oleadas de violencia, se limpiaron barriadas enteras de Estambul de vecinos griegos y armenios, siendo los sucesos más vergonzosos los acontecidos durante el 6-7 de septiembre de 1955, conocidos también en griego como Septemvriana. En efecto, casi todas las áreas de alrededor de Taksim, ahora objeto de renovación y “regeneración urbana” como residencias de lujo en el centro de la ciudad, les habían sido ya expropiadas a sus propietarios originales en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Es uno de esos giros irónicos de la historia que algunos miembros de las prósperas clases medias, que están ahora comprando esos pisos de lujo, puedan descubrir que sus abuelos fueron quienes se beneficiaron de los primeros desahucios contra las comunidades que no eran musulmanas.
A pesar del control hegemónico de este sistema político-económico sobre la sociedad, existía oposición. Durante las décadas de los sesenta y los setenta adoptó un enfoque socialista revolucionario. Los sucesos del “mayo sangriento” de 1977 constituyeron un punto de inflexión simbólico. El primero de mayo, francotiradores no identificados dispararon y mataron a 34 manifestantes en la Plaza Taksim. La violencia política entre los grupos socialistas y los grupos fascistas a favor del gobierno se escapó de todo control y Turquía estuvo más cerca que nunca de una guerra civil. En los años que llevaron al golpe militar de 1980, miles de activistas, personajes públicos y ciudadanos murieron asesinados por facciones rivales, lanzadas las unas contra las otras por lo que hoy conocemos como Estado profundo, el centro real de poder en Turquía en aquellos momentos. Fue una política de divide y vencerás que enfrentó a un grupo contra otro e hizo de todo ello un instrumento al servicio del mantenimiento del poder del régimen. Sin embargo, y a pesar de la violencia, fue en esos años cuando surgió la sociedad civil turca, cuando el sindicalismo se convirtió en el telón de fondo de la aparición de una clase trabajadora autosuficiente, cuando los kurdos empezaron a organizarse democráticamente y a exigir sus derechos, y cuando la sociedad, aunque polarizada, se politizó en grado sumo y fue consciente de la explotación capitalista.
El golpe militar de 1980 y la guerra kurda
La intervención militar de 1980 destruyó todo eso, aunque creó los cimientos del renacimiento neoliberal de Turquía. La desintegración casi total de los sindicatos y los recortes masivos de los derechos de los trabajadores eliminaron la fuerza de trabajo organizada como factor político. Se prohibieron todos los anteriores partidos y el sistema político se reorganizó alrededor de partidos vacíos totalmente controlados por los gobernantes militares. Una nueva constitución, redactada por juristas pro-militares aseguró que se restringieran fuertemente los derechos humanos e individuales. Y a fin de aplastar cualquier movilización socialista, el ejército dictó el retorno al conservadurismo religioso. La síntesis islamo-turca, una complicada mezcla ideológica entre nacionalismo racista y conservadurismo islámico, sustituyó al nacionalismo laico de la república kemalista. A lo largo de los años ochenta, el lento ascenso del islam político y de las nuevas clases medias conservadoras le debe mucho a ese respaldo inicial del ejército. Otra política de los militares, la brutal opresión de cualquier síntoma de demanda de los derechos de los kurdos creó las condiciones para la aparición del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PTK) y para la guerra kurda, en la cual la geografía cultural de las provincias kurdas y el patrimonio histórico de sus ciudades quedaron prácticamente destruidos.
El dirigente político más importante de esos años, el Primer Ministro y después Presidente, Turgut Özal, fue en una gran parte un producto de ese entorno ideológico, pero fue capaz de modificarlo a favor de una visión más global de valores liberales, intentando negociar a nivel personal con los líderes kurdos el fin de la guerra en el Kurdistán. No han podido aclararse del todo las causas de su muerte en 1993. Una vez quitado de en medio Özal, la década de 1990 fue testigo de una brutal guerra de desgaste en las provincias kurdas. Hubo más de 40.000 muertos, más de mil pueblos quemados y evacuados, provocándose una oleada de refugiados desde las provincias kurdas hacia las ciudades y hacia el oeste del país. Esta segunda oleada de emigración (forzosa) cambió de forma significativa la configuración étnica del oeste de Turquía. Aunque la mayor parte de los refugiados kurdos terminaron en barrios de chabolas en los alrededores de ciudades como Estambul, Ankara, Izmir, Adana y Mersin, muchos de ellos empezaron a prosperar económicamente y también, de forma creciente, a nivel académico, conformando una clase media e intelligentsia kurdas moldeadas por esa experiencia de terror y brutalidad de Estado. En el resto del país, las familias vieron la misma guerra a través del prisma de sus niños muertos e inválidos, muchos de ellos profundamente traumatizados y destrozados. Su dolor fue explotado por grupos de la extrema derecha que aprovecharon para crear un sentimiento antikurdo muy extendido, especialmente en las provincias occidentales y del Mar Egeo.
La década perdida de 1990 y el terremoto de Marmara
Gobiernos de coalición sin poder real, una grave crisis económica, la captura del líder del PTK Abdullah Öcalan y un devastador terremoto en Estambul y la región de Marmara salpicaron los años plagados de violencia de la década iniciada en 1990. Una intervención militar no violenta en 1997 produjo la exclusión de los musulmanes conservadores de los puestos de poder, mientras a las estudiantes que llevaban pañuelo en la cabeza se las culpaba de ser el enemigo simbólico. Miles de ellas fueron sometidas a tortura psicológica y excluidas de la educación universitaria. Sin embargo, justo en aquel momento, cuando el sistema político turco estaba a punto de perecer en la ciénaga de la corrupción, la política del Estado profundo, la exclusión del laicismo y la violencia desenfrenada, un desastre natural en la región más poblada e industrializada del país, Marmara, sacudió Turquía. El terremoto, en el que probablemente murieron más de 30.000 personas, provocó una corriente sin precedentes de compasión, solidaridad y acción social colectiva en ayuda de los supervivientes. Con la destrucción de decenas de miles de hogares, un modelo urbano basado exclusivamente en la renta quedó hecho añicos y lo mismo ocurrió con la clase política que había permitido su desarrollo. La respuesta internacional hizo que se viniera abajo la narrativa de que Turquía estaba rodeada de enemigos y que los turcos sólo podían confiar en ellos mismos. Las semillas de la solidaridad y de la acción colectiva autorregulada se habían sembrado ya y las decenas de miles de personas que corrieron al lugar de la tragedia para ayudar no han olvidado el poder que tuvieron frente a la impotencia de las vacilantes agencias estatales y de los políticos pendencieros.
Aparición en escena del Partido de la Justicia y el Desarrollo
Fue en el contexto de esas graves perturbaciones en el sistema y la completa pérdida de legitimidad de los partidos políticos establecidos cuando emergió el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) como el mayor partido de las elecciones de 2002. Era una coalición de islamistas reformistas, antiguos políticos de centro-derecha y liberales políticos. Sobre la base de los buenos resultados de las políticas municipales de su predecesor, el Partido Refah Islamista de Necmettin Erbakan, el AKP se embarcó en un ambicioso proyecto por un Estado menos corrupto, menos ideológico y más eficiente y una Turquía más democrática. Una serie de importantes reformas legales allanaron el camino para el inicio de las negociaciones de adhesión con la Unión Europea , un ancla preciosa en aquel momento para los derechos humanos y la democratización. Como la economía empezó a prosperar, una clase industrial de piadosos “calvinistas islámicos”, con conciencia social y globalmente activos, ocupó el centro del escenario como maquinaria de crecimiento económico, contando con la base de un fuerte apoyo político por parte AKP. Por primera vez, una Turquía más próspera y democrática parecía estar al alcance de la mano.
El gobierno del AKP bajo el Primer Ministro Erdogan tuvo que esquivar varios intentos de retomar el poder por parte de los residuos del Estado profundo y de los kemalistas existentes en el aparato del Estado y del ejército. En las tentativas que hizo el ejército para eliminar al gobierno, consiguió alistar a algunos sectores de las clases medias laicas en las llamadas Marchas Republicanas, y a columnistas en la creación de una atmósfera de inminente intervención militar. En 2007, se echó mano del poder judicial para bloquear la elección de Abullah Gül como Presidente. En 2008, el Tribunal Constitucional intentó ilegalizar al AKP gobernante, un paso sin precedentes en un país que tiene un distinguido historial de prohibiciones de partidos políticos a la izquierda y a la derecha del espectro político. Se logró evitar por un margen de sólo un voto.
Aproximadamente al mismo tiempo, una oleada de asesinatos de misioneros y sacerdotes cristianos contribuyó a que aumentara el fervor nacionalista dirigido a socavar las reformas del gobierno y a crear una atmósfera de miedo y terror. Consiguieron el éxito en ambos casos. Ahora sabemos que los autores fueron diversos elementos corruptos dentro de la fuerza policial y del ejército. La persona más icónica entonces, sacrificada por razones de Estado, fue el periodista turco-armenio y activista por los derechos humanos Hrant Dink, que había dedicado su vida a tender puentes sobre el abismo existente entre turcos, kurdos y armenios y a luchar por la promesa de un futuro en el que las heridas del pasado pudieran curarse a través del reconocimiento y la reconciliación. La imagen de su cadáver frente al periódico Agos, a sólo unos cuantos de cientos de metros de la Plaza Taksim, se ha convertido en otro símbolo de la sombría historia política de Turquía, atenuado sólo por el hecho de que 200.000 personas caminaron detrás de su ataúd en el funeral gritando el eslogan “Todos somos armenios”.
Aunque todos estos intentos de manipulación y todas las campañas de violencia no consiguieron finalmente hacer descarrilar el proceso democrático, sí lograron galvanizar al electorado que apoyó aún más al AKP, incrementando la legitimidad interna e internacional del gobierno. Conmocionado, el gobierno impulsó cambios legales para obtener el control de los tribunales e instituciones legislativas independientes, e inició una serie de causas legales contra miembros de las antiguas elites gobernantes, el Estado profundo y especialmente el ejército. Aplaudido por los partidarios del AKP, por muchos liberales y demócratas, y poner al descubierto un número de complots para socavar al gobierno democráticamente elegido, todo esto se transformó pronto sin embargo en juicios masivos, donde no se garantizaba el proceso debido ni tampoco la búsqueda de la verdad parecía ser el principal objetivo.
A pesar de esos desafíos sistémicos, el AKP consiguió equilibrar su versión de un paquete de crecimiento neoliberal con la extensión a segmentos más amplios de la sociedad de unos mejores servicios públicos en sanidad y educación. En un breve período de tiempo, la infraestructura del país, sus ciudades y las zonas rurales experimentaron una modernización impresionante. Que ese modelo de crecimiento fuera desviándose cada vez más hacia un desarrollismo neoliberal que contemplaba el patrimonio urbano y los recursos naturales sólo a través del prisma de la generación de rentas y maximización de beneficios para las compañías con vínculos con el gobierno, fue hasta cierto punto aceptable siempre y cuando pudiera mantenerse la novedad de una política equilibrada.
La política exterior turca, especialmente con el Ministro de Asuntos Exteriores Ahmet Davutoglu, parecía ser visionaria y pragmática al mismo tiempo, mostrando a Turquía como polo de estabilidad y buena vecindad y compromiso con sus vecinos. Que los medios estuvieran sufriendo presiones de censura y que docenas de periodistas acabaran en la cárcel por su trabajo de investigación era un problema, pero eso no era algo inaudito en Turquía y tampoco era algo que la mayoría de la población sintiera directamente. Las elecciones de 2011 dieron una victoria de casi el 50% al AKP, victoria que tuvo mucho que ver con la historia del auge económico de Turquía de esos años en términos macroeconómicos –en la década del gobierno del AKP, el PIB per capita se triplicó, y tanto el desempleo como la pobreza urbana se redujeron de forma importante-.
Las elecciones de 2011 y la hegemonía del AKP
Aunque habían ido lentamente apareciendo determinados indicios de excesos tanto a nivel interno como externo, los políticos realistas y liberales dentro del AKP pudieron ir frenándolos y reinar sobre puntos de vista más radicales sobre la sociedad y la política exterior, lo que no debería resultar demasiado sorprendente en un partido con raíces en el Islam político. Sin embargo, 2011 supuso un doble punto de inflexión: con las revoluciones árabes, la política del gobierno de cambios graduales a través de la cooperación económica sufrió un duro golpe, a la vez que se creaban las bases para restablecer a Erdogan como líder modelo para las incipientes democracias del mundo árabe. Fue en este momento cuando la retórica conservadora del Primer Ministro empezó a salirse de madre y a parecerse cada vez más a un autócrata que daba lecciones a sus interlocutores internos e internacionales acerca del camino a seguir en adelante, recurriendo cada vez más a la retórica y al simbolismo religioso. Un ejemplo revelador de esta mentalidad fue su discurso de febrero de 2011, en el cual pidió a Hosni Mubarak de Egipto que escuchara la voz del pueblo y dimitiera: “Cuando morimos, el imán no va a rezar por el primer ministro o por el presidente, sino que rezará por el ser humano. De Vd. depende merecer buenas oraciones o maldiciones. Debería escuchar las demandas de su pueblo y ser consciente de ese pueblo y de sus justas demandas”. Sin embargo, fue el compromiso de Turquía en Siria el que acabó con cualquier pretensión de “Política de Cero Problemas con los Vecinos” de Davutoglu. No sólo Turquía se convirtió en el intermediario de los combatientes yihadistas, así como de las armas saudíes y qataríes para grupos como Yabhat al-Nusra, sino que su seguridad interna se vio seriamente comprometida, sobre todo en la provincia de Hatay (Antaquia), cuya composición étnico-religiosa es un espejo de la de Siria. Los atentados de Reyhanli, sin resolver hasta la fecha, que mataron al menos a 51 vecinos de la localidad y a algunos refugiados sirios, son un buen ejemplo de ello.
El segundo punto de inflexión es de naturaleza aún más grave. El Primer Ministro ha malinterpretado el voto del 50% de la nación como un mandato sin límites. No sólo está actuando ahora en gran medida sin el control del poder judicial, que está ocupado por jueces y fiscales con posiciones progubernamentales, sino que el proceso de adhesión a la UE ha casi descarrilado. Ha centralizado también todo el poder del partido en sus manos y lo ha utilizado para echar del poder a personalidades liberales y de centro-derecha. Se ha rodeado ahora sobre todo de un grupo de asesores de segunda categoría, que le protegen del descontento y de las críticas tanto desde dentro del AKP como del pueblo. A lo largo de los últimos años, ha ido silenciando a los principales medios de comunicación presionando económicamente a sus barones, que tienen intereses económicos fuera del sector de los medios y que son fácilmente corruptibles gracias a la promesa de licitaciones públicas. Y más recientemente, la Oficina del Primer Ministro ha estado repetidamente interviniendo directamente sobre los editores-jefes de los periódicos y de los canales de TV dictándoles los contenidos de su política editorial.
Y ahora Taksim
Ese es el telón de fondo contra el que tenemos que leer los actuales desarrollos. Hay un gobierno que ha salido recientemente elegido con el 50% del voto popular. Hay un primer ministro que fue una vez el portador de la bandera de las reformas democráticas y el desarrollo humano que, sin embargo, ha perdido contacto con los acontecimientos sobre el terreno y está a punto de ahogarse en sus propios delirios de grandeza. Se ha puesto a hablar de forma incoherente de que las mujeres deberían tener al menos tres hijos, de que el aborto es un asesinato, de que la gente que bebe cerveza son unos alcohólicos y que los manifestantes son una pandilla inmoral de saqueadores. Ignora a todo aquel que no está de acuerdo con sus puntos de vista e intenta etiquetarle como enemigo del Estado. Y no ha sido capaz de comprender que los jóvenes activistas, que empezaron a ocupar el Parque Gezi en la Plaza Taksim , no formaban parte de ninguna conspiración de Estado al modo de las Marchas Republicanas de 2007. No eran más que defensores del medio ambiente y estudiantes que intentaban impedir la destrucción de uno de los pocos parques que quedan dentro de la ciudad para que no pueda construirse otro centro comercial y que la Plaza Taksim se remodele como un espacio para consumir en vez de un lugar de encuentro de un pueblo democrático.
Si Erdogan no hubiera ordenado la extremada violencia policial con la que se expulsó del parque a los primeros manifestantes, completamente pacíficos, no habrían empezado las protestas a lo ancho y largo de la nación. Si la policía de Estambul no hubiera atacado brutalmente a los manifestantes con botes de gases lacrimógenos y cañones de agua, si no hubieran golpeado a toda la gente joven que detuvieron en los últimos días, Estambul no se habría convertido en un campo de batalla, el enfrentamiento se habría reducido y se habría evitado la pérdida de vidas humanas. Si Erdogan no hubiera hecho un discurso final antes de salir para una visita de Estado en el Norte de África en el que agitó aún más la situación al anunciar que no sólo se iba a construir el centro comercial sino que también iba a demolerse el Centro Cultural Ataturk que hay en la plaza para construir una mezquita en su lugar, si no hubiera amenazado a los manifestantes haciendo mención a que “apenas puedo contener al 50% que están esperando en sus casas para actuar”, la mayoría se hubiera marchado de momento a casa. Pero no hizo nada de eso. Sin embargo, lo que sí ha conseguido es unir a la gente que había llegado a creer que en la maquinaria del crecimiento neoliberal del APK no quedaba espacio alguno para la solidaridad y la acción colectiva. Por tanto, ha logrado liberar los recuerdos de las luchas políticas y sociales, así como de la experiencia de la brutalidad y la injusticia estatal, cuya historia he intentado bosquejar en este ensayo. Al atacar el símbolo de la resistencia ante la injusticia, la Plaza Taksim, ha tratado de menospreciar los recuerdos de quienes se habían levantado antes para luchar por sus derechos. No obstante, ha fracasado.
En estos momentos, estudiantes, profesionales de clase media, activistas kurdos, organizaciones de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, sindicatos, hinchas de futbol, muchos musulmanes conservadores, así como kemalistas, nacionalistas y pequeñas organizaciones de izquierdas se están manifestando por toda Turquía. Se inspiran en diferentes momentos de la historia del país: Algunos ven a Mustafa Kemal Ataturk como su modelo a seguir, otros recuerdan los movimientos socialistas y la Taksim de 1977, algunos rememoran su expulsión de los pueblos kurdos y las penalidades a que tuvieron que enfrentarse para empezar una nueva vida sin medios en un lugar extraño, y otros lloran a sus mártires, bien sean familias de soldados o de guerrilleros. Muchas estudiantes musulmanas conservadoras, que fueron sometidas a las denominadas “salas de persuasión” donde se las obligaba a quitarse el hiyab, recuerdan la solidaridad de sus compañeros de estudios.
Puede que sea sólo una pequeña ventana de solidaridad parecida a los gloriosos días de la “República de Tahrir”, pero ha demostrado la posibilidad de superar las divisiones que el gobierno del país ha tratado siempre de ahondar entre las diferentes comunidades políticas, religiosas y sociales. Ha servido para unirlas en su búsqueda de una vida que prometa algo más que autopistas, centros comerciales, residencias de lujo, proyectos de viviendas sociales en alejados suburbios, valores familiares conservadores y limitados derechos laborales. En este sentido, las protestas han delimitado claramente los límites del crecimiento neoliberal y la política conservadora autoritaria en Turquía.
Que la Plaza Taksim entre en los anales de la larga lucha de Turquía por la libertad, la justicia y la solidaridad como el lugar donde se ha conseguido un nuevo contrato social depende ahora, sobre todo, del gobierno. Esta vez Taksim no va de revolución sino de la posibilidad de una democracia madura que limite los extremos de la maquinaria del crecimiento neoliberal y que recorte la concentración de poder en manos de un Primer Ministro megalómano. Se trata también de la posibilidad de tender puentes por encima de las muchas fallas de la compleja sociedad turca. En el parque y en la plaza, los activistas kurdos, los kemalistas, los nacionalistas turcos, los socialistas y los “musulmanes anticapitalistas” han sido capaces de luchar y celebrar juntos, a pesar de los enfrentamientos ocasionales que se resolvieron con la inmediata intervención de los espectadores.
Hay razones para creer que los miembros del gobierno y veteranos hombres de Estado, como el Presidente Abdullah Gül, encontrarán una vía para superar el actual impasse junto a los representantes de los manifestantes de la Plaza Taksim. Todos ellos son muy conscientes de que la prolongación de los disturbios dañará la enormemente globalizada economía del país y la reputación de su gobierno. Si fracasan y si el Primer Ministro vuelve a su política arrogante, Turquía entrará una vez más en un período de tristeza, por los que tantas veces ha pasado ya. Pero los acontecimientos de estos momentos en Estambul y en toda Turquía, así como el flujo de solidaridad internacional, no van a poder aniquilarse, ni tampoco el sentido de solidaridad y empoderamiento social que ha transformado a todos los que se han unido a las protestas.
Kerem Öktem es investigador en el European Studies Center del St. Antony’s College. Sus investigaciones se centran en la política turca y en las relaciones internacionales, en particular en las minorías, los nacionalismos y en las redes y políticas musulmanas en los Balcanes y Europa Occidental. Ha publicado sus trabajos en Nations and Nationalism, Journal of Muslims in Europe , Journal of Southeast European Studies , Multicultural Discourses, European Journal of Turkish Studies y Patterns of Prejudice.
* artículo traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.