16 Abril 2014
Hace bola de nieve el revertir las medidas represivas en burla o sarcasmo y desprecio, ya fue notorio con el caso Guevara o Bonil o lo es más ahora con el caso Jiménez, Figueroa y Villavicencio o con los gestos de la mano indicando rechazo o contestación social. El dedo índice se vuelve popular, tiene varias grafías, está en camisetas, circula en Internet, alimenta sonrisas y conversaciones con propios y extraños. Lo condenado pasa a ser el objeto que se saca en prueba de lo absurdo y del cual la mofa se alimenta, todo lo cual más que algún sensato discurso político carcome legitimidades y aceptaciones políticas.
La amenaza gubernamental ya es más bien un pretexto para la afirmación de la contestación y ya es menos un freno para que esta se vuelva visible. Al contrario, más el poder buscará sancionar o tapar algo, más se volverá visible y rechazable. Es un indicador de la erosión de esa legitimidad que Correa y el gobierno lograron impresionantemente construir en su inicio.
Perdida del miedo que da sentido a la palabra resistencia convertida en proyecto y programa. Son indicios que la contestación ya es legitima y adquiere títulos de ética a defender.
En el caso de los tres recientemente condenados, los contestatarios argumentan que recogerán $140.000 del pueblo para pagar lo que la condena ha impuesto, y será dinero para el presidente, “entonces le vamos a ayudar al presidente a que la riqueza le ayude y le quite preocupaciones”, para él, dicen, el dinero es su estado de Estar Bien, Sumak Kausay. La condena jurídica así adquiere otras connotaciones, sirve a la contestación, legitima su causa y crea mártires que se agigantan en las mentes contestatarias.
Nosotros en esta columna desde hace años insistimos que un sistema tan vertical y de concentración del poder de Correa, dentro de AP y en el país, tarde o temprano llevaría a esta situación. Cuando pesaba la imagen de legitimidad y ese halo de que la palabra presidencial era un proyecto y un vago nexo con una sociedad esperada, su palabra valía, sus amenazas reiteradas, más que en exceso, también contaban, pero cuando los hechos se contradicen con la palabra o verdades de papel ya no resultan creíbles, todo se desmorona. Es lo propio de estos sistemas de poder y es lo propio de una contestación ya legitimada.
El volver burla a aquellas palabras y decisiones gubernamentales que encarnan injusticias o simple imposición del poder, es un síntoma que se ha pasado ya a otra etapa, en que ya no pesará tanto su palabra ni las amenazas, tampoco la coerción o la sanción aunque se las multiplique. Al contrario, serán aún más objeto de burla o al menos de sátira y desaire, esas sutiles maneras de revertir el sentido de la imposición en un desafío al poder y en devaluar el abuso. No es que necesariamente crece el número los contestatarios pero su aceptación crece porque el poder sigue demostrando el absurdo de la represión o de crear complots cuando el mal está en sus actos y decisiones.
Ante ello, el poder político tiene, por lo general, dos opciones que no pasan por incrementar la propaganda o por simplemente cambiar la imagen con un maquillaje como se hace con el envase de coca-cola. Una opción es incrementar la represión, que más allá de la dinámica antidemocrática que implica (esta clara la imagen de Venezuela), tiene altísimos riesgos sociales y políticos, además de contradecir todos los principios que argumenta el gobierno.
La otra es una salida democrática que conlleva cambiar sus procedimientos y aprender que el poder no es propiedad de nadie, y que mas vale actuar pensando en que se está en el poder político por poco tiempo, al contrario de lo pensado más vale entonces asumir las instituciones que deben quedar, inclusive beneficiarse con sus reglas del juego que también limitan al contendor y pensar en un país que no es simplemente una cabeza vacía que se puede llenar de propaganda. Sembrar ideas y programas que se dicen en hechos y actitudes, porque actúan con la sociedad, es el mejor modo de lograr continuidad de políticas y organizaciones, el resto es valorizar los egos y temer la competencia. La visión religiosa y narcisista de verse indispensables no es valida para la sociedad, menos para una organización política que quiere ver sus propuestas continuar, y puede ser un modo de ser rápidamente volatilizados en un país acostumbrado al pluralismo.