Revista Rupturas
Un tal señor Cristóforo Colombo, hace 520 años llegó a tierras extrañas que creía eran las Indias. Y lo hizo cambiado de nombre, uno que, según lo analiza Tzvetan Todorov en “La conquista de América, el problema del otro”, reflejaba el significado que el “descubrimiento” tendría para este marino genovés: Cristobal (Christum ferens) quiere decir: traedor o llevador de Cristo, y Colón: pobladores de un nuevo lugar.
Es que aunque la promesa de llegar a “donde nace el oro” era lo fundamental para que los reyes de España creyeran en la loca empresa de Colón, su real propósito habría sido evangelizar y colonizar; lograr para la Iglesia católica un continente de nuevos fieles, hacer de esta institución religiosa la más grande del mundo, tanto que intentó convencer a los reyes que con las riquezas que se obtuvieran de las expediciones se financie una santa cruzada para conquistar Jerusalén (lugar donde supuestamente ocurrieron la pasión, muerte y resurrección de Jesús). Era un pensamiento atrasado, considerando que en Europa se estaba dejando atrás el oscurantismo para dar paso al naciente capitalismo.
El siglo XV, período considerado como “la baja Edad Media”, había traído al viejo continente un gran desarrollo de la ciencia y la tecnología, especialmente en cuanto a navegación: se descubrió la brújula y se construyeron las embarcaciones ligeras que cruzaban los mares, llamadas carabelas. Pero paradójicamente en España, que se encontró con un nuevo mundo, las visiones conservadoras harían que el suceso no signifique siquiera un real despegue económico para su naciente nación. Muchos sostienen que España fue “la garganta” por donde pasaron las riquezas que permitieron el desarrollo del capitalismo en Europa.
La península ibérica estaba en pleno proceso de unificación de los reinos de León y Castilla, lo que fue posible con el matrimonio de Isabel la Católica y Fernando III. No habían podido anexar a Portugal, con quien sucumbieron en una guerra, por lo que ese país se desarrolló por su propio lado, siendo el primero en impulsar la navegación a grades distancias. Los portugueses llegaron a rodear el continente africano con el propósito de evadir rutas ya controladas por Turquía para llegar a la India, lugar apetecido por las riquezas que de ahí se podían extraer.
Es precisamente de esa disputa de control geopolítico de tierras orientales de donde parte el interés de los reyes de España al apoyar la empresa de Colón. Querían llegar a la India por una nueva ruta y acceder al oro y la plata que les permita resolver la grave crisis en las que estaban envueltos. Para España, así como para Colón, el tema religioso era clave, venían de llevar adelante en su país, un proceso de conversión al cristianismo, a la fuerza, a varios sectores, como los musulmanes y judíos, a quienes si no se sometían, o eliminaban o expulsaban, como ocurrió con estos últimos justo un día antes de que el marino Rodrigo de Triana avistara por primera vez tierra americana, el 12 de octubre de 1492.
Y precisamente ese pensamiento feudal y profundamente dogmático de Colón hizo que no logre ver lo que estaba frente a sus ojos: un nuevo mundo, otro sujeto histórico, distinto al que en occidente se había forjado en las sangrientas cruzadas de la edad media. Trataba de adaptar lo que encontraba a lo que le dictada su fe, y no buscaba las explicaciones científicas que la situación ameritaba.
Colón se inspiró siempre en los relatos de los viajes de Marco Polo, y quería ser recordado como su continuador, por ello fue un obsesionado por conocer lo más posible las nuevas tierras. Describía con carácter casi poético la geografía del continente americano: “Y los árboles de allí diz que eran tan viciosos, que las hojas dejaban de ser verdes y eran prietas de verdura… Vino el olor tan bueno y suave de flores o árboles de la tierra, que era la cosa más dulce del mundo” (Diario 19.10.1492), pero lastimosamente los seres humanos que aquí vivían no lo impresionaron positivamente, como para intentar comprenderlos y respetarlos en su diversidad.
¿Qué encontró realmente y no pudo ver Colón?
Hay dos extremos negativos al tratar de comprender quiénes eran las personas que fueron “descubiertas” por los españoles, el uno es pensar que eran simples agricultores, pueblos salvajes sin organización política ni desarrollo del pensamiento, y el otro extremo es sobredimensionar y mitificar la supuesta civilización superior que habrían tenido estos pueblos a la llegada de Colón y los posteriores conquistadores.
Veamos un poco del primero de esos extremos:
“Son sin armas y tan temerosos, que a una persona de los nuestros fuyen cientos dellos, aunque burlen con ellos”, decía por ejemplo el mismo Colón al describir a los americanos, descripción que siempre hacía, como parte de los otros elementos de la naturaleza a los que se refería; en realidad no consideraba sujetos sociales a los indios, sino parte del entorno natural. “Certifica el Almirante a los reyes, que diez hombres hagan huir a diez mil, tan cobardes y medrosos son”, sostenía en su diario, en una especie de condescendencia divertida.
Pero esta condescendencia, en determinadas circunstancias, se transformaba en intentos por mostrarlos como salvajes despiadados: “Colón deja tranquilamente a una parte de sus hombres, al final del primer viaje, en la isla Española; pero, al volver a ella un año más tarde, le es forzoso admitir que fueron asesinados por esos indios miedosos e ignorantes de las armas; ¿se habrán reunido 1.000 de ellos para acabar con cada español? Se va entonces al otro extremo, y en cierta forma deduce, de la cobardía de los hombres, su valor”, sostiene por ejemplo al respecto, Todorov.
Pero 520 años después, en Ecuador de hoy siguen escuchándose ese tipo de expresiones: “Indios roscas”, “Argollas de la Conaie”, “Los indígenas no tienen la capacidad para comprender las cosas”, “los indígenas asumen posiciones trogloditas que quieren mantener al país en el pasado”, “Nunca aprobaré la propuesta de los aborígenes de convertirse en autoridad para regular el agua”, “Esta gente vive de la mentira, falsedad, hipocresía”,
“Creen que la postura indígena es la correcta y no es así”, “Lo que ellos hacen no es resistencia se llama sabotaje y terrorismo”, “Unos pocos que llegarán (en una marcha) emponchados y emplumados”.
Frases que las ha dicho el presidente de la República, Rafael Correa, y que han sido denunciadas como evidente racismo, similar a la visión atrasada que analizamos de Colón en el siglo XV, y que tiene que ver con no comprender al otro y tratarlo como inferior, como incapaz, como quien necesita ser apadrinado, dirigido por un superior, adoctrinado, y cuando ellos protestan cambiar el discurso a calificarlos como sanguinarios o, en este caso, como terroristas.
Todos recordamos las declaraciones que dio el Presidente en la universidad de Illinois el 8 de abril de 2010: “…Si se pierden en la misma selva 200 norteamericanos y 200 latinoamericanos, después de un año los primeros ya tendrán su escuelita, sus cultivos, incluso su iglesia, mientras que los latinoamericanos seguirán discutiendo quién es el jefe. Nos falta mucho para aprender a trabajar en equipo. En América Latina cada uno quiere ser capitán y ninguno marinero.
“Otra cosa que admiro mucho del mundo anglosajón es su pragmatismo y sentido de responsabilidad. Si aquí se comete un error, se realiza el análisis correspondiente, se aplican las sanciones del caso, y, sobre todo, se toman los correctivos para que no vuelva a ocurrir el evento. Si en América Latina se comete un error, le vamos a tirar piedras a la embajada de Estados Unidos. Es decir, la culpa jamás es nuestra, siempre es de los demás, y de esta forma no establecemos responsabilidades, peor correctivos…”
Se evidencia entonces la animadversión que el Presidente tiene para con los pueblos de este país y del continente, entre ellos los pueblos indígenas, el odio a sus organizaciones, a sus líderes. Queda clara la molestia que le causa una Constitución como la que las fuerzas democráticas y progresistas impulsaron en Montecristi, en la que se habla de un Estado Plurinacional y que ahora Correa califica como “hipergarantista”.
Esta visión colonial de los pueblos originarios se ha arrastrado a lo largo de los años.
Pensar que “fueron una cultura superior a la que hay que volver” es el otro extremo. Claro que no se trata tampoco de asumir una postura etnocentrista, o metafísica, y tratar de encontrar en la forma de vida de estos pueblos antes de la llegada de Colón, un sistema absolutamente novedoso, casi de otro planeta, que no se enmarca dentro de los “esquemas” que occidente ha establecido desde las ciencias sociales para entender los procesos históricos. Una de las estudiosas del pueblo kechua, la profesora Ileana Almeida, sostiene por ejemplo, que el Tawantin Suyo, a la llegada de los españoles, no puede enmarcarse dentro de lo que tradicionalmente se conoce como un Estado esclavista. Una razón sería la existencia de los denominados “yanas”, que eran una especie de funcionarios públicos de los incas, que siendo separados de sus Ayllus que habían sido conquistados, eran obligados a trabajar para el inca en diversos sitios, y algunos llegaron a ocupar incluso puestos bastante altos.
Para otros autores, como Nicanor Jácome, en cambio, la presencia de un Estado esclavista inca se demostraría a partir de la reorganización del modo de producción anterior, es decir el comunitario, que se desarrollaba en los Ayllus. Con los incas estos Ayllus perdieron sus tierras, que antes eran comunitarias, y pasaron a propiedad del rey inca, quien además estableció un sistema de tributos a sus dominados, que implicaba no una relación de sometimiento individual a los denominados “yanas”, sino colectivo. “La transformación de la propiedad de la tierra por parte del inca, priva de la propiedad directa de la misma a las comunidades y se convierte en el mecanismo del que dispone el Estado para controlar y orientar la producción y la utilización de la mano de obra” (JÁCOME 1982, 130).