El Comercio www.elcomercio.com
Enero 15, 2014
En su inclemente guerra contra la libertad de prensa y expresión, el Gobierno no escatima en recursos. En su última ofensiva evidenció que había accedido, de manera por demás extraña, a una información que, según el afectado, es de dominio absolutamente privado. Así lo denuncia Juan Carlos Calderón: los correos electrónicos que han servido para someterlo al escarnio público habrían sido hackeados de su cuenta personal. Denuncia pertinente, aunque vana: ninguna autoridad policial o judicial se atreverá a realizar una investigación objetiva.
Pero la estrategia oficial no termina allí. El Presidente de la República ha insinuado que detrás de la fundación a la que los acusados habrían solicitado apoyo financiero, para montar una agencia de noticias, estarían los largos, perversos, escurridizos e invisibles tentáculos de la CIA.
Si Correa supiera a cuantos de sus ministros, ex ministros, altos funcionarios y cuadros de Alianza País se los acusó–cuando militaban en la izquierda– de ser agentes de la CIA, se quedaría absorto. Obviamente, él no tiene por qué conocer de los pormenores, vicisitudes e intrigas que reinaban en los cenáculos de la izquierda allá por los años 60, 70 y 80 del siglo pasado. La confrontación sectaria, el dogmatismo y la imposibilidad de un debate político constructivo provocaban, con frecuencia, que las discusiones se zanjaran con las acusaciones más despiadadas. La mayoría de las veces con total ligereza. Cualquier irreverencia ideológica era vista con recelo. El que se movía en la foto caía inmediatamente bajo sospecha, y podía hacerse acreedor al peor de los estigmas: ¡agente de la CIA!
Era la época en que había que leer a Borges a escondidas, ratificar el antiimperialismo emborrachándose a muerte en las cantinas al arrullo de la música rocolera, transitar la avenida Patria por la vereda del frente de la embajada de Estados Unidos para evitar la suspicacia de algún curioso, y no escuchar rock en inglés ni por equivocación. (En la Escuela de Sociología de la Central conocí a un compañero cuya madre era migrante ilegal en Nueva York. Aunque tuvo la oportunidad de ir a visitarle, durante años reprimió ese deseo para obviar el sacrilegio que significaba solicitar la visa yanqui. Y más grave aún, llegar a obtenerla).
Muchas honras fueron aniquiladas mediante esta práctica insidiosa y aberrante. Muchos militantes honestos e inteligentes fueron marginados y excomulgados bajo falsas acusaciones (en medio de tanto fundamentalismo ideológico, la palabra excomulgado cae como anillo al dedo). Al final, casi todas las inculpaciones no fueron más que fuegos pirotécnicos, vulgares estrategias para soslayar recónditas limitaciones intelectuales, formas encubiertas de autocomplacencia y autorreferencia.