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La comprensión de la realidad brasileña requiere el esfuerzo crítico de contrastar la apariencia de los fenómenos y la forma como son interpretados por el sentido común con su esencia más profunda, definida por el sentimiento de transformaciones inscritas en el movimiento histórico. Tal contraste revelará el abismo existente entre el mito de que Brasil vive una fase de desarrollo -liderado por un gobierno de izquierda que habría creado condiciones para combinar crecimiento, combate a las desigualdades sociales y soberanía nacional-, y la dramática realidad de una sociedad impotente para enfrentar las fuerzas externas e internas que la someten a los terribles efectos del desarrollo desigual y combinado en tiempos de crisis económica del sistema capitalista mundial.
La noción de que la economía brasilera vive un momento impar de su historia se apoya en diversos elementos de la realidad. Al final, luego de dos décadas de estancamiento, entre 2003 y 2011, la renta per cápita de los brasileros creció a una tasa media de 2,8% al año. En ese período, el país manutuvo la inflación bajo control y, salvo la turbulencia del último trimestre de 2008, en el ápice de la crisis internacional, no sufrió ninguna amenaza de estrangulamiento cambiario. Desde la segunda mitad de la primera década del milenio, el volumen de las divisas internacionales supera el stock de deuda externa con los bancos internacionales, configurando una situación en la cual el Brasil aparece como acreedor internacional, dando la impresión de que, finalmente, los problemas crónicos con la cuentas externas habrían sido superados. La población sintió los efectos de la nueva coyuntura de manera palpable. Después de décadas demanda deprimida, el aumento de la masa salarial y el acceso al crédito provocaron una corrida del consumo. El gobierno calcula que el número de empleos generados en el período Lula (2003-2010) superó los 14 millones. Asociando grandes negocios, crecimiento económico, aumento del empleo y modernización de los patrones de consumo a la noción de desarrollo, la nueva coyuntura es presentada como demostración inequívoca de que Brasil habría, finalmente, creado las condiciones para un desarrollo capitalista autosustentable.
También la idea de que el crecimiento económico habría mejorado la desigualdad social encuentra cierto respaldo en los hechos. Después de décadas de absoluto inmovilismo, el índice Gini, que mide el grado de concentración personal de renta, disminuyó un poco en el gobierno Lula; y la distancia entre la renta media del 10% más pobre y la del 10% más rico del país fue reducida, de 57 veces en 2002 a 39 veces en 2010. Las autoridades se vanaglorian de que, en ese período, más de 20 millones de brasileros habrán dejado la pobreza. Tales hechos llevaron a la presidenta Dilma a pavonearse de que Brasil se había transformado en un país de “clase media”. Además de la consecuencia directa de la retomada del crecimiento, la mejoría en los indicadores sociales es asociada: a la política de recuperación en 60% en el valor del salario mínimo entre 2003-2010 -tendencia que ya había comenzado en el gobierno conservador de Fernando Henrique Cardoso-; a la ampliación de la cobertura de previsión social para los trabajadores rurales -conquista de la Constitución de 1988; y a la política social del gobierno federal, especialmente la Bolsa Familia, programa de transferencia de renta hacia la población más pobre, que en 2010 atendía a cerca de 13 millones de familias.
Finalmente, el sentimiento relativamente generalizado, en Brasil y en el exterior, de que el país habría adquirido mayor relevancia en el escenario internacional también se apoya en hechos concretos, tales como: el fracaso del ALCA (en parte debido a la resistencia del gobierno brasilero); el peso de Brasil en el Mercosur; el papel moderador del país en las escaramuzas de América del Sur; a la participación del país en el restringido grupo del G-20, que reúne a las principales economías del mundo; a la formación del foro que reúne a los llamados BRICs -Brasil, Rusia, India y China- , que congrega a las mayores economías emergentes, como supuesto contrapunto al G-5 -el foro de las potencias imperialistas. La elección de Brasil para sede de dos grandes mega-eventos -la Copa del Mundo de 2014 y las Olimpíadas de 2016- sería la prueba material del gran prestigio de Brasil.
Por más convincentes que los hechos enunciados parezcan, el método de resaltar los aspectos positivos y esconder los negativos ofrece una visión parcial y distorsionada de la realidad. Marcando arbitrariamente los elementos puestos en evidencia y ocultando los que no conviene colocar a la luz, la apología del orden distorsiona la comprensión del verdadero significado del patrón de acumulación que impulsa la economía brasilera, suprimiendo las contradicciones que germinan en sus entrañas. El mito de que Brasil estaría viviendo una fase que abriría la posibilidad de superación de la pobreza y la dependencia externa, simplemente ignora la fragilidad de las bases que sustentan el ciclo expansivo de los últimos años y su efecto perverso de reforzar la doble articulación responsable por el carácter salvaje del capitalismo brasilero: el control del capital internacional sobre la economía nacional y la segregación social como base de la sociedad brasilera. Algunos hechos son suficientes para dejar patente la verdadera naturaleza del modelo económico brasilero.
El crecimiento de la economía brasilera entre 2003 y 2011 no tuvo nada de excepcional -apenas 3,6% al año-, muy por debajo de lo que sería necesario para absorber el aumento vegetativo de la fuerza de trabajo -estimado en cerca de 5% al año-, y apenas por encima del crecimiento medio de la economía latinoamericana. La expansión fue determinada por la configuración de una coyuntura internacional sui generis, que permitió a Brasil “surfear” en la burbuja especulativa generada por la política de administración de la crisis de los gobiernos de las economías centrales. De hecho, el crecimiento fue empujado por el aumento de las exportaciones, impulsado por la elevación de los precios de los mercancías, y por la relativa recuperación del mercado interno, lo que sólo fue posible porque la abundancia de liquidez internacional creó la posibilidad de una política económica un poco menos restrictiva. En tanto, la coyuntura más favorable no fue aprovechada para una recuperación de las inversiones -basada en el crecimiento endógeno. En ese período, la media de la tasa de inversión quedó abajo del 17% del PIB -apenas por encima de la verificada en los ocho años del gobierno anterior y muy por abajo del nivel histórico de la economía brasilera entre 1970 y 1990.
La nueva rodada de modernización de los padrones de consumo solamente alcanzó a una reducida parcela de la población y, mismo así, en su mayoría, con productos superfluos de bajísima calidad. No podría ser diferente, pues, así como una persona pobre no dispone de condiciones materiales para reproducir el gasto de una persona rica, la diferencia de por lo menos cinco veces en la renta per capita brasilera en relación a la renta per capita de las economías centrales no permite que el estilo de vida de las sociedades afluentes sea generalizado para el conjunto de la población. Para las camadas populares incorporadas al mercado consumidor el costo fue altísimo y será pagado con grandes sacrificios en algún momento futuro. No es necesario ser un genio en matemática financiera para percibir que la carrera de las familias pobres a las compras no es sustentable. El cobro de tasas de interés reales verdaderamente escandalosas, en total asimetría con la evolución de los salarios reales, implica una verdadera servidumbre por deuda, caracterizada por el creciente peso de los intereses y amortizaciones en la renta familiar. El aumento artificial de la propensión a consumir de las familias es un problema macroeconómico grave. Cuando la “burbuja especulativa” estalle, no apenas las presiones tienden a ser potencializadas, sino que el creciente endeudamiento de las familias pobres se convierte en una grave crisis bancaria.
La subordinación del padrón de acumulación a la lógica de los negocios del capital internacional ha provocado un proceso de especialización regresiva de la economía brasilera en la división internacional del trabajo. La revitalización del agro-negocio como fuerza motriz del padrón de acumulación refuerza el papel estratégico del latifundio. La importancia creciente del extractivismo mineral, potenciada por el descubrimiento de petróleo en la capa pre-sal, intensifica la explotación predatoria de las ventajas competitivas naturales del territorio brasilero. En fin, la falta de competitividad dinámica (basada en innovaciones) para enfrentar las economías desarrolladas así como la insuficiente competitividad espúrea (basada en el salario bajo) para hacer frente a las economía asiáticas, llevan a un proceso irreversible de desindustrialización.
La regresión en las fuerzas productivas viene acompañada de la progresiva pérdida de autonomía de los centros internos de decisión sobre el proceso de acumulación. La exposición de Brasil a las operaciones especulativas del capital internacional es aumentando, de manera aterradora, su vulnerabilidad externa. La trayectoria explosiva del pasivo externo, compuesto por deuda externa con bancos internacionales y por el stock de inversiones extranjeras en Brasil, evidencia la absoluta falta de sustentabilidad de un padrón de financiamiento de la balanza de pagos que, para no entrar en colapso, depende de la creciente entrada de capital internacional. La magnitud del problema puede ser aquilatada por la dimensión del pasivo externo financiero líquido -que contempla apenas recursos de extranjeros de altísima liquidez prontos para dejar el país, ya descontadas las reservas cambiarias-, de US$ 542 billones a finales de 2011. Ante eso, está siempre la inaceptable amenaza de que, cuando el sentido del flujo de capitales externos se haya invertido, todo lo que hoy parece sólido, mañana se desvanecerá en el aire, haciendo que, de una hora a otra, los empleos generados desaparecen, el número de pobres vuelva a crecer y el país vuelva a adoptar draconianos programas de ajuste estructural impuestos por los organismos financieros internacionales.
El sustrato del modelo económico brasilero reposa, en última instancia, en la creciente explotación del trabajo -la verdadera gallina de los huevos de oro del capitalismo brasilero. La fenomenal brecha entre las ganancias de productividad del trabajo y la evolución de los salarios pone en evidencia que, incluso en una coyuntura relativamente favorable, el progreso no benefició a los trabajadores. No es tonta, la propaganda oficial omite el hecho de que, al final del gobierno Lula, el salario medio de los ocupados permanecía prácticamente estancado en el nivel de 1995. La perversidad del padrón de acumulación en curso queda patente cuando se toma en consideración la distancia de casi cuatro veces entre el salario mínimo efectivamente pagado a los trabajadores y el salario mínimo estipulado por la Constitución brasilera calculado por el Dieese (Departamento Intersindical de Estatística e Estudos Socioeconômicos).
Puesto en perspectiva histórica, los gobiernos progresistas profundizaron el proceso de flexibilización y precarización de las relaciones de trabajo. En los años de Lula, la jornada media del trabajador brasilero fue de 44 horas, elevándose una hora en relación a la media de los ocho años anteriores. La situación más favorable de la economía tampoco impidió que la rotatividad del trabajo continuase en elevación, ni significó una reversión de la informalidad en que se encuentra la mitad de los ocupados. El aumento del empleo también vino acompañado de una profundización del proceso de deterioro de la calidad de los vínculos contractuales de los trabajadores con las empresas, con la diseminación de formas espúreas de subcontratación. Se calcula que un 1/3 de los empleos generados en el período fueron para trabajadores tercerizados, hoy, más de 10 millones de puestos de trabajo, esto es, casi 1/5 del total de empleados. Finalmente, cabe resaltar la complacencia en relación al trabajo infantil. Al final de la primera década del siglo XXI, este trabajo continuó afectando cerca de 1,4 millón de niños brasileros -contingente equivalente a la población total de Trinidad Tobago.
La visión apologética de que los gobiernos de Lula y Dilma están empeñados en el combate a las desigualdades sociales, no toma en cuenta la relación de causalidad -hace décadas develada por el pensamiento crítico latinoamericano- entre: mimetismo de los padrones de consumo de las economías centrales, desempleo estructural y tendencia a la concentración de la renta -fenómenos típicos del capitalismo dependiente. En realidad, las tendencias estructurales responsables por la perpetuación de la pobreza y de la desigualdad social no fueron alteradas. Incluso con la expresiva ampliación de los empleos, aproximadamente 40% de la fuerza de trabajo brasilera todavía permanece desempleada o subempleada, esto es, sin renta de trabajo o con trabajo que remunera menos de un salario mínimo. En esas condiciones, no sorprende que la concentración funcional de la renta, que mide la división de la renta entre salario y lucro, haya permanecido prácticamente inalterada durante el gobierno Lula en uno de los peores niveles del mundo. La pequeña mejoría en la distribución personal de la renta (que mide la repartición de la masa salarial), apuntada como prueba cabal del proceso de “inclusión” social, en realidad apenas registra una ligera disminución en el grado de concentración de los salarios, reduciendo la distancia entre la renta de la mano de obra calificada y de la no calificada. La persistencia de stock de pobres del orden de 30 millones de brasileros -contingente superior a la población de Perú y cuatro veces más que los habitantes de El Salvador- revela el total disparate de imaginar a Brasil un país de “clase media”, todavía más cuando se tiene en consideración que el fin del ciclo expansivo hará que la “clase media” recorra el camino de vuelta hacia la pobreza.
La noción de que los gobiernos progresistas representan un cambio cualitativo en las políticas sociales no sintoniza con las prioridades manifestadas en la composición de los gastos públicos. Convertidos a la filosofía de la política compensatoria del Banco Mundial, Lula y Dilma pasaron a actuar sobre los efectos de los problemas sociales y no sobre las causas, contentándose en aliviar el sufrimiento del pueblo, dentro de las limitadísimas posibilidades presupuestarias de una política macroeconómica pautada por la obsesión en preservar el ajuste fiscal permanente. La evolución en la composición del gasto social del gobierno federal entre 1995 y 2010 comprueba que no hubo cambios relevantes en la política social de Lula en relación a su antecesor. En los principales rubros de gastos, como por ejemplo salud, educación, la participación relativa de los gastos sociales del gobierno federal en el PIB permaneció prácticamente inalterada. Existen dos excepciones. La primera respecto a los gastos de Previsión Social, cuyo aumento, como ya mencionamos, debe ser atribuido básicamente a los efectos de la Constitución de 1988. La segunda se refiere a los programas asistenciales que recibieron un aumento de recursos del orden de 1% del PIB, más del doble de la proporción destinada por el gobierno anterior. Mismo así, es un volumen insignificante cuando se lo compara con los recursos transferidos a los acreedores de la deuda pública -menos de 1/3 del superávit primario y menos de 1/6 del total de gastos del sector público con el pago de intereses (los cuales, entre 2003 y 2010, quedaron en torno de 3,4% del PIB al año). En realidad, lo que marca la política social de la era Lula, como la de Fernando Henrique Cardoso y sus antecesores, es el absoluto inmovilismo para superar la enorme distancia entre los recursos necesarios para suplir las carencias de las políticas sociales y la disponibilidad efectiva de los recursos para financiarlos.
Incluso la política externa, presentada por algunos como el frente más osado de la administración petista, disimula mal el sometimiento a los cánones del orden global y a las exigencias del imperio norteamericano. En la búsqueda desesperada por nuevos mercados y por capitales extranjeros, la Presidencia de la República fue instrumentalizada para vender al Brasil como si fuese mercancías por el mundo. También fue hartamente utilizada, principalmente en América Latina y África, como representante especial de grandes grupos empresariales, básicamente constructoras y bancos, en busca de nuevos mercados en las franjas periféricas del sistema capitalista mundial. El discreto y vacilante apoyo a Chávez, la mayor aproximación con Cuba, los flirteos con el mundo árabe y la búsqueda de una relación económica con India, Rusia y China, responden a los intereses comerciales concretos y no deben generar ningún tipo de ilusión en relación a la articulación de alternativas que signifiquen un desafío al orden global. En los foros internacionales, Lula y Dilma se transformaron en verdaderos paladines del liberalismo. Sus intervención se restringen a reclamar coherencia neoliberal de los gobiernos de los países ricos -felizmente, sin ninguna consecuencia práctica. Entre bastidores, la diplomacia brasilera renuncia a los principios a cambio de un eventual asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El caso más vergonzoso fue el envío de tropas a Haití para cumplir el patético papel de gendarme del intervencionismo norteamericano, protegiendo a un gobierno ilegítimo, corrupto y violento.
Hasta en el plano ideológico los gobiernos de Lula y Dilma permanecieron perfectamente encuadrados en el ideario del neoliberalismo. La agenda neoliberal ganó nueva credibilidad en el discurso y en la práctica de los dirigentes que tenían un pasado vinculado a las luchas sociales, reforzando todavía más los valores y el padrón de sociabilidad neoliberal. Al tomar como un hecho consumado las exigencias del orden, los líderes políticos que deberían iniciar un proceso de transformación social acabaron colaborando en el reforzamiento de la alienación del pueblo en relación a la naturaleza de sus problemas -la dependencia externa y la desigualdad social-, así como las reales alternativas para su solución -la lucha por la transformación social. No puede extrañar el reflujo del movimiento de masas y el proceso de desorganización y fragmentación que golpeó, sin excepción, a todas las organizaciones populares.
Vistas en perspectiva histórica, las semejanzas entres los gobiernos progresistas y los conservadores son mucho mayores de que las diferencias. Dilma, Lula, Fernando Henrique Cardoso, Itamar Franco y Collor de Mello, hacen parte de la misma familia -el neoliberalismo-, cada uno es responsable de un determinado momento de ajuste en Brasil a los imperativos del orden global. En una sociedad sujeta a un proceso de reversión neocolonial, la distancia entre la izquierda y la derecha del orden es pequeña, porque el radio de maniobra de la burguesía es mínimo. El grado de libertad se reduce, básicamente, a las siguientes opciones: mayor o menor crecimiento, en un padrón de acumulación que no da margen para la expansión sustentable del mercado interno; mayor o menor concentración de la renta, dentro de los límites de una sociedad marcada por la segregación social; mayor o menor participación del Estado en la economía, dentro de un esquema que impide cualquier posibilidad de políticas públicas universales; mayor o menor dependencia externa, dentro de un tipo de inserción en la economía mundial que coloca al país a remolque del capital internacional; y, como consecuencia, mayor o menor represión a las luchas sociales, dentro de un régimen de “democracia restringida”, bajo control absoluto de una plutocracia que no tolera la emergencia del pueblo como sujeto histórico -sea por el recurso del aplastamiento, que caracteriza a los gobiernos a la derecha del orden; sea por el recurso de la cooptación, como hacen los gobiernos que se posicionan a la izquierda del orden.
En suma, la modesta prosperidad material de los últimos años, que llevó a una parcela de la población brasilera a tener acceso a bienes de consumo conspicuo de última generación, es efímera y nociva. La euforia que alimenta la ilusión de un neo-desarrollismo brasilero es insustentable. Al socavar las bases materiales, sociales, políticas y culturales del Estado nacional, “progresistas” y “conservadores” son responsables, cada uno a su manera, por el proceso de reversión neocolonial que compromete irremediablemente la capacidad de la sociedad brasilera para enfrentar sus desafíos históricos y controlar su destino, de modo de definir el ritmo y la intensidad del desarrollo en función de las necesidades del pueblo y de las posibilidades de su economía.
* Plínio de Arruda Sampaio Júnior es profesor del Instituto de Economía de la Universidad Estadual de Campinas – IE/UNICAMP y miembro del consejo editorial de Correio da Cidadania.
Traducción de Ernesto Herrera para Correspondencia de Prensa