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05 octubre 2013
Las Farc le atribuyen al Estado la responsabilidad de la guerra. Pero la eternización de esa guerrilla ha sofocado a la izquierda sin armas y fortalecido la iniquidad.
Sin pedirle permiso a nadie, como exige el perseguidor procurador Ordóñez, los que hacemos el programa de televisión Las Claves en Canal Capital viajamos a La Habana a hablar con las Farc sobre el proceso de paz. Grabamos dos horas de conversación. No fue una entrevista formal a los negociadores de la guerrilla, sino una charla en un jardín, delante de las cámaras y con micrófonos, entre Iván Márquez, Pablo Catatumbo y yo. La primera parte se emitió el martes pasado, y la hora que falta estará en pantalla el martes que viene a las nueve de la noche.
Me han dicho que no fui lo bastante “confrontacional” ante los dos veteranos guerrilleros (veteranos: de a cuarenta años por barba “en las montañas de Colombia”). Que los dejé hablar sin llevarles la contraria. Puede ser, pero no pido disculpas. Es que desde hace los mismos cuarenta años estoy de acuerdo con casi todo lo que dicen las Farc, aunque llevo otros tantos condenando la ferocidad de sus métodos. Para ponerlo en escorzo: estoy de acuerdo con la exigencia de que el Estado deje de matar en nombre del orden, y en desacuerdo con que las Farc se arroguen el derecho de matar ellas mismas en nombre de la libertad.
Los métodos, he escrito aquí y en todas partes un centenar de veces, corrompen el fin. Harto he escrito sobre el horror del secuestro, que envilece al secuestrado y al secuestrador. Me horroriza igualmente el uso de armas como las minas antipersonales, no solo por cobardes (todas las armas lo son), sino porque sus víctimas suelen ser, no los enemigos, sino la gente que pasa por ahí. Y no me convence el argumento utilitario de la defensa propia, ni –menos aún– el demagógico de la defensa del pueblo.
En cambio lo del comercio de drogas, tan criticado por los bienpensantes, me da igual: es un delito artificial, como todo contrabando, inventado por la prepotencia de los Estados Unidos, y cuyas consecuencias de violencia y corrupción no existirían si las drogas prohibidas estuvieran permitidas, como lo están las demás, desde el alcohol hasta el Prozac. Llevo cuarenta años diciendo que hay que criticar la prohibición de las drogas, y no las drogas mismas.
Más de acuerdo aún estoy con los objetivos declarados de las Farc. (Incluyendo el de la toma del poder, pretensión a la que tiene derecho todo el mundo). Ahora que veo por sus propuestas de La Habana que han dejado de lado sus maximalismos irrealizables. Ya no aspiran a la revolución socialista: ni por contrato, ni por el cañón del fusil. Solo pretenden que se cumplan la Constitución y las leyes. Y, como pedía Gaitán hace más de sesenta años, cuando empezó el último acto de todo esto, paz y piedad para la patria.
Casi se puede decir que lo que piden las Farc – y lo he escrito aquí alguna vez – es lo mismo que el Estado ofrece.
Solo que los gobiernos no cumplen lo que el Estado ofrece. Concuerdo con Timochenko, que dice en su última carta: “La verdad es que en las alturas siempre se ha concebido la paz como la simple terminación del alzamiento armado, sin ningún cambio importante en las estructuras económico–sociales o el régimen político del país. Algunas prebendas personales al precio de la rendición y entrega”.
Las Farc le atribuyen al Estado, y al establecimiento que lo maneja, la responsabilidad de la guerra. Y sí, de acuerdo: la iniquidad reinante está en el origen de las guerrillas en Colombia, como lo está en el de las organizaciones de la izquierda sin armas, que también la denuncia y la combate. Pero la eternización de esa guerrilla armada ha tenido resultados perversos: el de sofocar el desarrollo de la izquierda sin armas y el de fortalecer el imperio de la iniquidad.
La existencia de la guerrilla no solo no contribuye a la solución de los problemas sociales, políticos y económicos del país sino que les añade un estorbo. En nuestra conversación de La Habana Catatumbo y Márquez denuncian como “enemigos desembozados de la paz” al expresidente Álvaro Uribe y al procurador Alejandro Ordóñez. Y estoy de acuerdo. Pero ellos mismos, es decir, las Farc, son los aliados objetivos de esos dos personajes. Sin guerrillas que sirvan de excusa y de carnada a la derecha bárbara que encarnan el expresidente y el procurador, la derecha colombiana podría ser civilizada y democrática. Como lo sería también la izquierda.
Por eso es necesaria la terminación del conflicto armado. Para que salgamos de la barbarie.
De corazón, ojalá que con el sólo logro de la paz, el pueblo colombiano salga del marasmo y se proyecte hacia saludables escenarios sociales. Pero considero que eso de las izquierdas y derechas es una trampa en la que los pueblos estamos inmersos, una trampa que nos divide, rivaliza y debilita, estado del que se nutren los parásitos y depredadores.
Asumiendo por un instante que uno cualquiera de los pueblos considerados pobres de Latinoamérica y del mundo, por méritos propios lograse salir de su pobreza y se enrumbase sólido hacia el estado social considerado como desarrollado, del primer mundo, los parásitos y depredadores, en especial los internacionales, de seguro, con todos los medios a su alcance van a intentar truncar ese proceso, siendo justamente lo que hacen y con éxito, en el escenario de los pueblos divididos, enfrentados entre si y debilitados.
Que si se presentase el caso de un pueblo unido, fortalecido y determinado, caso que lo da la democracia participativa con su entrega de masivo buen trato psicológico, que da la práctica de la voluntad social y el uso del talento colectivo, el panorama cambia de forma radical y no habría poder humano que detenga ese avance hacia el estado social considerado desarrollado, del primer mundo.
Un escenario al alcance de todos los pueblos del mundo, asunto de salir de esa sutil trampa provista por la democracia representativa con sus izquierdas y derechas.