No es el amplio contexto delincuencial sino nuestras comunidades – espacios que se suponen de seguridad y confianza – las que sacrifican la vida de nosotras, mujeres.
En los últimos dos meses, algunos casos de feminicidio tuvieron cobertura mediática a partir de acciones organizadas por familiares y amigos de las víctimas. Visibilizar los casos contribuye enormemente a ampliar las posibilidades de justicia, pero la opinión pública generada devela límites significativos en la comprensión sobre los problemas que enfrentamos con este tipo de crímenes. Los asesinatos sistemáticos de mujeres exigen estrategias e instrumentos en el ámbito jurídico, pero no únicamente. Exigen sobre todo una disposición autocrítica de los contenidos misóginos –brutales o sutiles- presentes en los imaginarios y prácticas que dan forma a nuestras comunidades. No me refiero a las comunidades rurales, pues estas presentan una incidencia de la violencia menor, del 58,7% frente al 61,4% en zonas urbanas[1]. Hablo de nuestros entornos cotidianos e íntimos: la familia, el barrio, los círculos de colegas, compañeros de estudio y amigos; espacios idealmente seguros por estar formados entre commonis, gente corresponsable en el cuidado de la vida de todos.
Noticias producidas por medios dan la impresión que los feminicidios son perpetrados por hombres sin rostro, jóvenes vándalos, drogadictos o delincuentes que deambulan en la oscuridad peligrosa de las ciudades. Claman por medidas drásticas para contrarrestar la delincuencia común y la inseguridad. Sin embargo, investigaciones en el Ecuador y otras partes del mundo muestran que la violencia contra las mujeres en razón de su género es cometida casi siempre por hombres de la propia familia o de círculos de confianza de las víctimas.
Según cifras oficiales en Ecuador, el 76% de mujeres que ha vivido algún tipo de violencia de género ha sido violentada por su pareja o ex pareja y el 90% de estas mujeres vive con sus agresores. ¿Por qué? Estudios de casos de feminicidio muestran que, antes de ser asesinadas por sus parejas, las mujeres manifestaron a por lo menos un familiar su deseo de separarse. Pero las respuestas fueron, cuando menos, disuasivas. Algunos intentos de separación fueron castigados por los padres de las mujeres, obligándolas a regresar junto a sus esposas a través de chantajes, amenazas y hasta golpes. Amigos, vecinos, autoridades religiosas y otras personas del entorno cercano de las víctimas –personas de confianza- también intervinieron para convencerlas de sostener su relación. Sus argumentos generalmente plantean que el respeto y buen trato de la pareja es algo que toda mujer debe ganar demostrando recato y enseñándole a él a ser una buena pareja. De esta manera la violencia es entendida como una característica natural de las relaciones de pareja, que solo se transforma con el tiempo y la voluntad pedagógica de las mujeres.
Las mismas cifras muestran que el 24% de mujeres restantes ha sufrido violencia de “otros”, categoría que incluye mayoritariamente a hombres cercanos a las víctimas. Cuando no es la pareja o ex pareja, el agresor es casi siempre un tío, abuelo, padrastro, hermano o amigo de la mujer. Todos estos casos de la violencia contra nosotras casi siempre silenciados con otras violencias. La estabilidad de la familia, de las amistades que nos rodean, de las instituciones en que trabajamos, es colocada como un bien supremo que debe preservarse a costa incluso de nuestras vidas.
Las comprensiones equivocadas sobre esta problemática evaden la posibilidad de transformaciones radicales mientras nociones perversas de comunidad colocan la vida de las mujeres como un medio que debe sacrificarse para preservar su estabilidad. No es el amplio contexto delincuencial sino nuestras comunidades – espacios que se suponen de seguridad y confianza – las que sacrifican la vida de nosotras, mujeres. Nos traicionan, nos matan.
*Revista Flor del Guanto
[1] Estas y las siguientes cifras son de la “Encuesta Nacional de Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres”, INEC 2013.