27 May 2016
Rechazar el discurso de un golpe de las élites contra un gobierno nacional-popular es clave para entender la crisis brasileña y desarrollar estrategias sobre qué hacer desde la izquierda.
Con un cartel que dice en portugués “Temer Fuera,” manifestantes marchan contra el presidente en funciona Michel Temer, y en apoyo de la presidenta Dilma Rousseff, en Sao Paulo, Brasil, el domingo, 22 de mayo de 2016. Foto AP / Andre Penner
La caída de Dilma parece exigir una lectura obvia por parte de la izquierda. De nuevo en la historia de Latinoamérica, un gobierno de matriz nacional-popular es derrocado por las elites neocoloniales. Una vez más, el intento geopolítico de construir un eje alternativo al imperialismo de Washington, esta vez a través de los BRICs, acaba aplastado por una restauración conservadora. Se vuelve a escenificar la historia de los golpes de estado en el subcontinente y resuena el eco de los golpes de 1964 (Brasil), 1973 (Chile) o 1976 (Argentina) y la cuartelada contra Chávez en Venezuela (2002), o de los llamados “golpes blandos”, contra Zelaya en Honduras (2009) o Lugo en Paraguay (2012). Esta vez, la victima ha sido el mayor partido de masas de las Américas, la mayor pieza del dominó que, ahora, amenaza todo el ciclo de gobiernos progresistas. Sobran las señales para afianzar dicha interpretación. En favor del PT salen a la calle las estrellas y las banderas rojas, Lula, el MST, el panteón de intelectuales de izquierda esclareciendo los efectos inmediatos del golpe y denunciándolo.
El resquebrajamiento del ciclo del Partido de los Trabajadores al mando del gobierno federal de 2003 a 2016 afecta el presente de aquellos que se sienten directamente implicados en el proyecto. Independientemente de lo que el “proyecto” signifique, admitir su colapso es interpretado como el fin de una visión del mundo. Por más truncada y repleta de contradicciones que esté, cuando cae el telón sobre la pieza petista, la sensación que se manifiesta viene a ser una mezcla de melancolía y de rabia. Tan grande era la esperanza depositada en el PT, que el momento presente se siente como el fin de una era, en el que naufragan con él las izquierdas, los progresismos y los horizontes de las luchas. Futuro, presente y pasado se agregan en un punto en el que todo parece ganar espesor y todo se pone en duda. Se decide no sólo quien ocupa el sillón gubernamental, sino también las conquistas sociales de las últimas dos décadas, el legado institucional de la Constitución de 1988, la memoria de las luchas contra la dictadura.
Durante la votación del impeachment en el Congreso, los parlamentarios invocaron de forma reiterada los valores sagrados y las instituciones patrióticas en discursos dramáticos. Un diputado elogió a un coronel torturador del régimen de 1964, otro proclamó el fin de la “dictadura lulopetista” encarnada en la bolsa familiar, calificada por otro diputado como la “vagabundización remunerada”. Y el constreñimiento temporal también indujo a los diputados contrarios a invocar los mártires de la resistencia, desde Zumbi, el líder insurgente de los esclavos, a Olga Benário, comunista deportada durante la dictadura de Vargas al III Reich y posteriormente gaseada. Las escenas dramatizadas del tableau vivant de la representación parlamentaria brasileña sonaban como sucesivos golpes de teatro, saltando inusitadamente de escena en escena.
Debería provocar al menos curiosidad, en aquellos menos susceptibles de dejarse convencer por los efectos melodramáticos y los histrionismos, calificar como golpe de estado el procedimiento llevado a cabo conforme la constitución presidencialista del país, previsto exactamente para la remoción de un presidente electo, cuando el mismo se cumple rigurosamente, bajo la supervisión de un tribunal supremo compuesto por once miembros, ocho de los cuales propuestos por los gobiernos del PT. O que quien asumirá el lugar de Dilma, si se confirma el impeachment en octubre, sea el vicepresidente que fue elegido junto con ella en 2014 y 2010. Más de dos tercios de los parlamentarios votaron a favor de la instauración del proceso en ambas cámaras legislativas brasileñas, con un intervalo de casi un mes entre la primera y la segunda deliberación, periodo durante el cual las fuerzas gubernamentales ejercieron su defensa en fórums y medios de comunicación y en las instancias correspondientes, ante las que interpusieron recurso tras recurso, en una microscópica discusión del ritual.
Se alega que no existe fundamento material para el impeachment, pero, entre considerarlo una decisión injusta en función de las conveniencias políticas y acusarlo de ser un golpe que vulnera la constitución existe una considerable distancia. A pesar de que el caso en cuestión no está al mismo nivel de los impeachments consumados de Collor en Brasil (1992) o Fujimori en Perú (2000), difiere mucho en la forma y en el contenido de los casos recientes que tuvieron lugar en Honduras, donde el presidente fue metido en un helicóptero en la oscuridad de la noche y deportado por las fuerzas armadas, y en Paraguay, donde Lugo sufrió un “impeachment relámpago” que duró menos de 48 horas.
Los defensores del gobierno dirían que esto no importa. Golpe blando, parlamentario, jurídico-mediático o postmoderno, lo que importa es traducir la secuencias de hechos y los encadenamientos vertiginosos en un enunciado simple y directo. Un enunciado que pueda, como escribió Luiz Eduardo Soares, “definir la presidenta como víctima” o “remitir mensajes fácilmente decodificables a la audiencia internacional, constriñendo a los operadores internos del proceso”. De hecho, está en curso la conjugación de esquemas didácticos y estructuras obsesivas alrededor de la narrativa del golpe, cuya lógica cerrada no permite vacilaciones. No es el momento de jugar con acertijos o sacarle la gravedad de la indecencia que experimentamos. Es el momento de resistir el golpe. Todo lo demás se tratará como una disquisición bizantina que retrasa la marcha de los paladinos contra el golpe. Es un clima de pánico moral que irónicamente recuerda el avance moralista y conservador que estaría por detrás del golpe en primera instancia.
El mayor problema de esta actitud se encuentra en la absoluta descompensación entre las expectativas y la realidad. ¿Cómo es posible invocar la fuerza moral de un gobierno en favor de los más pobres, cuando, según el relato épico, estos no están a la altura de lo que exige el momento? El músico e intelectual de la periferia, Mano Brown, lamenta que las favelas se mantengan en silencio, se engañen con la televisión y terminen por dar la espalda a Dilma. Hace dos años, después de las protestas de 2013, el secretario de Dilma Gilberto Carvalho incluso llegó a hablar de ingratitud: “hicimos tanto por esa gente y ahora ellos se levantan contra nosotros”. Se cierne entre los resistentes al golpe un sentimiento difuso de que la situación no ha movilizado al pueblo como sería esperable. Existe un desfase de representación política también en la izquierda, ya que los receptores del discurso parecen rechazar ser encuadrados en los esquemas nacional-populares. Y cuando emergen en las narrativas, son reducidos a un caldo desorganizado, pre-político, a merced de las pulsiones mediáticas.
Otro desajuste imposible de tragar es el hecho de que, durante 13 años, el gobierno reivindicó el pragmatismo como razón de ser. El límite máximo de correlación de fuerzas, como dicen sus intelectuales, sirvió de coartada para una verdadera “pasión por lo posible” que situó el Compromiso Histórico como base del Lulismo. Durante más de una década, incluso durante la extraordinaria movilización popular y democrática de 2013, las fuerzas gubernamentales opusieron un férreo realismo político al idealismo inocente e irresponsable. ¿Cómo pueden ahora los gubernamentales actualizar historias de otros tiempos a través de una construcción shakesperiana, cuando han hecho política recurriendo al más desencantado de los pragmatismos?
¿No fue Gleisi Hopffmann, exministra jefe de Dilma, actualmente una de las protagonistas de la saga de la resistencia contra el golpe, quien dijo que el “gobierno no puede y no va a apoyar a las minorías para acometer proyectos ideológicos irreales”? ¿Con qué legitimidad puede la presidenta apartada asomarse ahora como una figura heroica de la mitología de la izquierda, cuando la misma, cuando ostentaba poder y legitimación, calificaba las luchas de nuestro tiempo, de los indígenas y de los ambientalistas ante la fábrica de Belo Monte, de “fantasías”?
La obsesión simplificadora y pedagógica, idealizada para cultivar un aura de misterio, no penetrará en la complejidad de los hechos que conforman la coyuntura brasileña. De hecho, los afectos tienden a moverse en círculos, como gritos tan estridentes como impotentes. Se gobierna mediante sujeta-papeles, cálculos de gobernabilidad y razonamientos desarrollistas, pero una vez fuera del gobierno se recurre al carisma como maniobra táctica – a la idolatría de las imágenes. Así no se va muy lejos. “Infeliz la nación que necesita héroes”. La fascinación del discurso del golpe se limita, como máximo, a reforzar una matriz comunitaria, de sentimiento de pertenencia, cuya salvación depende de un ritual de cohesión y algún líder carismático.
El impeachment puede ser una conspiración, – tal vez un “golpe palaciego” -, pero no hay paladinos en esta historia. No sirve el proverbio crea cuervos y después te sacarán los ojos, porque no hay palomas en esta historia. Son todos cuervos, tal como lo reveló la Operación Lava Jato: o sea, un bloque ecuménico de partidos, políticos y compinches contra los que se manifiestan gran parte de los millones de indignados en las calles y en las redes de estos últimos años. Temer fue un aliado de larga duración del PT. Su partido, el PMDB, fue el hermano siamés del PT en la coalición lulista desde 2005, hasta que desembarcó del gobierno en el mes de marzo de este año. Henrique Meirelles, el banquero del Boston Bank nombrado por Temer como hombre fuerte de la economía, fue ministro durante ocho años del gobierno Lula. Y el ajuste fiscal y la reforma del Estado se remontan al giro de Dilma a la derecha, a contramano de su propia campaña electoral (2014). Vivimos una aceleración de tendencias existentes, en lugar de una ruptura con el gobierno suspendido. Si hay discontinuidades entre Dilma y Temer, es innegable que existen también diversas continuidades. La remoción del PT de la coalición gubernamental no se explica por sus cualidades.
En un país que vivió dos dictaduras y una era de esclavitud, en el que el golpismo parece pertenecer a su quintaesencia, con linchamientos diarios, violencia policial en las metrópolis, encarcelamiento de pobres en masa, racismo de Estado y exterminio de indígenas, suena a egocentrismo atroz, a día de hoy, después de 13 años en el poder, situarse en el centro de la obra como víctimas heroicas de un golpe de estado. Las únicas tropas que vimos en los últimos años fueron las que los gobiernos colocaron en las favelas, en los mega-eventos, en las grandes obras empresariales, para garantizar la ley y el orden, para ejercer la violencia legítima contra los no pacificados, contra los “criminales”, los salvajes, contra los manifestantes, para hacer reinar la paz…
No se pueden superar los problemas de hoy sin asumirlos. Es necesario introducir nuevos datos, recapitular episodios, argumentar paso a paso, cartografiar minuciosamente las relaciones de fuerza, los impases, las paradojas y vaivenes que nos trajeron hasta aquí. El calor del momento no puede despojarnos del derecho a llevar a cabo reflexiones necesarias y dolorosas.
* Bruno Cava es escritor y bloguero, investigador asociado en la Universidad Nômade. Publica en varios medios, entre otros The Guardian, Al Jazeera, Multitudes y Le Monde Diplomatique.
Fuente: https://opendemocracy.net/democraciaabierta/bruno-cava/of-heroes-and-coups