El Hoy 17 marzo 2013
Con jueces como Daniel Lasso no se necesitan fiscales
Tienen 18 años recién cumplidos y es imposible no verlos como lo que son: doce chicos en uniforme de colegio. Nerviosos, disciplinados a la fuerza, a duras penas logran contener el torrente de energías, la explosión hormonal que pugna por brotar en cataratas de actividad física. Pero están esposados y vigilados, así que permanecen en las sillas que les asignaron, inquietos como diablos en botella. Las madres hacen lo posible por aproximárseles desde atrás y tomarlos por el cuello, estrecharlos, compensar con abrazos los 21 días de separación obligada. Para ellas no son más que niños. Las policías que los cuidan, cuatro mujeres del Grupo Especial Penitenciario Alpha en uniforme de camuflaje, debieran impedir todo acercamiento pero hacen de la vista gorda. Ellas entienden. Una de las uniformadas, rechoncha y sonriente, no reprime la ternura: juega con las greñas puntiagudas del prisionero que tiene más cercano; tira suavemente de la colita del de más allá… ¿Estos gallitos engominados son qué cosa? Desestabilizadores de la democracia, han dicho la Fiscalía y el Ministerio de Justicia. Acusados del delito de rebelión contra el Estado. Tipos peligrosos, pues. La policía bonachona parece recordarlo de pronto y tiene que tragar saliva antes de cumplir con su deber de mala gana: “Retroceda, señora, vuelva a su puesto. No está permitido”.
Ha entrado el juez. Lleva el escaso pelo engominado y viste como si compusiera su guardarropa con el Pantone en la mano: terno, corbata y camisa son de tres gradaciones diferentes del mismo lila. Su nombre es Daniel Lasso y preside la audiencia en la sala primera de la Unidad de Flagrancia que pusieron en la avenida Patria, frente a El Ejido: los ocho abogados defensores de los Doce del Central Técnico presentan un pedido de aplicación de medidas sustitutivas. Los estudiantes llevan detenidos desde el 22 de febrero, cuando se manifestaron en la calle, pararon el tráfico, rompieron vidrios, causaron destrozos. Ese día hubo más de sesenta detenidos. Los 55 menores de edad salieron al día siguiente. Quedan ellos. Si todo esto hubiera ocurrido tres días antes, los detenidos serían once, porque tres días antes Jefferson Cajamarca tenía 17 años. Así de aleatorio.
Eso no es asunto del juez Lasso. Los acusados son doce mayores de edad a quienes se imputa un delito flagrante de envergadura: rebelión contra el Estado, así que debe tratarlos como a tales. Lo mismo se debiera esperar de las Policías, pero cuando el juez ordena que los chicos sean liberados de las esposas, ellas viven el momento como una secreta fiesta y cumplen la orden con la sonrisa a punto de florecer.
Una onda de energía expansiva recorre la doble fila de sillas colocadas frente a la máxima autoridad del estrado. En cuanto desaparecen las esposas, los brazos de los jóvenes estallan y empiezan a saludar, a estrechar, a abrazar, a ser rudos… Uno hace una llave al que está al lado; otro cae a puñetazos sobre la espalda del que tiene por delante. Entre todos se empujan, se patean. Como los chicos.
El pedido de medidas sustitutivas a la prisión, tiene a su favor el artículo 77 de la Constitución, según el cual “la privación de libertad se aplicará excepcionalmente cuando sea necesaria para garantizar la comparecencia en el proceso o para asegurar el cumplimiento de la pena”. En consecuencia, una audiencia de petición de medidas sustitutivas consiste en una avalancha de documentos, con los cuales los abogados de la defensa tratarán de garantizar que los acusados, una vez libres, acudirán al juicio.
Eso hacen los ocho de los Doce. Uno por uno van tomando la palabra y enterrando al fiscal en documentos: certificados de buena conducta y aplicación en clases; certificados de trabajo; certificados de enfermedad; certificados de no tener antecedentes penales; certificados de propiedad; certificados de habitar en domicilio estable; certificados de honorabilidad respaldados por 100 o 200 firmas de vecinos del barrio… Algunos abogados cumplen el cometido con cierta enjundia, pero los más son tan aburridos como puede serlo un trámite de presentación de documentos.
Lo interesante viene después, cuando el turno para hablar recae en Borman Peñaherrera, el fiscal. ¿Cuestionará los documentos? ¿Se opondrá a la petición de medidas sustitutivas?
Cómodamente instalado en el cubículo a la derecha del juez (sus oponentes se apretujan y desbordan el de la izquierda), Peñaherrera habla con parsimonia. Trata los doce casos uno por uno. Los padres y familiares se han puesto de pie e intentan escuchar, expectantes, algunos de puntillas, a muy poca distancia de sus hijos sentados. El fiscal habla bajito y el sonido de la ventilación molesta al fondo de la sala.
“Jefferson David Cajamarca Pilaquinga”, anuncia. Y detalla: el señor presenta certificados de arraigo domiciliario, estudiantil y laboral; adjunta una carta de vecinos del barrio que aseguran conocerlo como un muchacho solidario, alegre, trabajador, buena persona; añade informe médico sobre enfermedad cardíaca… La Fiscalía considera que todos estos documentos son pertinentes y garantizan que el acusado asistirá al juicio en libertad; además encuentra que el joven Cajamarca Pilaquinga no representa ningún peligro para la sociedad. En tal virtud, esta Fiscalía se allana a lo solicitado por la defensa y solicita al juez la aplicación de medidas sustitutivas a la prisión preventiva, esto es: prohibición de salida del país y obligación de presentarse cada semana ante un juez.
Al escuchar estas palabras, Jefferson David Cajamarca Pilaquinga, un joven delgado y miope en la segunda fila de acusados, sacude los puños apretados y mete la cabeza entre los brazos, mientras atrás se abre paso su madre hasta alcanzarle los hombros.
El fiscal va revisando una por una las doce carpetas: todas las noticias son buenas. Algún documento objeta pero nada de importancia. Y al final de cada carpeta: se solicita medidas sustitutivas; se solicita medidas sustitutivas… En las dos filas de acusados, las mismas sonrisas, la misma alegría. En resumen: dice el fiscal que ninguno de los doce chicos es peligroso para nadie, que ninguno se va a fugar y que todos asistirán al juicio en libertad lo mismo que lo hicieran si estuviesen presos.
Va el fiscal por la carpeta número siete cuando al juez le da por declarar un inesperado receso de 25 minutos. Sale apresurado dejando una estela lila sobre la pared del fondo y un conjunto de rostros estupefactos, pero también la fiesta instalada en la doble fila de acusados. La policía bonachona luce tan feliz como los chicos, bromeando y riendo con ellos. A los 25 minutos regresa impávido y puntual el juez Lasso, reinstala la sesión como si nada y el fiscal concluye con los cinco que faltaban.
Entonces viene su turno. Más de media hora se toma el juez para revisar la montaña de documentos (la mayoría de ellos muy repetitivos) que ha sido presentada por los abogados. No declara receso como antes: procede a ojos vista, en el propio estrado. Con frecuencia hunde la cabeza entre los brazos apoyados sobre el escritorio y exhala continuamente: todo un obrero el juez Lasso. Al cabo de media hora, llama con una cabezada a su asistente. Este se aproxima y comprueba la eficacia del micrófono con dos golpecitos, tap-tap. Los familiares, desperdigados y desparramados en sus sillas, se ponen de pie y vuelven a sus puestos. En la sala primera de la Unidad de Flagrancia solo se escucha el zumbido de la ventilación que tanto estorba al fondo.
Con magistrados como Daniel Lasso, juez de garantías (así dice su título), el Estado podría prescindir de los fiscales. Su decisión es conocida: se concede las medidas sustitutivas a dos de los Doce. A uno por enfermedad y a otro porque se demostró con documentos que el 22 de febrero acudió al colegio porque se lo había convocado para que recogiera unos documentos. A los diez restantes se les ratifica la orden de detención.
Estallan los llantos de las madres. No hacen nada las cuatro policías para evitar que seis de ellas se lancen a abrazar a los de la segunda fila. No a abrazarlos, propiamente: a sujetarlos, a protegerlos, a evitar que se los lleven, a agarrarlos y agarrarse de ellos con uñas y dientes. Los chicos lloran también, desconsolados. Con un nudo en la garganta proceden las del GEA a esposarlos de nuevo mientras que otros uniformados, azules estos, de la Policía Judicial, empiezan a desalojar la sala.
“Mi hijo presentó certificado médico, fue operado”, reclama un padre. Y el engominado juez de lila, tan puntilloso y correcto, se pone a debatir con él: “ese certificado es de hace más de un año, señor”.
Al fin consiguen las policías mujeres separar a los hijos de sus madres y los de azul echarlas a ellas fuera de la sala. Afuera espera una furgoneta del Ministerio de Justicia para llevarlos de vuelta a las celdas. En la ventana de atrás tiene pintada una consigna: “Ecuador ama la vida”.
Eso es justicia?, son chicos, son estudiantes, no son delincuentes…….como es posible que hablemos de que necesitamos un pais de paz, con profesionales bien formados, y los estudiantes esten en prision o expulsados de su colegio, tienen toda una vida por delante, sueños anhelos y el sincero deseo de engrandecer este pais.