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2 abril 2013
Escuchaba a un amigo que no es ciclista pero que nos ve con mucha ternura y a su vez empatía: “Los están matando como a pingos en partida de bolos”, en referencia a los últimos acontecimientos lamentables en las vías de Quito. Yo le he dicho que no es de ahora, sino hace rato, más específicamente cuando el auto arremetió como Pedro en su casa en las calles de todas las ciudades del mundo, sin ser cuestionado, al contrario, fue vitoreado y alzado en hombros como símbolo de modernidad, desarrollo, poder y estatus. Contra esos valores es difícil convencer a la gente que no compre autos, menos aún, que no los utilice. En el caso de Quito, aunque no existen estadísticas ni en la web Municipal ni en la de la Agencia Nacional de Tránsito, respecto al número de ciclistas muertos por año, puedo intuir que la cifra fue y sigue siendo alta. Alguna vez visité uno de esos patios donde suelen caer como tapas de tillos, los autos hecho trizas. Me horrorizaron los asientos ensangrentados, vidrios retorcidos, trozos de ropa o zapatos destripados entre las latas, pero más me horrorizó ver no sólo una, sino cientos de bicicletas dobladas como un clip entre esa montaña espantosa de hierro y sangre. La mayoría eran bicicletas de niños por su tamaño. Este descubrimiento me heló la sangre. ¿Cuántas familias habrían perdido a sus hijos o hijas mientras hacían lo que muchos en nuestra infancia hicimos cuando en Navidad recibíamos con un lazo rojo el tan anhelado regalo de nuestras vidas: una bicicleta?
El silencio y la impunidad se suman a las causas ya atribuidas por expertos en seguridad vial, funcionarios públicos, cicloactivistas, medios de comunicación para explicar las elevadas tasas de accidentalidad vial y más aún de muertes en el Ecuador (impericia de quiénes van al volante, el abuso del alcohol, el mal estado de las vías, ausencia de infraestructura adecuada y segura para circulación en bicicleta o a pie, la inoperancia de la leyes de tránsito, los intereses tras la producción de autos, etc). A esto se debe añadir que el modelo de gestión del tránsito y la movilidad vigente no previno que instaurando un sistema de bicicleta pública, el uso de la bicicleta privada iba a aumentar considerablemente y que para garantizar la seguridad de los ciclistas, debía adecuarse y diseñarse el viario y la señalización con anticipación y planificación.
Pero para no extender este análisis que puede tener varias aristas, arriba enlistadas, me centraré en dos hechos sobre cómo se dio la muerte de Sebastián Muñoz: el exceso de velocidad en vías urbanas (más de 100 km/h) cuando lo permitido es 50km/h y la concomitante huida o escapada del asesino.
Según la OMS, cerca de la mitad de las personas que fallecen como consecuencia de accidentes de tránsito son peatones, ciclistas o «usuarios de vehículos de motor de dos ruedas – conocidos colectivamente como usuarios vulnerables de las vías de tránsito» – y esa proporción es mayor en las economías más pobres del mundo. Por ejemplo, mientras en los países de ingresos altos de la Región de las Américas el 65% de los casos notificados de defunción se produce entre los ocupantes de un vehículo, esta situación es muy diferente en los países de ingresos bajos y medianos de la Región del Pacífico Occidental donde alrededor del 70% de las víctimas mortales por accidentes de tránsito corresponde a usuarios vulnerables de las vías de tránsito (OMS, 2009, viii).
Así, la velocidad es un factor de riesgo fundamental para los traumatismos entre los peatones y ciclistas, y tan sólo el 29% de los países cumple los criterios básicos de reducción de la velocidad en los tramos urbanos, mientras que menos del 10% de los países considera que la observancia de los límites de velocidad sea eficaz. Esto se corrobora con las versiones de los testigos en el accidente, que afirman que la velocidad del vehículo que impactó a Sebastián era mayor a 100 km/h.
Es decir, ni las campañas de educación o de convivencia vial que llevó a cabo el municipio capitalino ni el Ministerio de Transporte respecto a los ciclistas el año pasado, han logrado aplacar la sed de velocidad, poder y supremacía que se siente cuando manejas un auto. Ese placer de acelerar y sentir la velocidad alimentado por el vértigo de pretender controlar el vehículo a mayor velocidad. Placer adictivo que en el mejor de los casos resulta en las carreras de fórmula 1 de Mónaco y en el peor en piques y carreras desbocadas de muchachitos que con o sin alcohol se suben a sus vehículos a probar quién es más viril o quién tiene más “huevos” para acelerar sin morir (no se les pasa por la cabeza que pueden matar a alguien). Bueno, ahora también las mujeres se están sumando al grupo de los amantes de la velocidad, aunque su porcentaje como causantes de accidentes de tránsito sigue siendo diametralmente menor que sus congéneres masculinos.
Más aún, sabiendo que el ser humano es un animal de costumbres (buenas o malas) que se ganan con la práctica, el tiempo y la rutina, será difícil erradicar este deseo de acelerar con campañas que duran a lo mucho 3 meses en pancartas exteriores, cuñas radiales o algunos spots en la TV o en el internet. Por ello, intuyo que el problema no se va a solucionar con otra campaña más dura o de “shock” para exigir respeto hacia nuestras vidas.
Volviendo a las estadísticas mundiales, más del 90% de las víctimas mortales de los accidentes de tránsito que ocurren en el mundo corresponde a países de ingresos bajos y medianos, que tan sólo tienen el 48% de los vehículos del mundo. (OMS, 2009. Pag. Vii). Entonces empecé por indagar qué hace en unos países donde hay muchos autos, que el número de ciclistas caídos en las vías sea menor, en contraste con los nuestros que existen menos autos per cápita. Creo que es un problema de educación que se traduce en lo que está pasando por nuestro subconsciente.
Pues bien, empecemos por aquella etapa dónde somos más asequibles para adquirir conciencia y llegar al subconsciente con mayor facilidad y que es cuando aún no tenemos tan estructuradas nuestras mentes, es decir, la niñez. Ya se han contado de varias ciudades, sobretodo en Holanda, Dinamarca e inclusive Alemania (digo inclusive porque me ha sorprendido ver la poca afición por el ciclismo urbano aunque las condiciones topográficas sean ideales) donde los niños adquieren habilidades motrices, capacidad de reaccionar ante el tráfico, leer las señales de tránsito a bordo de una bicicleta. Y los resultados son halagadores. Las tasas de accidentalidad en estas países son bajas (10,3 muertos por cada 100.000 habitantes vs. 21,5 y 19,5 por 100.000 habitantes, en países de ingresos bajos y medianos, respectivamente).
Paso 2: Educación en estados de conciencia más estructurados
Convencida de que no todo está perdido cuando no se hizo algo cuando debía hacerse, y que siempre hay una segunda oportunidad, los seres humanos podemos desaprender y ser re-educados, cuando somos adultos. Esta certeza científica se corrobora cuando tenemos “escuelas de conducción vial” para enseñarnos a manejar cuando hemos cumplido la mayoría de edad. Sin embargo, las diferencias teóricas y prácticas son abismales entre uno y otro país, inclusive entre ciudades. En el caso de Europa, obtener tu licencia en Alemania cuesta 6 meses y 1800 euros, en España la ley exige un mes de clases teóricas más 20 clases prácticas de 45 minutos cada una con un valor promedio de 900 euros. En Ecuador las 32 horas teórico-prácticas exigidas por la Agencia Nacional de Tránsito (ANT) se ofertan en modalidades tales como 8 días laborables, 15 días laborables o 5 Fines de Semana por 200 dólares.
Obviando los precios y las diferencias económicas entre estos países, y reafirmándome en mi certeza de que toma tiempo aprender algo bien, dudo que los graduados de las escuelas de conducción ecuatorianas con 30 horas de capacitación (no puedo llamar “horas de educación” a un proceso por demás ligero en cuanto a la formación e inoculación, si cabe el término, de conceptos básicos cómo lo que significa la vida de un ser humano en la calle) estén conscientes de qué significa ser ciclista, menos aún peatón, en nuestras atestadas ciudades automotrices. Esto podría explicar en parte (hay que sumar el alto grado de impunidad judicial), por qué los conductores huyen cuando han ocasionado un homicidio, dejando a su víctima a la suerte de Dios. En su subconsciente la vida de otro ser humano vale menos que la de un gato o un perro atropellado.
Por último, la situación de la seguridad vial en el país aún es un enigma para la mayoría de la población. Más allá de lo que sacan los periódicos sobre accidentes y muertes cada semana, es importante tener datos fiables sobre víctimas mortales y traumatismos no mortales para valorar el alcance del problema de los traumatismos por accidentes de tránsito, orientar las respuestas a ese problema y vigilar y evaluar la eficacia de las medidas de intervención. Esto además podría abonar el sentido de co-responsabilidad ciudadana para bajar las estadísticas y no sólo espantarnos ante ellas.
Sin duda, la dolorosa y prematura partida de Sebastián y de muchos otros ciclistas desconocidos e ignorados en varias ciudades del país debe ser el punto de partida para que los municipios y el gobierno nacional con todas sus instituciones involucradas desarrollen una estrategia nacional de seguridad vial, respaldada por el gobierno, incluyendo metas específicas y disponiendo de fondos asignados para su puesta en práctica. Es decir, el gobierno nacional debe fomentar que las instituciones designadas como responsables para intervenir en la esfera de la seguridad vial trabajen en colaboración multisectorial y tengan los recursos humanos y financieros necesarios para actuar con eficacia.