Si yo fuera católico, apostólico y romano estaría feliz con el papa argentino. Pero no soy, no estoy. Y quería avisarles una cosa: el peronismo entró en Roma, y es un peligro que quizá no se imaginen.
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Tenemos papa hasta en la sopa. Ajiaco incontenible, el Gesticulador no para ni un momento. Nos atiborra de gestos, nos apabulla de gestos: cristianismo explícito, peronismo al palo. El peronismo es el arte de acumular poder diciéndole a cada uno lo que quiere escuchar; el cristianismo es el de acumular poder haciéndoles creer lo mismo a todos.
Bergoglio los maneja y combina como un artista consumado. Abraza a curas tercermundistas —aunque en los tiempos en que la dictadura argentina perseguía y desaparecía a los curas tercermundistas, él era el jefe de los jesuitas, uno de los cargos más altos de una Iglesia que apoyaba con entusiasmo a aquellos asesinos.
Dice tan tolerante que “quién es él para juzgar a un homosexual”, y nadie le contesta que es el jefe de una organización que siempre los consideró pervertidos enfermos y los condenó a las llamas del infierno. Y que es —él mismo— el cardenal que escribió hace un par de años que el matrimonio homosexual era una “movida del demonio”.
Usa poco sus palacios y dice que va a circular en Renault 4: insiste en que vive como un pobre —y en realidad vive como un superpoderoso, disfrutando de la riqueza más rara: no necesita otras riquezas porque sabe que tendrá, hasta el final, millones que lo escuchen, lo sigan, lo adoren. Y tiene, es obvio, la inteligencia suficiente como para no perder el tiempo en riquezas pequeñas, esos fastos bobos: si viajar en Renault 4 lo ayuda a acumular más riqueza verdadera que viajar en Rolls-Royce, qué mejor que cuatro latas para sacar a pasear al personaje.
Bergoglio es un señor que entiende la razón demagógica y cree que debe hacer gestos que conformen el modo en que debemos verlo. Uno que, además, sirve para definir el populismo: que dice, desde una de las instituciones más reaccionarias, arcaicas y poderosas de la Tierra, una de las grandes responsables de las políticas que llevan siglos produciendo miles de millones de humildes y desamparados, que debemos preocuparnos por los humildes y los desamparados.
Y que, al mismo tiempo, más allá de los gestos, sabe —peronista al fin— que si quiere salvar a la Iglesia de Roma debe cambiar un par de cosas.
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Ya casi lo olvidamos, pero todo empezó unos meses atrás con ese cambio radical —que quedó oscurecido por la figura del Gesticulador—: su antecesor decidió cargarse dos mil años de historia y definir que su reinado ya no era vitalicio.
El licenciado Ratzinger había sido elegido, como todos los jefes de su secta, por un cónclave de subjefes: el viejo sistema feudal de la asamblea de nobles, patrones de los diversos territorios, que se reúnen para nombrar a uno de ellos primus inter pares, rey. Pero, para cubrir la decisión con el baño de infalibilidad que las religiones intentan dar a sus palabras y sus actos, su dogma dice que no son los cardenales los que eligen sino el Espíritu Santo —el Espíritu Santo—, quien desciende sobre ellos para soplarles el buen nombre. Dicho de otro modo: al papa no lo nombran esos hombres sino un dios —uno de los tres que encabezan esa rara religión monoteísta. Un dios, su dios, había decidido que el licenciado Ratzinger debía representarlo hasta su muerte y el licenciado se escapó, desmintiendo a su dios, mostrando al mundo que ese dios se había equivocado. Parece fuerte: yo que su dios me cabrearía.
El problema es que un monarca vitalicio es cosa de otros tiempos. En realidad, un monarca es cosa de otros tiempos, pero por otro tipo de razones —políticas, no técnicas—. Que la Iglesia de Roma quiera seguir con sus reinados vitalicios es, en última instancia, un episodio más de su resistencia a los cambios científicos y a sus consecuencias: corresponde a tiempos en que las personas se morían mucho más fácil, mucho más rápido; tiempos en que no podían sobrevivirse a sí mismas tantos años. Ratzinger lo estaba haciendo y, mientras, su organización se le iba a pique. Necesitaban darle un golpe de timón: cambiarla para que nada cambiara. Necesitaban, estaba claro, un peronista.
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La Iglesia de Roma siempre fue el modelo, la inspiración del peronismo. Una institución aparentemente eterna, capaz de adaptarse a cualquier circunstancia, dirigida por un jefe indiscutible, servidora de los ricos pero sostenida por los pobres, repartidora de bienes y prebendas, que funcionó bien cuando era perseguida y mucho mejor en el poder, en cualquier forma del poder y, sobre todo, que todavía mantiene su poder porque consigue convencer al mundo de que tiene poder. Así como el peronismo sigue gobernando la Argentina porque persuadió a los argentinos de que solo los peronistas pueden gobernarlos, la Iglesia de Roma se mantiene porque hay suficientes personas en el mundo que creen que no pueden atacarla. (La primera vez que volví a Buenos Aires, 1983, uno de sus pobladores más inteligentes, el licenciado Fogwill, me dijo que me metiera con quien quisiera pero “no con la Iglesia, te hacen cagar, tienen demasiado poder, no hay con qué darles”. Solo faltaban tres años para que un gobierno decidiera enfrentarlos y los derrotara —al promulgar una ley de divorcio que la Iglesia romano-argentina siempre había condenado).
Sobre todo, la Iglesia de Roma fue modelo del peronismo en lo más medular: le enseñó a reinventarse cada tanto, cuando su poder estaba amenazado, y hacerse otra para seguir siendo la misma. Lo hizo en el siglo IV, cuando se alió con sus perseguidores del Imperio romano y se convirtió en religión de Estado. Lo hizo en el XVI, cuando supo ser el arma de “limpieza étnica” de los conquistadores españoles en la propia España y en América. Lo hizo en el XX, cuando barajó su “opción por los pobres” para hacer olvidar su apoyo a Mussolini y Hitler.
Ahora estaba jodida otra vez: llevaba años cayendo, perdiendo fieles, fidelidad, respeto. Muchos la veían como un refugio de pederastas protegido por banqueros corruptos e inquisidores trogloditas, último búnker de una supuesta moral hipócrita y arcaica. La Iglesia de Roma naufragaba y era un alivio: una puerta que se abría. Para volver a cerrarla tenían que apostar fuerte. Necesitaban demostrar que ese no era el verdadero peronismo —digo: catolicismo— y echaron al alemán principista y llamaron al argentino peronista. Jorge Bergoglio, entonces, puso en marcha el proceso: insistiendo en que la Iglesia no es esto que es, que es otra cosa, que se había desviado y que él va a devolverla a su antiguo camino. O sea: a su poder.
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Hace unos días, Bergoglio dio una entrevista, que miles de diarios reprodujeron —poquito, era muy larga— y celebraron. Articulistas y más articulistas deshaciéndose —deshaciéndose— en elogios, tan felizmente sorprendidos porque el papa se dejaba entrevistar por el director de la revista oficial de su orden jesuita; si el presidente de un país solo habla con los periodistas que tiene a sueldo, lo miramos con sorna; si lo hace el tal papa, es estupendo, extraordinario.
Y, aún así, en esa entrevista daba la clave de su estrategia. “No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas, hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar (…) Tenemos que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio”.
Si algo dignificaba a la Iglesia de Roma era que mantenía ciertas causas que le restaban adeptos y simpatizantes, pero que —suponíamos— le importaban tanto que no estaba dispuesta a resignarlas. Eran causas penosas, la punta de lanza de lo más reaccionario. Pero sostenerlas contra viento y marea en un mundo de politiquería encuestadora, donde no hay proyectos sino acomodaciones, resultaba respetable. Ahora seguirán pensando lo mismo pero, peronistas al fin, van a decirlo un poco menos: “No es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar”, dice el señor Bergoglio, y se gana el aplauso de los que siempre aplauden.
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El Vaticano, que no debería creer en cosas tan terrenas, acaba de dar una estadística: en las primeras 14 audiencias públicas del antiguo nazi hubo 150.000 personas; en las primeras 14 del nuevo peronista hubo 800.000. Y, aun sin números, alcanza con escuchar al mundo: empapadito, gran ajiaco.
Peor para el mundo. En estos días, demócratas y progres festejan alborozados la recuperación de un pequeño reino teocrático: la síntesis misma de lo que dicen combatir. La Iglesia católica es una monarquía absoluta con un rey elegido por los príncipes —todos hombres, tremendo olor a huevo— que se reparten los territorios del reino. La Iglesia católica es una organización riquísima que siempre estuvo aliada con los poderes más discrecionales —más parecidos al suyo—, que lleva siglos y siglos justificando matanzas, dictaduras, guerras, retrocesos culturales y técnicos; que torturó y asesinó a quienes pensaban diferente, que llegó a quemar a quien decía que la Tierra giraba alrededor del Sol —porque no podía haber verdad fuera de sus palabras.
Una organización que hace todo lo posible por imponer sus reglas a cuantos más mejor y, así, sigue matando cuando, por ejemplo, presiona para que Estados, organismos internacionales y oenegés no distribuyan preservativos en los países más afectados por el sida en África —con lo cual el sida sigue contagiándose a miles y miles de pobres cada año.
Una organización que no permite a sus mujeres trabajos iguales a los de sus hombres, y las obliga a un papel secundario que en cualquier otro ámbito de nuestras sociedades resultaría un escándalo.
Una organización de la que se ha hablado, en los últimos años, más que nada por la cantidad de pedófilos que se emboscan en sus filas y, sobre todo, por la voluntad y eficacia de sus jefes para protegerlos. Y, en esa misma línea delictiva, por su habilidad para emprender maniobras financieras muy dudosas, muy ligadas con diversas mafias.
Una organización que perfeccionó el asistencialismo —el arte de darles a los pobres lo suficiente para que sigan siendo pobres— hasta cumbres excelsas bajo el nombre, mucho más franco, de caridad cristiana.
Una organización que se basa en un conjunto de supersticiones compartidas. Que una superstición sea compartida por millones, por cientos de millones, no cambia su esencia. Que haya millones de personas que nos agarremos el huevo izquierdo para alejar la mala suerte no quiere decir: 1) que la mala suerte exista, 2) que agarrarse el huevo izquierdo pueda conjurarla. Que haya millones de personas que crean que una señora virgen parió un hijo de un dios que le había pergeñado un soplo divino no quiere decir: 1) que los soplos divinos preñen mujeres, 2) que haya soplos divinos, 3) que las mujeres puedan embarazarse sin perder su himen, 4) que las mujeres puedan parir sin perder su himen, 5) que haya dioses, 6) que tengan hijos —y así de seguido. Son ejemplos. Y la idea de que ciertas supersticiones son más ciertas porque muchos las creen es curiosa: un democratismo perfectamente incompatible con la base de la idea religiosa, que consiste en dejar de lado cualquier justificación, en creer por convicción, por fe. Las supersticiones sirven para convencer a sus fieles de que no deben confiar en lo que consideran lógico o sensato o evidente, sino en lo que les cuentan. Entrenarlos para que resignen su entendimiento en beneficio de su obediencia a jefes y doctrinas. Como repiten los catecismos: lo creo porque no lo entiendo, lo creo porque es absurdo, lo creo porque los que saben me dicen que es así.
Una organización que, por eso, siempre funcionó como un gran campo de entrenamiento para preparar a millones y millones a que crean cosas imposibles, a que hagan cosas que no querrían hacer o no hagan cosas que sí porque sus superiores les dicen que lo hagan: una escuela de sumisión y renuncia al pensamiento propio que los gobiernos en general —y los tiranos en particular— agradecen y usan.
Una organización tan totalitaria que ha conseguido instalar la idea de que discutirla es “una falta de respeto”. Es sorprendente: su doctrina dice que los que no creemos lo que ellos creen nos vamos a quemar en el infierno; su práctica siempre —que pudieron— consistió en obligar a todos a vivir según sus convicciones. Y sin embargo lo intolerante y ofensivo sería hablar —hablar— de ellos como cada quien quiera.
En síntesis: es esta organización, con esa historia y esa identidad, la que ahora, con su sonrisa sencilla de viejito de barrio, el señor Bergoglio, entrenado por el peronismo durante cinco décadas, quiere reencauchar y repintar para devolverle el poder que está perdiendo. Es una trampa que debería ser torpe; a veces son las que cazan más ratones.