¡Que no esté mi nombre! Que no aparezca en ese listado de botados-desahuaciados-desempleados. Que no sea yo, por favor. Que continúe con mi trabajito. Dios, yo sé que casi nunca me acuerdo de ti, pero ayúdame, bórrame de esa lista, tacha mi nombre, llévatelo al olvido.
Nos avisaron, y por WhatsApp, que hoy aparecerá un listado donde se encuentran los nombres de los despedidos. Que no hay plata, que hay exceso de personal, que de gana tanta gente cuando se puede tener poquitos, que es necesario un drástico recorte, que las condiciones del país, que el FMI ordena, que ya no es culpa, que otra vez somos pobres, que, que, que…
¿Y si soy uno de los escogidos? ¿Cómo hicieron para saber quién valía la pena y quién no? ¿Fue un economista, un ingeniero, un encuestador, un Ministro? ¿Cómo hacen éstos para deshacerse de un padre, de una madre de familia así sin más? Estoy temblando, al igual que cientos de mis compañeros, que están mordiéndose las uñas, fumando dos, cinco, cien tabacos, llorando en silencio, aferrándose a su santo, comentando cómo es posible que de todos los gobiernos malos nos haya tocado el peor. Y dicen que es por el bien del país. ¡Mil veces miserables!
Que miles se queden sin empleo es un crimen. Otra vez a recurrir a la familia, al crédito, al chulquero, a fiar hasta quedar sin aliento. Qué hay que equilibrar las finanzas, que es necesario, conveniente y justo, dicen. Siempre los pobres equilibran todo el despilfarro y la mediocridad de cualquier gobierno. Y pensar que les perdonaron millones de dólares a los grandes deudores morosos para dizque reactivar el aparato productivo y el empleo; claro a ellos sí. No ven que hay que proteger a los banqueros y grandes empresarios que nos dan empleo y nos ayudan a progresar. Pobrecitos los del b del Pichincha, los del b de Guayaquil, los de las c de producción. Hay que ser sensibles con la UDLA, pobres, no les alcanza ni para las colas.
Ya están los nombres publicados en la entrada del edificio. Todos se aglomeran con el cristo en los labios, se abalanzan llorando porque presienten lo peor. ¿Y qué se hace ahora que no hay trabajo por ningún lado? ¿Cómo permitimos que pasara esta barbaridad? Y lo van a vender todo, todo todito para que el capataz que llegue en un par de años solo se siente a repartirse con sus panas lo poco que queda.
Ahí está Alberto, bodeguero, de 52 años, padre de cinco niños, cubriéndose la cara con las manos; su nombre está en la lista. Y Lucía, secretaria, de 38 años, madre soltera con dos hijos pequeños, a punto de desmayarse. Y uno y otro y otro. Cadena perpetua deberían darle a quien ordenó esta locura. Y es poco.
Ayer pensaba con mi esposa que es necesario arreglar el cuarto de los niños, comprar otra cama. ¿Pero si estoy en la lista? No quiero ver, estoy paralizado. Alguien más se sienta a llorar desconsolado al ver que, efectivamente, su nombre fue elegido. Dolor, rabia, impotencia. ¿Es de mala persona insultar a un discapacitado? Porque no alcanzaría un diccionario para gritarle a él y a sus ministrillos y a los rupturitas la repugnancia que causan.
Miles a las calles, carpeta en mano y números en rojo de esperanza. Es gente pobre, somos gente pobre. ¡Pero qué carajos le importa un pobre a éstos del gobierno! Mi esposa no deja de mensajearme, quiere saber qué pasó: “dime algo, lo que sea. Estoy angustiada, habla, por favor. No importa, vamos a salir adelante. ¿Te botaron?” ¿Cómo les cuento a mis hijos que me quedé sin trabajo? ¿Y de dónde saco las medicinas para el Jorgito? ¿Con qué cara le digo al casero que me espere otro mes? No hay gobierno, no hay Presidente, ese fantoche es solo un adorno; los Nebot-socialcristianos, los CreoLasso, esos son los que deciden.
Una de las compañeras despedidas arranca las hojas pegadas en la pared, las hace trizas mientras grita: ¡Canallas, canallas hijos de puta! Todos maldicen, lloran, se abrazan. Tan fácil que es dejar sin trabajo a un pobre, tan fácil: un listado con cientos de nombres, un correo electrónico, un WhatsApp, el infierno en pocas hojas.
Son las 19:00 y el bus va lento; miro por la ventana y observo gente gritando en las calles, quemando llantas, haciendo de su voz un eco interminable. Cada vez son más, muchos más. ¿Estaré soñando? Por las dudas me bajo y acompaño a la multitud; a la final, ya me botaron, ya me botaron.