Truthdig www.truthdig.com
Traducido por Silvia Arana
5 de noviembre
A los diez años, cuando me enviaron interno a una escuela de Nueva Inglaterra donde el hostigamiento de muchachos más jóvenes era la principal forma de entretenimiento, aprendí que los sedientos de poder son unos cabrones sicópatas. Los matones en los estratos por encima mío, los decanos y el rector del colegio se metamorfosearían después en obispos, editores de periódico, presidentes de universidades, jefes de estado, titanes de los negocios y generales. Aquellos que se deleitan con su habilidad para manipular y destruir son individuos dementes y deformados. Estos seres humanos gravemente disminuidos y atrofiados -pensemos en Bill y Hillary Clinton- se cubren a sí mismos, gracias a elaboradas campañas de relaciones públicas y a una prensa obsecuente con atributos de compasión, patriotismo, dedicación al servicio público, honor, valentía y visión, sin mencionar cantidades enormes de dinero. Son, en el mejor de los casos, mediocridades, a menudo venales. He conocido a tantos de ellos como para saberlo bien.
Por eso, observo, con cierta fascinación mórbida como Barack Obama, quien ha devenido en la “dominatriz” principal de la clase liberal, nos obliga a votar por más abuso y humillación en estas elecciones. Obama ha implementado un asalto más descarado de nuestras libertades civiles, incluyendo la firma para sancionar como ley la Sección 1021(B)(2), del Acta de Autorización de Defensa Nacional (NDAA, según sus siglas en inglés) que el realizado por George W. Bush. Esta ley, que yo he denunciado legalmente en una corte federal, permite que el ejército de EE.UU. detenga a ciudadanos estadounidenses, les quite su derecho al debido proceso y los mantenga detenidos indefinidamente en bases militares. La Jueza del Distrito Katherine B. Forrest ordenó la derogación de la ley en septiembre. El gobierno de Obama apeló de inmediato. Junto al NDAA, Obama empleó el Acta de Espionaje para silenciar en seis oportunidades a denunciantes de abusos o delitos de autoridad. Obama apoyó la Enmienda a la FISA legalizando el espionaje gubernamental de decenas de millones de personas sin necesidad de autorización. Además de las listas de asesinatos para exterminar a aquellos, incluyendo ciudadanos estadounidenses, calificados como terroristas por la élite en el poder.
Obama nos dice que mejor limpiemos sus botas si no queremos tener que enfrentar al bruto de Mitt Romney. Después de todo, sería mejor antes de que la gente mala tome control de esos recientemente aceitados mecanismos represivos. Si no nos comportamos bien vamos a terminar con un estado de vigilancia y seguridad más avanzado, con la finalización del oleoducto XL de Keystone, con el pillaje descontrolado de Wall Street, con la catástrofe ambiental y hasta con un sistema de salud aún peor. Sin embargo, sabemos, que hasta cierto grado, una vez que termine la campaña electoral, Obama, si logra ser reelegido, nos volverá a traicionar. Es parte del juego. Obedientemente asumimos el papel que nos toca. Gritamos aterrorizados. Prometemos obediencia. Y se burlan de nosotros mientras miramos como las promesas se hacen trizas.
Mientras nos privan constantemente de todo poder, deseamos con creciente fervor la victimización y esclavización. Nuestra relación con el poder corporativo es un reflejo cada vez más fidedigno de los antiguos cultos religiosos. Luciano se refiere a los sacerdotes de Cibeles, quienes al ser azotados entran en un frenesí y se castran en honor a la diosa. Las mujeres devotas se cortan los senos. Nosotros no estamos lejos de ello.
“Cualquiera que desee controlar a los hombres debe primero, humillarlos para despojarlos de sus derechos y su capacidad de resistencia, hasta que queden desamparados como si fueran animales”, sostiene Elías Canetti en “Masa y poder”. “Los usan como animales e, incluso si no les dice que lo son, en su interior siempre tiene la certeza que significan muy poco para él; cuando se refiere a ellos en su círculo íntimo los llama rebaño o ganado. Su objetivo principal es asimilarlos quitándoles su sustancia. Después de esto, lo que queda de ellos no le importa. Cuanto peor los ha tratado, más los desprecia. Cuando ya no le sirven para nada, los elimina como a un excremento, cuidando de que no contaminen el aire de su casa.”
Nuestros amos dependen de nuestro trabajo para hacerse ricos, de nuestros hijos para usarlos como carne de cañón en la guerra y de nuestros cantos colectivos para su adulación. Si no fuera por ello, felices nos pondrían veneno para ratas. Cuando se retiran a sus recintos sagrados, ocultos al público, hablan con las frías palabras de la manipulación, del poder y del privilegio, manifestado su visión de sí mismos como merecedores de todo, situados más allá de la moral y de la ley.
La élite ha producido pocos manuales sobre el poder. “La opinión pública” de Walter Lippmann, las obras de Leo Strauss y “La rebelión de Atlas” de la mediocre novelista Ayn Rand expresan el profundo desprecio de la élite por los sans-culottes. Estos escritores sostienen que las masas son incapaces de reaccionar racionalmente antes la complejidad del poder. Elogian el rol de una reducida élite que controla el poder y usa hábilmente la propaganda y los símbolos para, como dice Lippmann “manufacturar el consenso”. Piden que la élite en el poder actúe de manera secreta. Los sistemas de propaganda de la élite están diseñados para magnificar la emoción y destruir la capacidad de pensar críticamente. Kafka tenía razón: El mundo moderno ha convertido lo irracional en racional.
“La masa ha estado siempre bajo la influencia de las ilusiones”, escribió Gustave Le Bon, uno de los primeros pioneros del estudio de la psicología de masas. Agregó: “Quién pueda proveerles de ilusiones será fácilmente su amo; quien intente destruir sus ilusiones, será siempre su víctima”.
Cuando más crédulos seamos ante las mentiras que saturan la información, más elogiemos a nuestros “héroes” en Irak o en Afganistán, más militaricemos los valores sociales y políticos, más aterrorizados estemos, más nos humillemos rogando que nos esclavicen, mayor será el desprecio de las élites. Nos ven como gusanos. Tenemos que ser controlados, y por momentos, aplacados. Otras veces, debemos ser reprimidos e incluso asesinados. Somos un dolor de cabeza. Nuestra existencia interfiere con los privilegios de la clase dominante.
“Aquellos que han arrancado los ojos de la gente, les reprochan su ceguera”, escribió John Milton.
Hay pocos escritores y artistas que ofrecieron una visión del corazón oscuro y corrupto del poder. Entre las excepciones figuran el film “La clase dirigente” (1972), una comedia de humor negro basada en la obra de teatro de Peter Barnes y la obra de teatro de Jean Genet “El balcón”. Al igual que Noam Chomsky, Elías Canetti en “Masa y poder”, C. Wright Mills en “La élite del poder”, Karl Marx en “El Capital”, Thomas Pynchon en “El arco iris de gravedad”, Marcel Proust en “En busca del tiempo perdido” y Louis-Ferdinand Céline en “De un castillo a otro”. Sin embargo, las exploraciones sagaces de la patología del poder quedan sepultadas por la avalancha de cultura popular al estilo Disney y por el cántico nacionalista. La élite tiene un profundo miedo de cualquier forma de arte, literatura, filosofía, poesía, teología y teatro que desafíe las nociones y estructuras de la autoridad. Estas disciplinas puede ser presentadas al público solo bajo formas distorsionadas, empacadas como banalidades, entretenimiento o trivialidades sentimentales al servicio de la jerarquía establecida.
En “El arco iris de gravedad”, Pynchon retrata al Brigadier Ernest Pudding, el comandante de una unidad especial de operaciones psicológicas en la Segunda Guerra Mundial y un veterano de la Primera Guerra Mundial, como un representante arquetípico de la élite. Pudding alcanza la gloria en el campo de batalla en 1917 cuando “conquista un recodo de tierra de nadie, de no más de 40 yardas, perdiendo solo el 70% de su unidad”. Tiene una serie de citas secretas con “el Ama de la noche” en las que él se desnuda, besa las botas de ella, es golpeado por ella, bebe su orina y come su excremento. Muere de una masiva infección con la bacteria E. coli como consecuencia de los rituales nocturnos de coprofagia.
Peter Barnes refleja la misma demencia en “La clase dirigente”, en la que Ralph Gurney, el 130 conde de Gurney, se ahorca por accidente en su dormitorio vestido con un tutú mientras hace juegos eróticos con un cuerda en el cuello. Su sucesor, Jack Gurney, cree que es Dios y solo habla de amor y caridad. Los demás no le creen. Llaman a un siquiatra para que lo ayude a adaptarse a su rol como representante de la clase dirigente. Cuando el siquiatra termina con el tratamiento, Jack se cura de su delirio de ser Dios. Ahora, cree que es Jack, el destripador. Asume su puesto en la Cámara de los Lores. Denuncia a los desempleados, homosexuales y socialistas. Defiende a Dios, la reina y el país, apoya el castigo corporal y la pena de muerte. En adición asesina a mujeres inocentes, incluyendo su esposa, y se convierte en una respetado miembro de la clase dirigente.
Genet, que al igual que Pynchon y Barnes, equipara la ambición de poder con la depravación sexual, ambientando “El balcón” en un burdel. Los clientes llevan la vestimenta de los poderosos, incluyendo aquellos de un juez, un obispo y un general. El “obispo”, que fuera del burdel trabaja en una compañía de gas, escucha las confesiones de las prostitutas y se deleita con el poder de la absolución. El “juez” castiga delitos triviales con penas severas para mantener la ley y el orden. El “general”, que cabalga sobre su prostituta como si esta fuera su caballo, exige sacrificio personal, honor y gloria por la patria. Mientras que un empleado de banco desvirga a la virgen María. Puertas afuera del burdel hay una revolución, en la que se mata a los verdaderos dirigentes, curas, generales y jueces. Los clientes salen del burdel, junto con Irma, la madama, que es nombrada como la nueva reina, para asumir los roles que antes representaron encabezando la contrarrevolución.
Irma, al final de la obra, dice mirando a la audiencia:
“Dentro de un rato habrá que empezar de nuevo… encender las luces… vestirse… (Se oye el canto de un gallo.)…Vestirse… ¡Ah, los disfraces! Volver a distribuir los roles… asumir el mío… (Se detiene en el medio del escenario, mirando al público.) Preparar el de ustedes… jueces, generales, obispos, chambelanes, rebeldes que permiten que la rebelión se paralice. Voy a preparar mis vestidos y mis salones para mañana… Tienen que volver a casa donde todo -no lo duden- será aún más falso que aquí… Tienen que marcharse… Pasen por la derecha, por el callejón. (Apaga la última luz.) Ya está amaneciendo. (Se oye el crepitar de ametralladora.)
Para la élite, la única base reconocida de la autoridad política y moral es el logro del éxito material y del poder. No importa cómo se consiga. La élite piensa que la función de la educación es entrenarnos para las posiciones disponibles y para garantizar una adecuada deferencia ante los ricos. Las disciplinas que nos estimulan a pensar son -y las élites llenas de desprecio no se equivocan en esto- “políticas”, “izquierdistas” o subversivas. Y las escuelas y universidades de todo el país están cercenando estas disciplinas. Las élites saben, como escribió Canetti, que cuando dejamos de pensar nos volvemos un rebaño. Reaccionamos ante cada nuevo estímulo como si fuéramos ratas amontonadas en una jaula. Cuando las élites oprimen el botón, saltamos. Esto es un sadomasoquismo colectivo. Y vamos a verlo, de cuerpo entero, el Día de las Elecciones.
http://www.truthdig.com/report/page2/the_sm_election_20121105/
Relevante documento, invita no solo a reflexionar, sino también a tomar las armas, cualesquiera que sean siempre serán válidas frente a la arrogancia del poder.