Una de las mayores preocupaciones ciudadanas a propósito de la conformación del Consejo de Participación Ciudadana (CPCCS) definitivo era la calidad y el nivel de formación política de los candidatos. En efecto, durante la campaña fue evidente que la mayoría de los aspirantes no sabían a qué iban; y quienes sí tenían alguna intención oculta tampoco sabían cómo ponerla en práctica.
Ha sido suficiente una semana de funcionamiento del flamante organismo para confirmar esos temores. Empezando por su presidente. El padre José Tuárez no solo que archivó de entrada su voto de humildad, sino que le propuso al país una auténtica aberración democrática: desconocer que en una República la soberanía radica en el pueblo, es decir, en ese conglomerado de gente común y corriente que ocupa el lugar principal en la jerarquía constitucional. Con un solo exabrupto, el padre Tuárez pretendió invertir la estructura de la soberanía nacional.
En ese sentido, la composición del actual CPCCS nos plantea un dilema analítico: la preeminencia de lo particular sobre lo general. Dicho de otro modo, el mayor peso de las conductas personales en el funcionamiento del andamiaje colectivo. Carentes de identidad ideológica y de claridad conceptual, los nuevos consejeros funcionarán al vaivén de sus intuiciones y pulsiones individuales. El desorden inicial, que fue evidente en sus primeras sesiones, será la tónica del funcionamiento del Consejo a futuro.
Pero al margen de estos incidentes particulares, la situación del CPCCS nos remite a una reflexión de fondo: su existencia como institución. Angustiados por los vergonzosos antecedentes parlamentarios del país, la mayoría constituyente de Montecristi optó por un remedio que resultó peor que la enfermedad. Como si el cambio de forma fuera suficiente para cambiar la naturaleza de la sociedad. La desconfianza en los resultados de las elecciones generales fue reemplazada por la certeza irresponsable en la designación a dedo de los funcionarios de Estado. Como si el primer mandatario de ese entonces no adoleciera de los mismos vicios que los legisladores que eventualmente asumirían la responsabilidad de escoger a las máximas autoridades del Estado.
Se quiso sustituir el barullo y las corruptelas que inevitablemente se derivaban de la diversidad política de los anteriores Congresos por las decisiones uniformes de un organismo monolítico. Los resultados están a la vista: las designaciones de autoridades hechas por el CPCCS correísta resultaron peores que las del peor Congreso de la partidocracia.
A los políticos ecuatorianos les hace falta una visión antropológica sobre la sociedad. Más precisamente, sobre la cultura política nacional. Entender, por ejemplo, la tendencia irrefrenable a la elitización de la política. No importa la tendencia ideológica del partido que gane las elecciones. Una vez en la cúspide de la burocracia estatal, sus cuadros reproducen las mismas taras antidemocráticas de sus predecesores.
Por eso la participación ciudadana y el control del poder político deben volver a manos de la sociedad civil. La discusión, entonces, se debe centrar en los mecanismos más idóneos para compatibilizar esa aspiración democrática con nuestra enraizada cultura política. En ese arduo proceso, está claro que un organismo como el CPCCS es un escollo que hay que superar.
*Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum – Cuenca. Ex dirigente de Alfaro Vive Carajo.