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EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN… CIUDADANA III por JORGE OVIEDO RUEDA

13 diciembre 2012

 

Cuando de política se trata hay temas que no se pueden eludir. Uno de ellos es el del Estado. Un político revolucionario sabe que el Estado es un instrumento, un medio, no un fin, que un gobierno usa para ejercer el poder político. Siendo un instrumento, todas las fuerzas políticas de una sociedad luchan entre si por conquistarlo, lo hacen atendiendo a las reglas establecidas por el sistema vigente, sin que esto excluya el derecho a la violencia revolucionaria que se vuelve necesaria cuando las reglas establecidas se han vuelto trabas de la democracia y del desarrollo económico.

Si una fuerza política considera que las “reglas establecidas” configuran el sistema vigente y no pueden ser cambiadas, por principio se define como una fuerza política conservadora que ve en la defensa del sistema su razón de ser; por el contrario, si una fuerza política contempla en sus concepciones la necesidad del cambio de las “reglas establecidas” se define como una fuerza revolucionaria cuya razón de ser es la transformación del sistema vigente.

La lógica revolucionaria  sabe que el cambio se aproxima cuando el orden establecido sólo se puede sostener por medio de la violencia represiva que obliga a los de abajo a responder con la violencia subversiva. Este es un momento de quiebre en la sociedad que hace posible el salto dialéctico, la misma evolución social. Un político que no ve en la violencia revolucionaria una necesidad de la Historia actúa con los ojos cerrados, como un instrumento ciego de las fuerzas del sistema.

ALIANZA PAIS Y LA REVOLUCIÓN

En el año 2006 se cierra un ciclo político en el Ecuador. Lo inicia Hurtado, después de la muerte de Roldós. La fuerza hegemónica de este periodo es el socialcristianismo, con un intermedio frustrante de la socialdemocracia y una decepcionante participación del populismo. La izquierda dividida y sin propuestas propias estaba agazapada en el seno de las fuerzas progresistas del centro, convencida de que si entraba disfrazada en el juego del poder, en cualquier momento un golpe de timón le permitiría ejercerlo. Todas estas fuerzas, incluidas las izquierdas, terminaron por conformar la partidocracia.

El factor en disputa era la protesta popular, cuya fuerza, desde la década de los años ochenta, impedía el dominio total del neoliberalismo. De las fuerzas populares el de mayor peso seguía siendo el movimiento indígena. El movimiento obrero había perdido protagonismo y otras expresiones populares como las de los maestros, pequeños comerciantes, jóvenes, mujeres, grupos alternativos y demás mantenían una actitud contestataria al régimen. La crisis de 1999, el feriado bancario, la dolarización y el espectáculo grotesco de la partidocracia en general  convertía cada vez más a la protesta popular en una alternativa posible.

En esa coyuntura apareció la propuesta de Alianza País y la figura de Rafael Correa. Una propuesta meramente reivindicativa adornada con la promesa de un cambio constitucional que sentaría las bases de un nuevo Ecuador, sirvió para llevarlos al triunfo electoral de 2006. Los cinco ejes de la Revolución Ciudadana topaban los temas de la salud, la corrupción, la soberanía, la reforma constitucional y la educación me parece. Nada serio se decía sobre tres aspectos que una revolución no puede dejar de lado: el poder, el Estado y el régimen de propiedad y de producción, es decir, la economía profunda. La extrema derecha coincidió con la izquierda oportunista en que estaban frente a un auténtico revolucionario. La derecha oligárquica podía tener razón en ver parte de sus ancestrales privilegios amenazados; pero que la izquierda haya creído que el reformismo correista era la revolución le convierte en una fuerza reaccionaria. No hay cabida para la inocencia política.

LA CONSTITUCIÓN DE MONTECRISTI

La perla más brillante de la corona correista es, sin duda alguna, la Constitución de Montecristi. Tiene el mérito de limitar, no eliminar, los afanes privatizadores de la constitución socialcristiana de 1998 e introducir los llamados derechos de la naturaleza en su articulado, con lo cual se aumentan las garantías más allá del ser humano, pero no se subvierten las “reglas de juego” de la democracia burguesa. Crea el marco jurídico para una rearticulación de la economía nacional a las fuerzas económicas del capitalismo corporativista, lo que le convierte en una obra maestra del neoliberalismo mundial y de la moderna derecha nacional.

Todo esto hecho bajo el manto del discurso socialista o de izquierda. La Constitución de Montecristi es el último límite del reformismo correista. Más allá de ese marco está la revolución socialista. Correa es el líder que en el Ecuador tiene la misión de llevar a cabo las tareas  democrático-burguesas que la revolución alfarista dejó inconclusas. Ese es su alcance y su límite histórico.

Toda la obra del correismo cabe dentro de la definición de un Estado capitalista moderno, que mezcla en si las virtudes del Estado liberal, del Estado socialy del Estado del bienestar pero que no llega a ser un Estado popular y revolucionario. La reforma de Correa se está haciendo entre dos extremos: uno, la oposición de la derecha dinosaúrica, incapaz de comprender que la propuesta de Correa no las elimina y dos, la presión popular, ansiosa de ver que cambie su suerte. Lo que no comprende la derecha es que el autoritarismo que Correa demuestra y para el cual es proclive, no es necesario para limitar sus privilegios, sino para impedir que el pueblo avance en su lucha a la conquista de sus derechos. Sólo en este marco es posible comprender la naturaleza del Estado actual, capitalista y moderno.

EL ESTADO Y LA REVOLUCION… CIUDADANA   

¿Qué significa para los sectores populares los llamados logros de la revolución ciudadana? Vistos en perspectiva histórica, casi nada. Las mejoras viales eran una aspiración nacional desde García Moreno, la lucha contra los abusos de la prensa una necesidad desde la época de Alfaro, el enfrentamiento con la banca corrupta un imperativo desde el feriado bancario, la lucha contra la corrupción una obligación moral de toda nuestra vida republicana, nada de lo que el régimen correista ha hecho de bueno se enmarca en una acción revolucionaria, lo ha hecho con la resistencia de los banqueros, de los corruptos, de los empresarios de la información, con el visto bueno del pueblo, por supuesto, pero nada de eso significa esencialmente la reivindicación real de los derechos populares.

Frente a las exigencias del pueblo, Correa se arma de la autoridad burguesa del Estado. Esa es la razón por la cual se ampara en el marco jurídico constitucional, buscando, por todos los medios, el fortalecimiento del poder ejecutivo. No es como dice el trasnochado demócrata-cristiano de Osvaldo Hurtado para coartar los derechos establecidos de la oligarquía, sino para frenar la lucha democrática del pueblo, en su avance indetenible a la revolución.

¿Cómo, si no, explicar la represión en Dayuma, el control de las radios comunitarias, la criminalización de la protesta social, la persecución a los líderes populares, la acusación de terrorismo a la juventud, la aplicación de la ley de seguridad nacional, la violación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que reprima la protesta social y descalifique ideológicamente a todos aquellos que se atreven a cuestionar su autoridad?

Por otro lado ¿cómo explicar el crecimiento espectacular de los sectores empresariales, principalmente los corporativos?, ¿su obstinado apoyo al extractivismo minero?, ¿su falta de voluntad para resolver el problema agrario que es una herencia colonial?, ¿su lucha virulenta contra los ecologistas y ahora su combate visceral a la izquierda que antes le apoyó?

El Estado de Correa es el Estado capitalista moderno que necesita ser fortalecido para afrontar con éxito la arremetida popular. Su arrogancia es parte de su personalidad intolerante, pero es una necesidad de su proyecto reformista. Mientras mayor sea la protesta popular, mayor será su autoritarismo y mientras mayor sea la capacidad organizativa del pueblo, Correa no dudará en convertir su Estado represivo en un Estado fascista, al estilo de Pinochet o de las fatídicas dictaduras del cono sur. Sus límites de clase le impiden ver que un Estado que no está al servicio del pueblo es un estado que está al servicio de las clases dominantes. Todo político debe tomar partido frente a este problema y a estas alturas está claro que Correa tomó partido por el Estado capitalista, defensor de los intereses de una derecha modernizante que ve con optimismo como la acción correista le garantiza un futuro de dominación y privilegios.

Desgraciadamente de esta lamentable situación la responsable directa es una izquierda miope, que nunca supo leer entre líneas y que inventó la estúpida teoría del “gobierno en disputa”. La derecha está feliz, porque supo encontrar el ariete perfecto para perpetuar sus planes de dominación. No hay como acusarla por hacer bien su tarea. Si ha tenido que usar a la izquierda para alcanzar sus fines, ¿quién puede criticarla por su astucia?

               

               

               

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