17 abril 2015
En los momentos difíciles, durante los grandes traumas sociales, cuando la confusión y la opacidad se vuelven norma, acudir a los clásicos puede ayudar a despejar el panorama. Como sabemos, vivimos un periodo especialmente complejo, oscuros nubarrones asoman en el horizonte. A modo de ejemplo: no son pocos los analistas que consideran que una guerra nuclear es una de las posibilidades para resolver las múltiples crisis en curso (ver Pepe Escobar).
Una conocida carta de Marx a Engels (del 25 de septiembre de 1857) revela la importancia que el primero concedía al papel del ejército en la historia. Recordaba que el primer sistema de salarios nació en los ejércitos antiguos, así como la primera forma legal del derecho a la propiedad, el primer uso de la maquinaria en gran escala y hasta la primera forma de división del trabajo dentro de una rama productiva. Su conclusión, a la luz de lo que nos está sucediendo, parece tanto premonitoria como agobiante: Toda la historia de las formas de la sociedad burguesa se resume notablemente en la militar (Correspondencia Marx-Engels, Ediciones de Cultura Popular, México, 1972, tomo I, p. 135).
En la actualidad los debates y análisis sobre la relación entre las fuerzas armadas estatales y las luchas anticapitalistas son poco frecuentes. Tanto como la comprensión del papel de la violencia de arriba en la remodelación del mundo. Probablemente la centralidad que han adquirido las democracias electorales en las sociedades occidentales y la difusión de una cultura consumista (ambos fenómenos estrechamente ligados) parecen haber evaporado la hipótesis de Marx sobre el paralelismo entre la economía y la guerra.
Para el siglo XX, William McNeill establece la relación entre el crecimiento demográfico y las dos guerras mundiales, como causa del conflicto y como forma de mitigar la superpoblación europea; pero también nos recuerda que el control biopolítico de las poblaciones arranca con la movilización en masa para hacer la guerra y, finalmente, destaca que la industrialización y el nacimiento del estado de bienestar estuvieron estrechamente ligados al estallido del conflicto armado, en particular en la Segunda Guerra Mundial (La búsqueda del poder, Siglo XXI, México, 1988, capítulo 9).
Se trata de pistas generales, de indicaciones que nos fuerzan a colocar la cuestión militar en un lugar destacado de nuestros análisis. Un esfuerzo, por cierto, en el que las personas y los movimientos anticapitalistas estamos muy retrasados. Una de las limitaciones es que conocemos sólo parcialmente los planes y objetivos de los poderosos. Otra consiste en focalizar la cuestión militar en el armamento, en particular en el desarrollo tecnológico de nuevas y sofisticadas armas. Por eso es bueno recordar que no son las armas las que ganan las guerras.
En 1946, tres años antes de tomar el poder, Mao Tse Tung concedió una entrevista a la periodista Anne Louise Strong. Ésta le preguntó qué sucedería si Estados Unidos usara la bomba atómica contra la Unión Soviética o contra China, países que aún no poseían el arma nuclear. La bomba atómica es un tigre de papel que los reaccionarios norteamericanos utilizan para asustar a la gente. Parece terrible, pero de hecho no lo es. Por supuesto, la bomba atómica es un arma de matanza en vasta escala, pero el resultado de una guerra lo decide el pueblo y no uno o dos tipos nuevos de armas, dijo Mao (Obras Escogidas de Mao Tse-tung, Fundamentos, Madrid, 1974, tomo 4, pp. 98-99).
Mao sostenía que China podía derrotar a los ejércitos reaccionarios sólo con mijo y fusiles, algo que poco después confirmaron los campesinos vietnamitas. Estamos ante principios éticos y políticos básicos, sin los cuales no vale la pena siquiera pensar en combatir, porque colocar la tecnología militar en el centro es tanto como rendirse a la lógica del enemigo. Las guerras populares siempre se ganaron con pueblos decididos, no con armas.
Sin embargo, lo anterior no resuelve el problema de cómo enfrentar a enemigos que están dispuestos a exterminar a los sectores populares del mundo para salir del atolladero en que se encuentran. Sobre todo, no sirve para tomar decisiones ante lo que se adivina como un largo periodo de acoso (campañas de cerco y aniquilamiento, las definían los comunistas chinos).
Sin la intención de agotar un debate que apenas comenzamos, puedo observar cuatro necesidades de los movimientos para enfrentar esta nueva etapa.
La primera, comprender la lógica de los de arriba. Lo que supone estudiar, analizar y deducir qué planes tienen contra nosotros, qué objetivos se trazan. No en general, sino en cada región, en cada país y en cada área. Sabemos, por ejemplo, que vivimos en un periodo de acumulación por desposesión, pero eso se manifiesta de modos muy distintos en el norte y en el sur del planeta, allí donde hay minerales bajo tierra o donde predominan los monocultivos transgénicos. Así como el papel que jugarán los estados en cada situación.
Dos, conseguir autonomía integral, no depender de ellos. Lo que supone conseguir incluso la autonomía alimentaria, quizá no total al principio, pero trazarla como objetivo. El agua, la tierra, la comida, son vitales. Para eso es necesario reducir hasta eliminar la dependencia de las políticas sociales.
Tres, no hacerse ilusiones con las promesas, los buenos modos y hasta las invitaciones que nos hacen los de arriba. El momento más delicado para Cuba viene ahora que obtuvo el reconocimiento del imperio. Los de arriba nunca dieron nada gratis.
Cuatro, la fundamental: estar dispuestos a combatir y a afrontar todas las dificultades necesarias, los largos padecimientos antes de derrotar a los enemigos, como dijo Mao en la citada entrevista. Esto es lo decisivo: el estado de ánimo, la preparación espiritual para no desfallecer ante los inevitables reveses y sufrimientos. Es la ética del compromiso. No nos queda otro camino que cincelar la voluntad.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2015/04/17/index.php?section=opinion&article=019a2pol