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02 junio 2013
José Pepe Mujica me recuerda que Uruguay disfrutó durante décadas de niveles de desarrollo institucional y bienestar comparables a los de cualquier país europeo, asentó lo que se podría describir como una democracia avanzada a principios del siglo pasado y se adelantó en otorgar el derecho de voto a las mujeres (1927), el divorcio (1917) o en extender la educación gratuita, obligatoria y laica. Al rememorar esa época, cuando se conocía a Uruguay como la Suiza de América, el presidente no oculta una chispa de picaresca irreprimible en los ojillos mientras posa su mano sobre mi brazo:
—Mi país es un país pequeño; si hubiera sido grande se diría ahora que la socialdemocracia empezó en Uruguay.
No le falta razón, desde luego, y su reflexión me lleva a imaginar que si Uruguay fuera un país grande, en términos históricos, entonces él quizá sería uno de esos gobernantes cuya estatura inspira a millones de personas más allá de las fronteras nacionales, influye sobre otros líderes y se asegura una impronta profunda en la política de su tiempo. Tras una larga conversación el jueves pasado a primera hora de la mañana, salgo de la residencia del embajador en Madrid convencido de que, si Uruguay fuese un país grande, efectivamente la socialdemocracia se hubiera inventado allí. Pero también de que en un país grande habría sido muy difícil que la personalidad de Mujica se hubiese abierto paso hasta las altas poltronas del poder, una vereda de imposible tránsito para aquellos que renuncian de forma absoluta y expresa a someterse a la política y a sus exigencias, al menos como se conocen desde que las formulase Maquiavelo.
El presidente, de 78 años, resulta conocido por vivir en una casita modesta, de apenas 45 metros cuadrados construidos, vieja de caerse a trozos, sin personal de servicio, en las afueras de Montevideo, donde cocinan él o su esposa cada día y donde plantan flores en un pedazo de tierra y que antes vendían en los mercados. Una cueva, en palabras de Luis Alberto Lacalle, adversario político. Todo ello contribuye a alimentar los clichés que tratan de reducirle a una figura marginal o excéntrica, pese a que, de cerca, Mujica muestra hechuras de líder de enorme talla, en un momento en que el poder se deshilacha y los grandes dirigentes escasean. Algunos de sus planteamientos —“el mensaje del chavismo tiene vocación democrática”— resultan de difícil digestión para cualquier observador independiente, pero Mujica sabe equilibrar de inmediato sus abandonos temporales de la corrección política con abruptos golpes de realismo político. Cultiva relaciones con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, con el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, las tuvo con Hugo Chávez, de una manera u otra se encuentra en el centro del universo de la izquierda latinoamericana, mantiene lazos con todos y habla con conocimiento de primera mano de sus políticas. Le comento todo lo anterior para averiguar cuál es la figura política que más ha marcado a América Latina en tiempos reciente. Contesta rápido, sin dudar ni un segundo, como si esperara la pregunta o como si hubiese interiorizado la respuesta mucho tiempo antes:
—Lula.
—¿Y por qué?
—Es un personaje histórico. De gran altura simbólica. ¿Por qué? Porque construyó primero una central, construyó un partido, luchó por el Gobierno, tiene un liderazgo natural, no se aferra a él, sabe que tienen que sucederlo. La muerte le estuvo golpeando, probablemente le sirvió para pensar. A veces no es tan mal compañera la muerte cuando cae en extremo; pero una amenaza, el tener en juego la vida y estar en la cama y en el hospital, eso ayuda a ver lo relativo de nuestra pequeñez y mirar más lejos. Cualquier causa importante supera la vida, el paréntesis de una vida humana, es allí donde deben expresarse construyendo colectivamente. Pero, bueno, los hombres estamos sometidos al espejo y al despiadado amor a la vida y a veces en la flagrancia de determinadas posiciones no deja de haber un brutal amor a la vida. Y ha sido una tendencia humana.
De la izquierda en América Latina
Al sentarse para la charla, el presidente pide un té, le ofrezco mi taza recién servida y la acepta porque no le añadí azúcar. Mujica es un gran consumidor de mate, la infusión nacional argentina y uruguaya, de sabor amargo. Me doy cuenta de inmediato de que resultará imposible mantener una entrevista clásica de pregunta y respuesta. Su alocución desborda cualquier molde, a preguntas concretas responde con grandes elaboraciones que evaden los compromisos cuando él desea evadirlos, pero ellas contienen siempre suficientes elementos de interés y de verdad como para mantener la fascinación, mezclan observaciones precisas con gigantescos meandros discursivos sobre la vida, la muerte, el amor o la generosidad. El primer ejemplo de lo anterior se produce cuando trato de indagar sobre su relación con Argentina, nunca exenta de tensiones comerciales y agravada de forma reciente tras su declaración de que la “vieja”, en alusión a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, resulta más insufrible que “el tuerto”, su marido, Néstor Kirchner, ya fallecido.
—Maravilloso. Argentina es maravillosa. Argentina es un país bárbaro. No, yo no me quejo; la quiero en pila, además en sentido trascendente. Compartimos una argentinidad. Soy federal. Artigas [el gran líder de la independencia en Uruguay] es un héroe argentino en sentido macro. Es el fundador del federalismo en el Río de la Plata y si algún día la nación se construye será una nación federal con una fuerte independencia. Pero no quiero hablar de estas cosas con un español porque… ¡coño!
Me resigno pues al formato de entrevista-río sobre el bien y el mal que el presidente uruguayo impone sin imponer, que no carece en absoluto de seducción, como compruebo a medida que avanza y me obliga a dejar de lado el cuestionario y a concentrar toda mi atención en desmadejar y responder a los hilos de pensamiento que él trenza a velocidad de vértigo. Mujica fue guerrillero tupamaro hasta su detención en 1972. En total pasó 15 años de su vida en prisión, muchos de ellos en confinamiento solitario, en condiciones extremas, sometido también a tortura. Del radicalismo de inspiración cubana de sus años guerrilleros, el presidente de Uruguay ha pasado a convertirse en un gran teórico de los consensos entre poder y oposición, del papel del Estado, convencido de la necesidad de primar las instituciones, incluidos los partidos políticos, por encima de los caudillismos, de nefasta huella en el continente. Queda en su discurso, no podría imaginarse de otra manera, una suerte de radicalismo de baja intensidad en el pensamiento que contrasta muy vivamente, sin embargo, con el ejercicio habitual de la política en América Latina, de Europa ya ni hablamos.
—¿Cómo es el juego de billar? Es muy importante los tantos que usted pueda hacer con la bola. Pero tan importante como eso, o más, es cómo queda su bola.
—Para la siguiente jugada.
—Para la siguiente jugada. Esta es la cuestión. No solo lo que uno hace, porque no se puede construir algo importante de largo plazo si no se logra un cierto margen indirecto de influencia en la propia oposición. Por lo menos en los niveles más racionales de la oposición, porque en el fondo hay que construir con todo. ¿Es un camino largo? Sí, pero me parece que a la larga es el único posible.
Y sin embargo, le digo, la tentación de la reelección y del caudillismo siguen siendo grandes en el mapa político de América Latina, donde hasta en las democracias más asentadas se han visto forzados los mecanismos constitucionales para permitir nuevos mandatos a la medida de gobernantes que se han visto a sí mismos imprescindibles para el futuro de sus naciones, por encima de partidos, instituciones y sociedad civil. Lo hizo Chávez, Correa, Morales. En su día, también Uribe cayó en la tentación. En Argentina está por ver. Le pido a Mujica cómo puede explicar esta deriva en todo el continente desde su experiencia en Uruguay.
—Porque las personalidades terminan ocupando más escenario que los partidos. Los partidos aseguran la sucesión de las causas, las personalidades están sujetas a la biología. Obviamente que se precisan personalidades, pero en Uruguay, los que a la larga vienen decidiendo son los partidos. En otros lados no es así, influyen muchísimo hasta las personalidades coyunturales. En Argentina, usted puede hacer cualquier cosa, pero si aspira a luchar por el Gobierno tiene que ser peronista, y peronista es un todo, y después son varias cosas a su vez, y eso es como una cultura que se generó y no se puede desconocer. Allí hay izquierda, hay centro, hay derecha, hay de todo. ¿Cómo se combina eso? Es el artilugio de la política. En Chile creo que están jugando las personalidades hoy muy fuerte, daría la impresión, y hay un relativo debilitamiento de los partidos.
—El caso extremo sería Venezuela.
—Venezuela tiene una de las contradicciones más severas porque era muy fuerte la personalidad de Chávez. Absorbía y cubría todo el escenario y es probable que tuviera tal peso que mitigaba penurias de gestión que son históricas en Venezuela, que no son de hoy, que son hijas de una sociedad abundante en recursos naturales y que cohabitó y se acostumbró mucho a vivir de los recursos naturales. Cuando uno ve el precio interno del combustible en Venezuela y todavía una buena cantidad de ese combustible se va de contrabando para Colombia, ¿cómo se sostiene esto?
—Yo diría que no se sostiene.
—Venezuela tiene la intención política de ir a pasos muy acelerados en una construcción un tanto socializante. ¿Qué cosas tiene a favor? La más fuerte, a mi juicio, es que el proceso histórico terminó depurando totalmente a las Fuerzas Armadas y son unas Fuerzas Armadas chavistas, pero son Fuerzas Armadas, y así como las gallinas están programadas para poner huevos, las estructuras militares una vez que toman un rumbo, tienen un peso. Eso es una de las seguridades que tiene el régimen.
—Yo no lo veo como algo positivo.
—Pero, a su vez, mire qué paradoja. De haber una rotación política se puede tensionar mucho la sociedad venezolana. Ojalá que no, ojalá que esto no pase. Yo creo que en Venezuela hay que ayudar en todo lo que se pueda a buscar racionalidad. No comparto el tono de la discusión y todo eso, porque una izquierda que quiera ser democrática, y el mensaje chavista lo es, tiene que acostumbrarse a vivir con la oposición y la oposición tiene que acostumbrarse a convivir. Es una evolución de madurez en las sociedades. Las transformaciones socializantes no pueden ir contra la democracia.
—¿Eso se lo dijo a Chávez?
—Estas cosas yo se las he dicho a Chávez hablando.
—¿Y qué le contestó?
—Los consejos no sirven nada más que para pasar un buen rato. De respeto. Los seres humanos, desgraciadamente, aprendemos apenas un poco de lo que vivimos, no de lo que nos aconsejan.
—Esto es, le escuchó los consejos, pero no se mostró muy dispuesto a aplicarlos.
—Yo creo que globalmente el Caribe, en términos genéricos, es de posturas y lenguaje como terminantes; con posiciones muy en blanco y negro. Y eso es difícil. Pero en general, en América Latina nunca tuvimos lo que tenemos hoy. Nunca. Nunca tuvimos instituciones, por ejemplo, como Unasur, que se llaman telefónicamente todos los presidentes de América y en menos de 24 horas se juntan y deciden cosas importantes desde el punto de vista de la política, siendo de composiciones distintas.
—La reunión de Lima de Unasur en la que se decidió el apoyo a Nicolás Maduro tras su controvertida elección fue polémica, francamente.
—Fue y tenía que ser polémica. Claro que tenía que ser polémica. Ahora estamos en una encrucijada: lo más importante que está pasando en América Latina es la tentativa de construir paz en Colombia. Es una de las cosas más importantes en las últimas décadas que han pasado y en todo lo que se pueda hay que tratar de ayudar.
—Lo está liderando el presidente Santos, que no viene precisamente del universo intelectual y político de la izquierda.
—Sí señor, pero tiene mérito por ello. Tiene mucho mérito por ello. Es, definitivamente, un hombre abierto que resiste el cansancio y transforma en política el cansancio de una guerra interminable a lo largo de décadas y que está buscando un paréntesis y que debiera recibir un caluroso apoyo de la comunidad internacional. Pero que tiene obstáculos muy grandes porque tantos años de guerra se han transformado en intereses contradictorios, en una multitud de cosas y, obviamente, mucho dolor y cuando hay mucho dolor se apela al sentimiento de justicia. La justicia y el dolor en estas cosas andan al filo de la navaja con la venganza hacia un lado y hacia el otro. Si entran en ese camino no salen más de la guerra. Lo prioritario es la paz, la paz y la paz.
Del progreso social
Por mucho que Mujica predique la necesidad de consensos amplios con las oposiciones, internas y externas, como forma de consolidar los avances sociales, lo cierto es que las leyes adoptadas sobre despenalización del aborto (octubre de 2012), matrimonio homosexual (abril de este año) o la norma aún en discusión para que el Estado controle la producción y venta de marihuana no lo fueron sin una notable contestación interna. Las dos primeras han confirmado la posición de Uruguay como uno de los países más liberales de América Latina. Luego está la lucha contra la pobreza extrema, lacra que ha recorrido el continente sin distingos durante décadas, ha inflado las retóricas de los gobernantes que no pudieron o supieron ofrecer resultados concretos, y que solo en los últimos años comenzó a ofrecer esperanza a millones de personas en Brasil o Colombia. “Históricamente, Uruguay ha sido el país más equitativo de América Latina”, explica Mujica, “el que distribuyó mejor, pero la crisis de 2002 y algunas cosas de la década de los noventa afectaron mucho a la desigualdad. Mucho. Se está corrigiendo”. Más de 800.000 personas, según sus estimaciones han logrado escapar a la miseria, “aunque nos queda un núcleo duro, que hace mucho tiempo está desvinculado del mercado laboral y que no es un problema que se arregle solo con plata”.
La legalización de la marihuana es el proyecto que más resistencias ha encontrado, va para un año que el Gobierno la presentó, la demora coincide con las opiniones mayoritariamente en contra de los ciudadanos y nadie está seguro de que la norma vea finalmente la luz. El presidente niega que se planteen medidas a favor de la marihuana, se trata de una adicción, una plaga, es tajante sobre ello. Pero a continuación viene el toque Mujica, el desmarque de lo políticamente aceptable que descoloca a sus adversarios, la reflexión que hacen expertos y algunos expresidentes, pero que se guardan bien de formular los gobernantes en ejercicio. Él no:
—¿Por qué lo planteamos? Porque somos uruguayos, porque estamos en la historia. Allí discutieron en la década de 1910 el asunto del alcohol. ¿Sabe lo que hizo el Estado? Monopolizó la fabricación de alcohol de boca para eliminar los que entreveraron alcoholes de madera. Lo entró a cobrar caro. Y ahí sacaron una rentabilidad para atender salud pública. ¿Qué hicieron los craks del mundo? La ley seca de Estados Unidos mire cómo le fue y hasta Stalin quiso prohibir el alcohol. Chuparon más que nunca. No. En mi país con la marihuana queremos hacer un camino de ese tipo. Ahora, ¿si hay solución contra el narcotráfico? No sabemos. Es un experimento. Es un experimento por lo siguiente: esto lleva casi 100 años que estamos reprimiendo. ¿Y? ¿Dónde están los triunfos? Les ganamos todas las batallas: tantos kilos acá, el barquito este, lo otro, pero sigue funcionando. Y esa es la batalla. Yo creo que es una actitud conservadora. Se echaron a vivir aparatos de combate, fuertes, que viven de eso. Y ahora tienen esa lógica, también presionan. Se transforman en instrumentos de presión política. ¿Perdemos, no perdemos? No importa. Nos parece que hay que tener el coraje de plantear esta discusión. Y veremos hasta dónde llegamos.
Del español y del catolicismo
De Madrid, Mujica tenía previsto viajar ayer sábado a Roma para verse con el Papa. No asistió a la entronización de Francisco en marzo porque esa era una fiesta de la cristiandad, según explica, y del catolicismo. “Y yo no soy católico; soy ateo; aunque voy camino de la muerte todavía no me he podido reconciliar con la idea de Dios”. Pero sí se ha reconciliado con la idea del Papa, o al menos de visitarle. Por qué ahora, le pregunto, pese a que no se me ocurriría preguntarle a ningún gobernante del mundo por las razones para conocer al Pontífice, de obvias como son, pero con Mujica nunca se sabe.
—Ojo, los latinoamericanos tenemos dos grandes instituciones comunes: la lengua. Porque el portugués, si hablas despacio, se entiende. Y la otra es la Iglesia católica. Esas son las columnas vertebrales comunes que tenemos en nuestra historia y no reconocer el papel político de la Iglesia católica es un error garrafal en América Latina. Y yo, por más ateo que sea, no voy a cometer ese error. Tengo hondo respeto; no quise venir a saludarlo porque me daba la impresión que era una fiesta del catolicismo y me pareció que hubiera sido un error. Ahora, no reconocer el peso indirecto, espiritual que tiene en la gente Roma, y bueno, además teniendo un Papa del barrio.
—¿Qué piensa tratar con él?
—Colombia.
—¿Por qué?
—Pedirle que en la manera de lo posible que haga todo lo que pueda por apoyar el proceso de paz para Colombia porque yo le doy una importancia brutal. Porque esa puede ser la puerta de entrada de la parte más reaccionaria de la política americana que, por suerte, en el horizonte se están despejando algunas cosas en la medida de que ese ser político gigantesco que es adicto al petróleo solucione internamente su problema energético. Bueno, ya no tendrá necesidad de andar con el garrote poniendo orden en el mundo porque eso tenía mucho olor a petróleo siempre y puede ser que vivamos un poco más tranquilos. Me estoy refiriendo a no darle oportunidades a esa parte más reaccionaria que hay ahí dentro de Estados Unidos. Yo no pongo a Estados Unidos, a todos, en la misma bolsa. Obama no es de esa parte reaccionaria. Pero hay que cuidarse de eso porque ese animal existe. Basta leer los discursos, escuchar y uno se da cuenta de que eso existe.
De la sobriedad como mensaje
La conversación se acerca a su final. Fuera, en el jardín, están preparadas ya las cámaras y los focos para una entrevista con la televisión. Mujica explica que, más allá de la política, siempre ha aspirado a dar ejemplo de compromiso con la sociedad en la que vive, que no gusta de los grandes gestos, que el mejor dirigente no es el que hace más, sino el que, cuando se va, deja un conjunto que le supera con ventaja. “Eso se verá con el tiempo”, dice de forma pausada. “A eso aspiro”. Esa es la razón, le digo, de haber evitado el palacio presidencial, los trajes a medida, de vivir en una casa tan modesta, de renunciar al personal de servicio. Se trata de un mensaje muy potente. Tanto para sus conciudadanos como para otros gobernantes. ¿Cree que resuena, le pregunto, que tiene algún impacto, que no se trata de un gesto quijotesco perdido en la gran política, ahogado por el poder y la riqueza?
—No. Como mensaje molesta. Porque los que despilfarran lo toman como una crítica. Y las críticas siempre duelen. Pero no tiene que ver con una postura política; es un convencimiento filosófico de raíz muy vieja. Yo viví muchos años en los que la noche que dormía en un colchón ya estaba contento. Cuando salí de eso, me di cuenta de que para vivir medianamente feliz no se precisa de tanto cacharro y tanta cosa como nos complicamos la vida. Pero en medio de la sociedad de consumo, no puedo pretender que la gente entienda eso.
Luego se levanta, se despide efusivamente y mientras se encamina hacia el jardín se vuelve al personal de la residencia del embajador y pide con voz firme:
—Mate.