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domingo, diciembre 22, 2024

EL SUMAK KAWSAY FRENTE AL PARADIGMA DE LA MODERNIDAD. por Por Juan Cuvi

            Resulta inviable plantearse una transformación del sistema capitalista al margen de un análisis profundo y descarnado de la modernidad. Es esta última la que le confiere su condición de paradigma al modelo de sociedad que la humanidad viene construyendo desde hace cinco siglos. Más allá de las diferencias obvias entre los distintos mundos que han coexistido en el planeta durante ese largo período, y que aún hoy persisten en muchas zonas y latitudes, es absurdo negar que el paradigma occidental ha ido expandiéndose e imponiéndose inclusive en aquellos países que, en determinado momento, expresaron una férrea resistencia a la colonización económica y cultural de Occidente. Con distintos tiempos y por diferentes caminos, la mayor parte de naciones del orbe han terminado plegando al mismo modelo.

            Cabe entonces una pregunta tan incómoda como necesaria para la izquierda: ¿por qué una tercera parte de la humanidad, que un día estuvo cobijada por lo que se denominó como socialismo real, forma hoy parte del mismo sistema que se cuestionó y se quiso sustituir? Esta inquietud no es ni novedosa ni original. Pensadores, economistas y estudiosos de izquierda llevan décadas analizando críticamente los límites y distorsiones que provocaron este proceso de reconversión de un sistema supuestamente nuevo a uno supuestamente agotado. No de regresión, como algunos podrían estar tentados de calificar, porque esto significaría admitir el avance civilizatorio de los regímenes del socialismo real, lo cual, a su vez, nos forzaría a concluir que existe un sustrato de estupidez o de locura en miles de millones de seres humanos. Porque ¿quién en sus cabales querría regresarse del paraíso socialista al infierno capitalista? 

            En medio de la diversidad de explicaciones sobre este fenómeno que, sin lugar a dudas, marca la historia mundial de los últimos dos siglos (es decir, desde cuando los efectos devastadores del capitalismo provocaron la respuesta angustiosa, y al mismo tiempo valiente, de los trabajadores), hay que resaltar la tesis del sistema-mundo propuesta por Wallerstein, porque nos permite entender esa historia dentro del marco general de la modernidad y de la ideología liberal[1]. La confrontación ideológica que durante el siglo XX prácticamente dividió al mundo en dos grandes bloques, con sus respectivas zonas de control, dominio e influencia, no sería más que la expresión de dos variantes con demasiadas coincidencias como para expresar proyectos de sociedad antagónicos e irreconciliables. Los elementos más sobresalientes de estas coincidencias serían, en síntesis, los fundamentos sobre los cuales se erigió la modernidad occidental: industrialización, progreso lineal-ascendente-irreversible, urbanización, fe en el conocimiento científico, gobiernos delegativos de expertos, supremacía del Estado como factor de transformación social, fetichismo tecnológico, el mercado como campo de realización económica (producción, distribución, consumo).

            En una conclusión que para algunos podría pertenecer al campo de la política-ficción, Wallerstein insinúa la existencia de una suerte de pacto colusorio entre la ex URSS y los Estados Unidos para viabilizar el proyecto liberal. El derrumbe del bloque soviético a finales de los 80 no constituiría, como generalmente se piensa, un triunfo de los Estados Unidos, sino una manifestación de su debilidad estructural. “En realidad el fin de la guerra fría eliminó el último soporte de la hegemonía y prosperidad estadounidense: el escudo soviético”[2]. De allí que lo que realmente estamos afrontando en las actuales circunstancias es una crisis integral de la modernidad, del sistema liberal y de la civilización occidental.

            Desde esta perspectiva, las experiencias del socialismo real que hasta ahora hemos presenciado serían interpretaciones de una misma partitura global. Sugerencia esta cautivante si observamos que, en la práctica, lo que los regímenes socialistas construyeron fue un atajo para la integración de muchos países en los niveles más dinámicos del capitalismo; dicho de otro modo, se trató de un salto vertiginoso desde el atraso más paralizante hasta la modernidad capitalista. Ejemplos sobran: la conversión de China en potencia capitalista mundial, en menos de lo que canta un gallo, habría sido imposible por otra vía.

 

Pensamiento y modelo únicos.

            En la lógica de la globalización, da la impresión de que las opciones se hubieran reducido a las particularidades y cronogramas de un único proyecto: el capitalismo. El debate que se ha impuesto tiende a reducirse a las estrategias más adecuadas para modernizar o “racionalizar” al capitalismo, no para superarlo. La orientación ideológica de los gobiernos termina definiéndose por su adhesión a un capitalismo más o menos salvaje, más o menos humano, más o menos depredador. Como si en la escala destructiva de ese sistema pudieran existir gradaciones positivas. Ya hace 150 años Marx estableció una de las contradicciones inherentes del capitalismo: su tendencia a devorarse a sí mismo como consecuencia del proceso interminable de transferencia de los ingresos desde los trabajadores al capital, proceso que no puede detenerse so pena de echar abajo al sistema entero. Hasta los economistas liberales han advertido sobre la plena vigencia de esta contradicción a propósito de las últimas crisis económicas globales. Por ejemplo, la respuesta política a la burbuja inmobiliaria y especulativa de 2008 fue la transferencia de gigantescas sumas de dinero a los bancos y financieras quebradas, con lo cual no se hizo más que prolongar la descomposición del sistema. En lugar de responder a los ciudadanos, ahorristas y trabajadores esquilmados y empobrecidos, se compensó al capital financiero. Los efectos serán devastadores más temprano que tarde, como ya se anuncia con las sucesivas debacles de algunas economías europeas.

            La supuesta racionalización del capitalismo, entonces, se circunscribe a la aplicación de ciertas recetas que hacen gala de una dicotomía elemental y simplista: ralentización/aceleración del colapso sistémico, mayor/menor tasa de explotación del trabajo, más/menos sostenibilidad del proceso de afectación ambiental; en definitiva, todo se recude a la adecuación del modelo en función del rendimiento del capital.

            En este punto cabe una reflexión que, en su crudeza, puede pecar de simplista o reduccionista. Una de las formas de medir la eficiencia del capitalismo, desde la óptica de los empresarios, es la tasa de apropiación de los excedentes productivos a favor del capital. Sorprende que, en no pocos casos, hayan sido los gobiernos denominados progresistas los que con mayor eficiencia han asegurado esta injusta ecuación[3]. Escudados detrás de una retórica ideológica de izquierda, estos gobiernos han logrado neutralizar la tendencia al incremento de las presiones, demandas y exigencias estructurales de los trabajadores. Si bien es cierto que han repartido un considerable porcentaje de ingresos públicos entre los sectores más vulnerables, hay que preguntarse si esa política clientelar y paternalista constituye una ruta hacia el poscapitalismo, o por lo menos una alternativa de transformación social.

            La respuesta es por demás obvia, con una desventaja adicional: la inversión social en una economía capitalista tarde o temprano termina beneficiando al capital. Ello explica por qué durante los seis años de correísmo los grandes grupos económicos han incrementado su patrimonio exponencialmente. No solo eso: en un modelo capitalista distorsionado, como el que opera en nuestro país, ni siquiera existen posibilidades para equilibrar la relación capital/trabajo dentro del proceso productivo, como en su momento lo hicieron los Estados de bienestar. Al contrario, la compensación que pretende hacer el gobierno desde el Estado resulta marginal frente al grueso de la acumulación en manos de los viejos y nuevos sectores monopólicos.

            Esta lógica redistributiva con alta injerencia estatal adolece de una limitación intrínseca: evade afrontar las contradicciones y desigualdades estructurales en la esfera de la producción. El modelo extractivista propuesto por el gobierno de Correa busca justificarse en la función redistributiva que supuestamente asumiría el Estado. Poco importa que en el proceso productivo se incremente la tasa de explotación de la fuerza de trabajo, o que se generen externalidades socio-ambientales irreversibles y costosas: el objetivo es contar con fondos para repartir. En la práctica, la recuperación del Estado, de la que tanto alardea el oficialismo, ha sido el instrumento más eficiente para profundizar la concentración de la riqueza y las desigualdades sociales[4]. Y seguirá siéndolo aunque renegocien ad infinitum los contratos petroleros, mineros e hidroeléctricos con China.

 

La reapropiación como proyecto.

            No viene al caso discutir en qué momento de las luchas sociales y de la elaboración teórica de la izquierda se le asignó al Estado la potestad para manejar la riqueza de la sociedad. Lo único cierto es que, hasta ahora, la fórmula no ha funcionado como vía para resolver la desigualdades e injusticias sociales. En algunos casos ha servido para atenuar –aunque de manera transitoria– dichas desigualdades; pero el resultado final no ha variado sustancialmente (basta ver el exclusivo grupos de multimillonarios chinos y rusos que nos heredó el socialismo realmente existente o capitalismo de Estado).

            Frente al concepto de redistribución de la riqueza, un proyecto de emancipación social debe plantearse, desde una visión contemporánea, la idea de la reapropiación de la producción. Nada nuevo si nos atenemos a los análisis y propuestas de los primeros pensadores anticapitalistas. En efecto, si la clave de las desigualdades socioeconómicas en el capitalismo fue identificada en el proceso de apropiación del trabajo por el capital, es evidente que la alternativa implica la reversión de dicho proceso. La sociedad no tiene más opción que redefinir unas relaciones de poder que le permitan tomar la decisión sobre qué, cómo y para qué producir. Obviamente, ya no vivimos las mismas condiciones de producción que al inicio del capitalismo, cuando la posibilidad de reapropiación del proceso productivo podía materializare en el control fabril; o cuando la desapropiación del excedente de trabajo involucraba directa y concretamente al empresario burgués. Hoy, lo puntos nodales de acumulación son tan difusos, ubicuos y fluctuantes que casi parecen una abstracción. No obstante, existe suficiente fuerza de trabajo en el mundo –incluidos los millones de informales que también padecen formas de explotación sutiles e indirectas– como para desmontar un sistema basado en el perjuicio de los mismos que le posibilitan sobrevivir.

 

Sumak kawsay: de la oposición a la construcción.

            La idea anterior, hay que reconocerlo, constituye una estrategia de contraposición al capitalismo desde parámetros bastante convencionales o, mejor dicho, clásicos. No plantea necesariamente la construcción de un paradigma alternativo, que rebase las tradicionales aspiraciones del viejo socialismo, el cual podría continuar anclado al principio del desarrollo acelerado de las fuerzas productivas como condición para asegurar el acceso de las masas al consumo. Como la humanidad ya pudo constatarlo, esta opción es catastrófica en cualquiera de sus variantes ideológicas, porque contradice el principio de equilibrio que puede hacer sostenible la vida en la Tierra. La devastación ecológica que provocó el socialismo real ha sido, en muchos casos, peor que la del propio capitalismo. La opción más avanzada implica, por lo tanto, proponer un proyecto poscapitalista y postsocialista que trace un derrotero distinto al de la modernidad. Hay que transitar de posturas antropocéntricas a lógicas sociobiocéntricas, en donde los Derechos de la Naturaleza jueguen un papel estelar.

            La construcción de un paradigma alternativo implica un acercamiento radicalmente distinto a la realidad. No es suficiente con levantar teorías económicas, sociológicas o culturales críticas del sistema; hay que mirar al mundo desde otra perspectiva. Si únicamente se sustituyera nuestra concepción antropocéntrica del mundo por otra fisiocéntrica* –solo por citar un aspecto–, se alterarían todas las facetas de la vida humana y, en consecuencia, de las relaciones sociales, políticas, culturales, etc.

            El sumak kawsay como proyecto en permanente construcción aspira precisamente a ello. Quizás el mayor desafío de la izquierda latinoamericana –o más puntualmente, de la izquierda andina– sea desarrollar esa epistemología alternativa, esa filosofía política, esa cosmovisión integral (o como quiera denominársela), para convertirla en una opción viable de transformación social. Pero no en calidad de recetario, como tantos experimentos patéticos del pasado. Como dice Eduardo Gudynas, “no tiene sentido esperar una guía universal de acciones o indicadores del Buen Vivir, similares a los manuales del Banco Mundial o indicadores de desarrollo humano, que sean de aplicación planetaria”[5], y que deriven en la elaboración de regulaciones, normativas o manuales de procedimientos.  Al contrario, se trata de una nueva forma de relacionamiento, tanto entre seres humanos como con el entorno, que rompa con la dualidad sociedad/naturaleza que lleva imponiéndose durante siglos[6]. Es urgente encontrar formas para superar nuestra enajenación de la naturaleza, esa separación artificial entre los seres humanos y el cosmos, que nos impide entendernos como parte del mundo físico, como animales inteligentes sumergidos en sus profundidades; no como espectadores externos sino como “participantes en un campo dinámico, cambiante y ambiguo”[7].

            La tarea no es fácil. Superar las visiones dominantes y construir nuevas opciones de vida tomará tiempo. Habrá que hacerlo construyendo sobre la marcha, reaprendiendo y aprendiendo a aprender simultáneamente. Esto exige una gran dosis de constancia, voluntad y humildad. El sumak kawsay se presenta como una oportunidad para construir colectivamente una nueva forma de vida, que parte por un epistemicidio del concepto de desarrollo. Boaventura de Souza Santos nos recuerda, en repetidas ocasiones, el asesinato de otros conocimientos despreciados por el conocimiento hegemónico occidental, que hoy cobrarían fuerza con las propuestas del Buen Vivir, al tiempo que se desmontan los conceptos de progreso en su deriva productivista, y de desarrollo en tanto dirección única y mecanicista de crecimiento económico.

               La superación del concepto dominante de desarrollo constituye un paso cualitativo importante. Esta propuesta, siempre que sea asumida activamente por la sociedad –en tanto recepta las propuestas y aportes de los pueblos y nacionalidades, de amplios segmentos de la población e incluso de diversas regiones del planeta–, puede proyectarse con fuerza en los debates que se llevan a cabo en el mundo. 

            El Buen Vivir acepta y apoya maneras de vivir distintas, valorando la diversidad cultural, la interculturalidad, la plurinacionalidad y el pluralismo político. Dicha diversidad no justifica ni tolera la destrucción de la naturaleza ni la existencia de grupos privilegiados a costa del trabajo y sacrificio de otros.

 

Julio 1, 2013

             


[1]     Wallerstein, Immanuel, Después del liberalismo, Siglo XXI editores, México, 2011.

[2]     Wallerstein, p. 191.

[3]     De acuerdo con un análisis realizado en 2009 y 2010 por Víctor Álvarez, ex alto funcionario del gobierno de Chávez y militante socialista, los primeros diez años de chavismo hicieron que la economía venezolana se hiciera más capitalista, más explotadora y más rentista. De acuerdo con cifras oficiales, en una década el factor trabajo redujo su participación en la creación de valor de 39,7% a 31,69%, mientras que el capital incrementó su participación de 36,2% a 49,18% en el mismo período (www.aporrea.org).

[4]     Ver el anticipo de una interesante investigación sobre el régimen en Revista Economía, Balance del sumk kawsay en el gobierno de Rafael Correa, Universidad Central del Ecuador, abril de 2013.

*     Fisiocéntrica:  centrada en la naturaleza.

[5]     Gudynas, Eduardo, “Buen Vivir y críticas al desarrollo: saliendo de la modernidad por la izquierda”, en Hidalgo Flor, Francisco y Álvaro Márquez Fernández (editores), Contrahegemonía y Buen Vivir, Universidad Central del Ecuador/Universidad de Zulia, Venezuela, 2012, p. 84.

[6]     Ver Gudynas, Eduardo y Alberto Acosta, “El buen vivir más allá del desarrollo”, en Qué Hacer, DESCO, Lima, http://www.transiciones.org/publicaciones.html.

[7]     Abram, David, The Mechanical and the Organic: On the Impact of Metaphor in Science, en Stephen H. Schneider and Penelope J. Boston (eds.), Scientists on Gaia, Cambrigdge, MIT Press (citado por Elbers, Jörg, Ciencia holística para el buen vivir: una introducción, Centro Ecuatoriano de Derecho Ambiental, Quito, 2013, p.109).

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PENSAMIENTO CRÍTICO
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4 COMENTARIOS

  1. Muy bien Juan. Coincido en gran parte con tu artículo. Pero dejaste fuera al final qué es lo que rechazas de la modernidad. Si la rechazas enteramente, hay demasiadas cosas que atesoramos con cariño que se irían junto con el agua sucia. Los derechos individuales, el principio de responsabilidad, la idea de secularización, la autonomía de los sujetos (débil, fragmentada e inconstante, pero algo por lo que luchar), la consciencia de un futuro abierto, el fin de todas las autoridades tradicionales y la confianza n el debate abierto entre seres humanos iguales en derechos y en capacidades de razonamiento. La misma separación entre “ser humano” y naturaleza es la que justifica que ante la obligación de elegir, prefiramos sacrificar a un perro o a un venado antes que a un niño. Si no hay separación ni diferencia, ¿cómo lo justificamos? La crítica a la modernidad, si no hace distinciones, puede llevarse todo eso consigo. Yo prefiero todavía, hasta que se demuestre lo contrario, la idea de modernidades alternativas antes que dejarla atrás.

  2. Los indicadores sociales y el sacrificio de la naturaleza para aprovisionar un incipiente bienestar social, son claros indicativos de que el sistema capitalista utilizado, piramidal, con Democracia Representativa, no es productivo en acuerdo a la necesidad.

    A mi juicio, si el sistema capitalista se sostiene es porque los pueblos ignoramos sobre la calidad de la entrega que la Democracia Participativa ofrece, asunto de tiempo.

    A propósito, a breves rasgos, Democracia Participativa significa: Masivo buen trato psicológico, el poder distribuido en todas y todos, voz y voto ciudadano permanente, el 100% activo, mínimo digno, educación para despertar consciencia, utilizar el potencial, ser libre, justo, honesto, rebelde, veraz, gobernarse a sí misma(o), difusión de soluciones, uso de las energías libres, el talento aprovisionaría un verdadero y permanente bienestar social.

    El sistema piramidal propende a la entropía y decadencia, es del bando negativo, una dificultad que superar y los resultados son los que tenemos, bastante para denunciar y protestar mientras que con la Democracia Participativa se tendría una experiencia social sin precedentes, afines a la existencia en su aspecto positivo. En nosotros depende pronunciarnos por el atajo. Cordiales saludos,

    • La rotundidad analítica deja, aún, sin plantear más o menos concreciones. Me atrevo a sostener que el pecado original del “socialismo real” fue la estatización de los medios e instrumentos de producción, en lugar de su socialización. (Ek propio Marx visualizó al socialismo, no como empresas estatales, sino como “una asociación de productores”). A partir de ello, se creó la casta burocrática -gestada desde las concepciones estalinistas- que devino en mafia restauradora del capitalismo. Decimos restauración, porque no se puede desconocer que, antes de que madurara este proceso degenerativo, el sistema permitió un mejoramiento sustancial de la calidad de vida del pueblo. Y, al mismo tiempo, la desaparición de la vieja casta burguesa-terrateniente. Ergo: dar un buen comienzo para el establecimiento de una sociedad post – capitalista, SOCIALISTA. (No post-socialista. Pues nunca hubo verdadero socialismo en la Historia), es estimular -desde la base social- la creación de empresas comunitarias, sin fines de lucro, de acumulación, sino orientadas a la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales del pueblo. Con la perspectiva de que este modo de producción y de relaciones de producción, se universalicen. Todo, claro está, dentro de los nuevos -ancestrales- conceptos de equilibrio hombre -naturaleza. Desechar el comsumismo, implica, por cierto, desechar también la desorbitada aceleración de la tecnología, no indispensable. Sin despreciar los grandes aportes científico – tecnológicos que nos herada el capitalismo. Saludos,

  3. Estimado Juan:

    Le agradecería si la próxima vez que prácticamente cita una frase de mi libro, lo indica en la forma debida. Se trata de la siguiente frase del blog:

    “Es urgente encontrar formas para superar nuestra enajenación de la naturaleza, esa separación artificial entre los seres humanos y el cosmos, que nos impide entendernos como parte del mundo físico, como animales inteligentes sumergidos en sus profundidades; no como espectadores externos sino como “participantes en un campo dinámico, cambiante y ambiguo”[7]”

    El original dice lo siguiente:

    Tenemos que encontrar formas de superar nuestra alienación de la naturaleza, esta separación artificial entre el ser humano y el resto del cosmos, … (Elbers, 2013:109)

    Elbers, Jörg (2013). Ciencia holística para el buen vivir: una introducción. Serie Transiciones, Quito, CEDA, 131 p.
    http://www.redge.org.pe/node/1679

    Muchas gracias y saludos cordiales,

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