La enfermedad y la muerte, como preocupaciones existenciales, son parte del núcleo de preguntas esenciales de la medicina y la filosofía. Muchas de estas interrogantes quedan sin respuesta y, desde la axiología del dolor y la muerte, revisten gravedad epistémica: la visión de nuevos sacerdotes y chamanes no ha sido derrotada, pero responde banalidades; mientras la ciencia logra mejoras insuficientes y no para todos, y se cruza con las creencias.
El clero contribuyó a que la enfermedad sea concebida como un estigma, un castigo divino; y, a que el enfermo fuese considerado como un anormal espiritual, un reo de la justicia divina, un pecador. Las máculas o secuelas suponían las marcas visibles dejadas por Dios para recordar la esperanza de salvación del alma. La sanación no comprendía las causas de la enfermedad, sino que representaba la liberación del castigo a través de un terrenal y penoso proceso de purgatorio anticipado.
Este artículo intenta mostrar que el abordaje filosófico de los problemas médicos y epidemiológicos representa una herramienta eficaz para la investigación y la enseñanza en ciencias de la salud, siempre enfocada en la observación crítica de una problemática que hoy por la pandemia tiene a la ciencia y a la sociedad envueltas en preocupaciones filosóficas por mucho tiempo descuidadas.
El todo, las partes… ¿y la filosofía médica?
El movimiento médico ha transitado de la especialización “prehistórica” a la postmoderna: la primera tomando el cuerpo como un todo y la segunda dividiéndolo en parcelas. La forma de totalización, sujeta a la tributación divina, asume la enfermedad del cuerpo bajo la perspectiva de una taxonomía general fatalista, donde la salud es gracia y la enfermedad pecado o destino manifiesto. También el conjunto de la sociedad impone contenidos médicos institucionalizando la enfermedad: lo loco, lo sufrido y lo anormal son determinantes de calificación preconcebida. El diagnóstico le pertenece al calificador y, en lo posible, se procura que cada quien sea calificado a tiempo.
Hoy, los conocimientos científicos y tecnológicos significan la aparición de nuevos problemas, nuevas preguntas y nuevas respuestas, casi todos enfrentados a desafíos de carácter ético-cultural. Así, establecer relaciones entre relevancia y pertinencia fue y será una ecuación difícil de resolver, si por un lado el esquema mercantil de la sociedad de clases impone la agenda, y por otro la visión antropológica integral se deja vencer por la presión de un nuevo poder instalado en el saber médico, que suma arrogancias, dominio y subordinación.
La división social del trabajo, en el cuerpo, construye nosografías (clasificación y descripción de las enfermedades), geografías en la piel o topografías de los órganos. Los especialistas inscriben en el organismo individual una salud pública que se edifica en contrasentido: a tal punto llega la segmentación que se desconecta la mirada holística y social, pues cada especialista busca detectar lesiones orgánicas causantes de síntomas, pero raramente valora el sistema completo, fuera de su área de especialización.
El asunto va más allá: para la visión positivista de la sociedad industrial, la enfermedad es pérdida de función –incapacidad de adaptación que puede o debe ser afectiva, social o laboral- antes que ausencia de bienestar. Por esto, todo paciente requiere, además de diagnóstico, un tratamiento “basado en la evidencia”, que se traduce en drogas también calificadas. Es decir que los sistemas de atención no son de salud sino de enfermedad, y la capacidad resolutiva será siempre farmacodependiente. En este trance, salud y enfermedad se movilizan a prácticas diversas, así como a formas de inclusión-exclusión, modos de asistencia, formas de enseñanza y percepción del dolor o la muerte. La exclusión más significativa es el no-acceso y el deterioro anímico por ser un enfermo sin solución.
Se configuran académicamente formas categóricas del discurso médico, que hacen de la razón un núcleo de saberes monopólicos de pobre comunicación. El enfermo yace como un interlocutor no-válido, un actor social pasivo o en pausa… ¡un paciente!, al que se exige ser “bueno”, sumiso y disciplinado para la causa de intervención o penetración consentida.
Entonces, la enfermedad atraviesa a los sufrientes pero no les pertenece. A efectos del sistema que interpreta enfermos y enfermedades, la respuesta se localiza fuera de los convalecientes: son los médicos y operadores del sistema los que aplican las normas y los fines de la terapéutica; pero solo los aplican, porque los protocolos provienen de fuentes de elaboración central y mundial.
Son gobiernos estatales los que definen lo normal y lo anormal en una relación ordenada, muy vinculada a la industria de la salud. Cuando la ciencia no cubre a todos reabre un nuevo episodio religioso, pues los más desfavorecidos regresan a orar contra el dolor y se sienten castigados desde el cielo.
La filosofía en la medicina deberá contribuir a la comprensión de aspectos que constituyen preocupaciones sociales y culturales, proponiéndose caracterizar la experiencia de vivir y morir con la peste a cuestas. Debe preguntarse y preguntar cómo se asumen los procesos de salud/enfermedad en relación con sus determinantes sociales, ambientales y morales. La equidad, la contaminación, el aborto y el derecho a morir con dignidad, entre otros, son temas impostergables.
Asimismo corresponde reflexionar acerca de cómo se entienden el cuerpo, el dolor y el sufrimiento. Este es un camino de autocomprensión y autocrítica, cuyo quehacer se ubica en el escenario biomédico pero no se limita a él ya que debe trascender, sin posturas de poder o jerarquía, hacia la comunidad. Sus resultados buenos constituirían lo que podría denominarse como “filosofía crítica” de la medicina. Que sea crítica implica que se abra a sus bases ontológicas, donde el destino no es sino el tránsito entre vida y muerte, vieja y amorosa relación casi olvidada entre filósofos y médicos. La ética humanista y libertaria se construye con los demás: con todos, pero sin dominio de nadie; ese es el reto que convoca a la sociedad humana en época de pandemia.
La epidemia mundial por covid-19 obliga a replantear las preguntas sobre la función de la medicina como ciencia, tecnología o pensamiento que emerge, hoy, sometida al diagnóstico y a la terapéutica. Esto pone en claro que la medicina aún no posee un concepto preciso de enfermedad, pensado más allá de principios fisiopatológicos, replanteando un modelo teórico aliado a la filosofía y que sume una nueva calidad valorativa, donde la designación de un estado saludable o patológico sea fijada por reglas y convenciones del conjunto de la sociedad.
El conjunto de la sociedad impone contenidos médicos institucionalizando la enfermedad: lo loco, lo sufrido y lo anormal son determinantes de calificación preconcebida. El diagnóstico le pertenece al calificador y, en lo posible, se procura que cada quien sea calificado a tiempo.
La epistemología y el proceso clínico de la Medicina Basada en Evidencias (MBE)
Pese a la imposición de normas, la realidad demuestra resistencia en el acto clínico y, todavía, una baja adherencia a la MBE. Las habilidades cognitivas aprendidas de la experiencia diaria, más que de la información científica literal (16), pueden explicar estas resistencias a un enfoque holístico que conecte el acto clínico. Esto hace que las verdades científicas nacidas de la industria farmacéutica y de diagnóstico tomen más fuerza y resulten monopólicas.
El conjunto de premisas sobre conocimiento y aprendizaje se centra en evidencia científica ajena a los productores de salud; así, las creencias de los médicos acerca del conocimiento parecen mostrar una dimensión relativista, que da pie a formas de medicina no convencional nacidas de la cultura tradicional, haciendo que ciencia y creencia se bifurquen como verdades socialmente asumidas.
En los Estados Unidos, las visitas a consultorios de medicina alternativa alcanzan los 425 millones al año, cifra que supera ampliamente la de visitas a médicos convencionales (388 millones). Además, se ha estimado que los estadounidenses gastan aproximadamente 13.700 millones de dólares al año en esta clase de consultas, cifra que representa casi la mitad de todo el gasto en servicios médicos de ese país.
A escala mundial, la pandemia expuso la más variada expresión de creencias que, dado el sufrimiento individual y colectivo de los pueblos, se asumió como necesidad urgente. Y podría decirse que la ciencia cede a la creencia ante la presión cultural, sin que nadie repare en otros razonamientos filosóficos o morales. La misma Cochrane (biblioteca virtual de referencia en temas de salud) reporta cerca de cuatro mil estudios sobre medicina alternativa, aunque recientemente no se haya evidenciado mayor eficacia terapéutica de algunos tratamientos homeopáticos en comparación con el placebo.
Conclusión: de la teoría a la ciencia
En este difícil escenario, la filosofía podría proporcionar una visión más crítica y certera, aportando a una metodología revalorizadora de la ciencia, que no desconsidere la realidad de la antropología, la cultura y nuevas investigaciones desde la ancestralidad.
Ciencia y filosofía se identifican en un único proyecto conceptual: rehumanizar la vida social, reconectando el pensamiento abstracto y metafísico con el concreto. Esta obligación epistémica nace de un evento mundial como la pandemia por covid-19 y emerge en un rico repertorio de acciones, percepciones y pensamientos. La vida humana exige superar toda dicotomía ciencia-filosofía, para integrarlas en un único cuerpo de conocimiento que produzca una crítica racional a toda teoría, científica o alternativa.
La medicina, como ciencia del dolor y el sufrimiento humanos, debe estar animada por una constante discusión y reflexión epistémico-filosófica. La filosofía médica será así entendida como una especulación racional que atraviese la actividad científica entera. Es ella, en todo su rigor, la que imprime en una teoría el carácter de ciencia.
En los Estados Unidos, las visitas a consultorios de medicina alternativa alcanzan los 425 millones al año, cifra que supera ampliamente la de visitas a médicos convencionales (388 millones).
*Por Tomás Rodríguez León, epidemiólogo, profesor de bioética y epistemología.
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Hay muchas enfermedades serias, no terminales pero incurables que la medicina tradicional no aborda porque son raras y no son negocio para las farmaceuticas y los pacientes sufren por años hasta su muerte.