A comienzos del siglo XX (en 1903, para ser precisos), el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez publicó la que sería una de sus obras más reconocidas: M’hijo el dotor. En ella, los sueños de ascenso social de una familia campesina que envía a su hijo a la ciudad para cursar la universidad, se ven interpelados por la forma en que sus saberes tradicionales colisionan con los conocimientos y costumbres adquiridos, en su nuevo entorno, por el joven aspirante a profesional.
Casi 120 años después, la perspectiva política y social sobre la educación superior todavía parece abrevar en esos viejos estigmas y sospechas que podrían creerse superados. Desde la noción de “privilegio” que recae en quien obtiene una beca de posgrado para estudiar en Europa, hasta la caracterización estatal –en un documento de la Senescyt referido a los efectos de la pandemia sobre el sector a su cargo- del pago a los docentes universitarios como un “gasto”, en lugar de una inversión.
“Hoy nuestra trinchera de batalla es la calidad, que ha dado un giro notable en los últimos 14 años: ese es el espacio que hay que defender, porque significa la dignidad que la educación pública se merece. Y cualquier cuestión que atente contra eso, como los recortes presupuestarios, tiene que ser combatida”, sostiene tajante Xavier León, decano de la Facultad de Artes de la Universidad Central del Ecuador (Fauce), casa de estudios que se vio obligada a detener proyectos académicos ya aprobados y listos para ejecutarse, a causa de la agresiva disminución de recursos económicos dispuesta por el saliente ejecutivo nacional.
Golpe tras golpe
Para el ciclo 2020-2021, la Fauce había presentado dos nuevas carreras (Música y Danza) y tenía listo el lanzamiento de tres maestrías. Pero en enero hubo una reducción de USD 37 millones en los recursos asignados a cuatro universidades, entre ellas la UCE, y el panorama se ensombreció. Dos meses más tarde sobrevino la pandemia y el oportunismo de la gestión de Lenín Moreno completó la tarea: en mayo se tomaron casi USD 100 millones del presupuesto de 32 casas de altos estudios; de las tres maestrías previstas por León, solo una inició actividades. “Esto puede ser bastante grave, porque a largo plazo se generan límites al desarrollo en términos de investigación y progreso intelectual en el campo de la profesionalización del arte”, completa el decano.
Casi de inmediato –con la excusa de la crisis económica derivada del confinamiento- llegaría el turno de las desvinculaciones de docentes, que también tocaron muy de cerca a la UCE: “Se intentó no renovar los contratos de 650 profesores, pero luego de la presión y lucha gremial, solo fueron desvinculados 120”, detalla Carlos Calderón, profesor de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación. Según el académico, el accionar de la Federación de Asociaciones de Profesores de la Universidad Central (FAPUC) permitió “que muchos de los contratos o nombramientos provisionales se renueven, para tranquilidad de los docentes y estudiantes”.
A finales del mismo año, el nuevo golpe “económico-epidemiológico” fue para el Fondo Permanente de Desarrollo Universitario y Politécnico (Fopedeupo). Pero en lugar de reducir sus fondos, de los cuales dependen las universidades públicas y algunas cofinanciadas, se le agregó la responsabilidad de sostener a las llamadas instituciones emblemáticas (De las Artes, Ikiam, Unae y Yachay), cuyo presupuesto combinado supera los USD 65 millones.
Lo paradójico del caso, es que en el documento de la Senescyt aludido algunos párrafos atrás, titulado “Evaluación de los efectos e impactos del COVID-19 en la Educación Superior”, se trazan propuestas que la praxis del gobierno morenista contradijo abierta y dolorosamente. Por ejemplo, entre las medidas sugeridas para gestionar la crisis pandémica a nivel educativo, se impulsa a “salvaguardar la sostenibilidad económica de la Educación Superior Pública” y a “garantizar la estabilidad laboral de docentes y personal administrativo”.
Es decir que tenemos al Estado, al mismo tiempo, como garante (declarado) y negador (consumado) de su propio desarrollo. La actuación del Consejo de Educación Superior (CES) durante la emergencia sanitaria es una clara muestra de ello: se le cuestiona que, en lugar de aplicar políticas de contención, haya dejado que cada universidad y escuela politécnica pública resolviera sus problemas de acuerdo a sus posibilidades, que en su mayoría son exiguas. “Aquellas instituciones que enfrentan déficit presupuestarios, como la UCE, no pudieron solucionar todos los problemas ocasionados por la situación vulnerable de los estudiantes para el acceso a internet, de capacitación docente en el manejo de aulas virtuales o de carencia de equipos tecnológicos”, enumera Calderón.
“Los héroes anónimos de estos tiempos han sido los docentes y eso hay que reconocerlo, porque a pesar del peso del aparato político, han logrado formas de adaptación y recreación que valen la pena”, apunta el exviceministro de Educación Alfredo Astorga, también miembro del Contrato Social por la Educación (CSE), organización integrada al colectivo Clúster de Educación, que articula acciones con el ministerio en busca de diseñar mejores políticas para el sector.
Percepción positiva
Con escasa o nula capacitación previa en el uso de dispositivos y entornos digitales; sin ninguna contención económica o emocional por parte de las autoridades gubernamentales, miles de profesoras y profesores debieron encontrar nuevos caminos pedagógicos y metodológicos para surfear la ola pandémica sin hundirse. Aunque en realidad, el daño mayor comenzó a delinearse bastante antes de la “bomba covid”: “(…) el número de carreras del Sistema de Educación Superior decreció entre el 2017 y el 2018 en aproximadamente 500 carreras”, anotan Lorena Araujo, Juan Ochoa y Catalina Vélez en su artículo “El claroscuro de la universidad ecuatoriana: los desafíos en contextos de la pandemia de COVID-19”.
Pero a pesar de los tropiezos lógicos, el resultado final del trabajo docente tuvo una percepción muy positiva: de acuerdo con una investigación compartida por académicos de Ecuador, Italia y España, un 76,7% de los estudiantes ecuatorianos consideran que sus docentes poseen las habilidades necesarias para desarrollar la enseñanza en línea, mientras que un 82,2% destaca la coordinación entre profesores de diferentes asignaturas. “La ayuda de los colegas más jóvenes fue muy importante para nosotros, que tenemos más años pero no manejamos el tema tecnológico como ellos”, elogia Fernando Rodríguez, docente jubilado de la UCE.
“A mí me da buen resultado preparar en detalle las clases virtuales, dosificar y diversificar los recursos que utilizo, y también poner tareas: en el proceso de enseñanza-aprendizaje tiene que haber un ejercicio que permita fijar el conocimiento y que implique manos en la masa, creo yo”, razona María Teresa Galarza, profesora de la Facultad de Artes en la Universidad de Cuenca, quien no duda en afirmar que la pandemia puso a la docencia en la obligación de emplear recursos y pensar estrategias que, de otro modo, no se hubiesen aplicado todavía. “Pero el proceso de preparación tiene otros rigores y lleva, definitivamente, mucho más tiempo que una clase presencial”, concluye.
En tanto, Xavier León opina que la metodología en línea durante el confinamiento, también exigió más compromiso y responsabilidad por parte de los estudiantes, con un agravante: cada hogar tiene su propia dinámica y complicaciones, que los profesores desconocen y que pueden dificultar la asistencia continua a clases. En la búsqueda de mecanismos para mantener a los alumnos atentos y activos, los educadores se vuelven “docentes 24 horas”, según León: “Hay que grabar todas las sesiones, cada módulo debe ser máximo de una hora para que no se haga pesado y eso obliga a dividir las clases o hacer pastillas de tutoría para completar… es un trabajo fuerte que nos provoca un gran respeto por los docentes que tenemos”, detalla.
Desde su lugar como presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios del Ecuador (FEUE), Mauricio Chiluisa, coincide en la valoración del decano de la Fauce. Pero suma otro elemento de juicio: “Hubo profesores que tuvieron que pagarse de su bolsillo los cursos para poder dar clases online; otros, autodidactas, aprendieron por su cuenta a manejar varias plataformas. Esto demuestra que no existe una política planificada de capacitación docente”, subraya.
Y aunque ninguno de los entrevistados –como la mayor parte de la población mundial- tiene demasiadas certezas sobre lo que sucederá el día después de la pandemia, todos coinciden en anticipar un proceso de integración de las competencias digitales adquiridas desde marzo de 2020, con algunos rasgos habituales de la presencialidad. “Pensar que vamos a regresar a la normalidad que teníamos antes es un error: el mundo ya cambió. Entonces tenemos que renovar la pedagogía, la didáctica y hacer una reforma curricular académica, sin intereses políticos, debatida y consensuada por los distintos actores de la educación”, propone Josué Villagómez, fundador y CEO de la Red Ecuatoriana de Pedagogía (REP).
“Hubo profesores que tuvieron que pagarse de su bolsillo los cursos para poder dar clases online; otros, autodidactas, aprendieron por su cuenta a manejar varias plataformas. Esto demuestra que no existe una política planificada de capacitación docente”.
–Mauricio Chiluisa, presidente de la FEUE
Estudiantes en problemas
“Los golpes presupuestarios que recibieron las universidades generaron también un proceso de hacinamiento virtual de los estudiantes, porque después de los despidos de docentes ocasionales, los titulares debieron asumir dos o tres paralelos en la misma materia y horario, con cursos de 70 o 75 alumnos y el cansancio mental que eso significa”, revela Chiluisa, para añadir que en tales condiciones no se logra una correcta “transmisión de conocimientos”.
Este fenómeno se acentuó a raíz del paso de estudiantes desde universidades privadas a las públicas por problemas económicos: para estimar el volumen aproximado de la migración, un relevamiento de la Senescyt indica que la facturación de las instituciones de educación superior particulares disminuyó en casi USD 58 millones a raíz de la pandemia. Y como daño asociado, el mismo documento señala que unos 81.200 alumnos abandonaron sus estudios entre marzo de 2020 a mayo de 2021. “En la Fauce la deserción ronda el 15%, y también vemos afectaciones psicológicas en carreras como la de artes escénicas, donde la presencialidad, lo colectivo y el contacto son muy importantes”, observa León.
Un aspecto significativo de la problemática estudiantil, en relación con el covid o con cualquier otro “agente” revelador de la desigualdad, es el social, cuya prueba más concreta en este momento se evidencia en la brecha tecnológica: mientras que apenas un 37,23% de los hogares ecuatorianos cuenta con un computador (INEC), 3 de cada 4 estudiantes se conectan a sus clases con un teléfono celular (Unicef-PUCE). De estos, en los segmentos de menores recursos, un 36,4% debe compartir el dispositivo al menos con una persona, y el 38% lo comparte con dos, que acceden a internet por datos o wifi de baja calidad. “El gobierno podría haber emitido un decreto para determinar que la navegación en plataformas educativas fuese gratuita, a través de CNT tenía esa posibilidad, pero no hizo nada para garantizar el acceso a la educación”, cuestiona Chiluisa.
Por el contrario, en cada lugar del cual se ausentó el Estado, se hicieron presentes los actores de la sociedad civil (organizada o no) para tratar de mitigar los efectos del abandono y la indiferencia. “En nuestro caso se formó el equipo de trabajo ‘FAUCE Solidaria’, que organiza campañas de ayuda para estudiantes de bajos recursos, ya que dos terceras partes de nuestro alumnado están en esa condición: todos contribuimos y así se pudo pagar la conectividad a quienes no contaban con ese servicio, o colaborar con las reparaciones para quienes habían sufrido algún daño en su vivienda. Esos fueron problemas reales que tuvimos que ayudar a resolver”, explica León.
¿Estudiantes o clientes?
Pero si bien existe consenso acerca de las mejoras y correcciones que se requieren, como reformas o ajustes legales y estructurales, los anuncios del nuevo Presidente despiertan más inquietudes que confianza: “Con la ley de la Senescyt se juega la desregulación del sistema, y eso es muy peligroso. Las universidades privadas, especialmente, quieren aumentar sus niveles de autonomía por el mero hecho del negocio: estamos ante un peligro muy grande de convertirlas en instancias de lucro”, anticipa Alfredo Astorga.
Tampoco pueden descartarse, por detrás del discurso sobre la eficiencia y la reducción del Estado, ciertos tintes de revancha política. Dado que el mecanismo de fortalecimiento del talento humano y su organismo rector fueron creados durante la gestión de Rafael Correa, es grande la tentación de desarticularlos lo antes posible sin pensar demasiado en las consecuencias futuras. “Un gran reto de este gobierno sería plantearse la salida de esa dinámica de cuestionar todo lo previo por el simple hecho de serlo. Hay que realizar una evaluación justa, objetiva y proponer alternativas que den continuidad a lo que ha funcionado, que replanteen lo que no funcionó, y que puedan trazarse un horizonte que vaya más allá de los cuatro años de gestión”, finaliza Galarza.
Con la covid-19 todavía lejos de desaparecer de nuestro territorio, y la educación aún más lejos de alcanzar todo su potencial, los posibles “hijos doctores” –ingenieras, científicos, artistas- del Ecuador siguen buscando y esperando sus oportunidades. Tal vez les basta con un gesto de grandeza, que sirva como trampolín para alcanzar el sueño del ascenso social. Este 24 de Mayo llegó a Carondelet un nuevo responsable de lograr que ese trampolín funcione para todos por igual. Solo hace falta tener buena madera.
“Los héroes anónimos de estos tiempos han sido los docentes y eso hay que reconocerlo, porque a pesar del peso del aparato político, han logrado formas de adaptación y recreación que valen la pena”
–Alfredo Astorga, ex viceministro de Educación
*Jorge Basilago, periodista y escritor. Ha publicado en varios medios del Ecuador y la región. Coautor de los libros “A la orilla del silencio (Vida y obra de Osiris Rodríguez Castillos-2015)” y “Grillo constante (Historia y vigencia de la poesía musicalizada de Mario Benedetti-2018)”.