13 Febrero 2014
La judicalización de la vida constituye una sutil -pero efectiva- estrategia de represión política. Sustituye la grosera materialidad de la bota y el tolete por la sublime abstracción de la justicia. Al común de los mortales nos resulta complicado cuestionar recursos y procedimientos cuya intangibilidad los ubica en un plano superior, y hasta cierto punto inasible, de la realidad.
La judicialización de la comunicación a la que hoy estamos sometidos pasó definitivamente de la levedad al absurdo. Esta palabra, que designa algo contrario a la razón, disparatado o carente de sentido, podría también utilizarse en su sentido etimológico más elemental: está relacionado con la sordera. Originalmente, el latín surdus (de ab-surdus) se refería a los sonidos confusos, ininteligibles o carentes de claridad; luego se aplicó también a aquellas personas que no perciben los sonidos o que simplemente no quieren escuchar. En uno u otro caso, las recientes acciones de la Superintendencia de la Comunicación e Información, Supercom, se adecúan perfectamente a cualquiera de estas circunstancias. Ni se les entiende, ni escuchan.
Para algunos, haber designado como director de esa entidad a una persona que no ha ocultado su animadversión contra ciertos medios de comunicación sería una hábil maniobra. Es el elefante en la cristalería de los derechos. Pero, contrariamente a lo esperado, los errores se desbordan. En tan corto tiempo las metidas de pata han sido espectaculares. Por ejemplo, la fruición con que las autoridades celebraron la “rectificación” de Bonil contrasta con la deteriorada imagen del país en el exterior. No estaría por demás que esas mismas autoridades revisen los periódicos y revistas que circulan más allá de nuestras fronteras. La sanción a la caricatura ya forma parte de los anales universales del desatino político. Y el archivo de la demanda de Martha Roldós retrata de cuerpo entero a una institución carente de autonomía.
A la postre, un espacio público que debería servir para que fluyan la información, la opinión y el debate está saturado por procedimientos y leguleyadas totalmente restrictivos. Querer disciplinar la comunicación humana es tan insulso como enseñarles etiqueta a los tiburones. La historia es pródiga en estos fracasos, por el simple y elemental hecho de que la comunicación tiene que ver con el lenguaje, y este evoluciona y cambia con una rapidez impredecible. Nunca por decreto, sino por procesos de interacción social. Por eso nadie se tragó la acusación de agitador social emitida en contra de Bonil. Por eso ninguna autoridad, por más poder que ostente, puede calificar como tácito a lo que es explícito. Por eso no se puede promocionar la explotación del Yasuní como una medida ecológicamente responsable.
Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO en la siguiente dirección: http://www.elcomercio.com/juan_cuvi/Judicializar-comunicacion_0_1084091584.html.