Cuius regio, eius religio. En otras palabras, el príncipe impone su religión al pueblo. El latinajo fue acuñado allá por el siglo XVI, a fin de reconfirmar el principio divino del poder político. En esos tiempos, la política era una religión de Estado.
Uno de los mayores aportes de la Ilustración fue entregarle los asuntos públicos a la ciudadanía. La propuesta fue de tal calibre que no pudo aplicarse sin cortarle la cabeza al rey. Mejor dicho, al representante político de dios en la tierra.
Sacar a la religión de la política era un requisito indispensable para construir una democracia coherente. El debate sobre el poder temporal tenía que ser un asunto de argumentos, no de fe. Creen en la intervención de una fuerza superior competía al ámbito de la conciencia individual. La disputa de lo público, es decir, del espacio común, debía ser responsabilidad de la sociedad civil.
La Ilustración fue el salto más desafiante de la modernidad. Obligó a los seres humanos a asumir los conflictos colectivos desde la realidad concreta. La solución de los problemas de la convivencia social ya no podía ser encomendada a dios.
El culto a la razón auguraba un futuro sin fundamentalismos religiosos de ninguna especie. Las ideologías políticas debían referirse a visiones del mundo, no a inspiraciones teológicas. No obstante, la tentación por mezclar ambos ámbitos quedó en pie en la medida en que los pueblos seguían apegados a distintas formas de confesionalismo.
Corresponde al fascismo italiano el desarrollo de una concepción contemporánea de sacralización de la política. El altar de la patria, el culto a la personalidad, la devoción por el caudillo, el adoctrinamiento mediático de las masas y la parafernalia religiosa de los actos públicos fueron inventados por Mussolini. Lo demás son simples adaptaciones y actualizaciones de esta noción del ejercicio del poder.
Si alguna conexión tiene los populismos latinoamericanos con el fascismo italiano es, precisamente, esta forma de sacralizar la política. Eva Perón santificada, Hugo Chávez encomendando a la virgen su lucha contra el cáncer, Rosario Murillo exorcizando a Nicaragua del regreso del anticristo, Rafael Correa apelando a la fe popular para desmentir sus actos de corrupción.
Alguien, en los inicios de Alianza País, entendió a la perfección el potencial político de los referentes cristianos. Hasta la misma figura de Lenín Moreno podría ser asociada con el paralítico de Capernaum que se levantó y se fue a su casa. Un intenso misticismo publicitario, rigurosamente aplicado durante una década, culminó con este meticuloso proceso de embrujamiento colectivo.
No es casual, entonces, que el cura Tuárez pretenda repetir la tragedia del correato a través de su propia comedia. Su mayor problema radica en que no dispone de los fondos suficientes para contratar un equipo de expertos en manipulación emocional de las masas. En su boca, el mensaje subliminal con el que busca activar las pasiones más insondables de la gente se convierte en una sublime ridiculez, como la supuesta revelación divina para convocar a una asamblea constituyente. Sin capacidad marketinera, terminará enterrado bajo los escombros de su propia verborrea.
*Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum – Cuenca. Ex dirigente de Alfaro Vive Carajo.
Excelente artículo.