La guerra en Ucrania, o más bien la invasión de Ucrania por parte de Rusia, presenta para la izquierda latinoamericana un problema. Con poca experiencia de una Rusia lejana y una experiencia espantosa de un Estados Unidos cercano, es quizás natural dudar en primer lugar de las intenciones de los estadounidenses y relativizar las acciones históricas de los rusos. Pero sería un error ver las acciones de estos como simplemente defensivas y las de Estados Unidos (y por ende la OTAN) como meramente agresivas. Hacerlo representa una grave falta de juicio.
Aquí sería importante distinguir entre lo que significa la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) para la gran mayoría de sus miembros: un baluarte ante la amenaza latente de una Rusia (antes URSS) históricamente poderosa y muchas veces agresiva, y lo que representa para Estados Unidos: una forma de mantener su propio poder y limitar el poder de un enemigo histórico (y posible contrincante a futuro) a través de una ‘contención’ pasiva o activa, según la doctrina expuesta por George Kennan, después de la segunda guerra mundial.
También sirve entender que Rusia viene sufriendo de un chuchaqui postimperial desde la caída de la URSS y el descalabro de Boris Yeltsin, payaso que regaló las riquezas del país a oligarcas como el exbillionario Mikael Xodorkovski (enemigo de Putin) y el billonario Román Abramovitch, (amigo de Putin y exdueño del club de fútbol londinense, Chelsea). Una consecuencia de ese chuchaqui, y un elemento importante en entender la popularidad del líder ruso actual, Vladmir Putin, y de ahí la invasión de Ucrania, es el sueño de recuperar la gloria de la URSS y su ‘área de influencia’. Sin embargo, hablar del chuchaqui postimperial no implica desconocer el miedo que sienten los rusos por la presencia ‘informal’ de la OTAN, junto con sus cohetes y laboratorios biológicos, en territorio Ucraniano. Es real.
La dificultad para Vladimir Putin es que debido al estilo sumamente ‘autoritario’ de su gobierno, muchos de los países del antiguo imperio ruso bajo los césares y la URSS bajo sus líderes, en particular Stalin, ya no les interesa mucho formar parte de un ‘esfera de influencia’ de la Rusia actual. Países como Polonia, la antigua Checoslovaquia e Hungría, por ejemplo, fueron brutalmente sometidos por los rusos. Y la memoria es larga, y las opciones de recuperación de influencia son, por tanto, sumamente ‘limitados’. Y son limitados más aún por las recientes acciones de Estados Unidos y algunos de sus aliados, en particular el Reino Unido, acciones diseñadas para contener al máximo a Rusia a través de aprovechar la situación (i.e. el miedo) en los países que antes formaban parte del dominio ruso. Y aprovechar no solo tiene que ver con el ámbito militar: puede implicar involucrarse en la corrupción que existe en un país o ejercer influencia estatal a través del mundo empresarial, creando una clase de gente rica que tiene miedo de perder la riqueza, ilícita o no, que han acumulado. Ucrania con sus recursos naturales claramente es uno de esos países.
Podríamos decir que desde el punto de vista de Putin y una buena parte de la población rusa, dado las pocas opciones y las presiones sobre sus fronteras por parte de la OTAN, fue valido finalmente optar por la guerra, “por la invasión de, principalmente, las áreas las que colindan” con Rusia. Y nosotros también podemos entender. Pero entender no es aprobar. Invadir a otro país debe de ser prohibido, castigado, como en la vida civil el asesinato es prohibido y castigado, a pesar de que en algunos casos podemos entender por qué sucedió.
Apoyar o no condenar la invasión de Ucrania es, por tanto, inaceptable. No solo implica estar de acuerdo con que gente que no quiere ser parte de la esfera rusa sea sometido a una guerra brutal. Es también legitimar otras invasiones, como la invasión de Irak o de Afganistán, o la ocupación de las tierras Palestinas por parte de Israel. Que esta sea una regla general, y que en la práctica las reglas generales cuentan por poco porque es el poder el que importa, o que tal vez las ‘intervenciones’ sean distintas*, no implica que la regla no sirve. No podemos apoyar la guerra en Ucrania. Si Ucrania es corrupta o hay nazis en el poder, o si es, como dicen algunos Republicanos de Estados Unidos (Tucker Carlson, por ejemplo), un estado cliente del Departamento del Estado de ese país, no implica que Rusia tiene el derecho de intervenir para corregir y disciplinar a los malos.
La ironía de esta invasión para los rusos es que los países que tenían cierta simpatía por ella, por ejemplo Alemania, serán ahora más convencidos que nunca de que es EE.UU. o nadie, mientras para los rusos mismos, la posibilidad de recuperar su influencia es ahora casi nula. Ucrania está perdida para siempre.
Apoyar o no condenar la invasión de Ucrania es, por tanto, inaceptable. No solo implica estar de acuerdo con que gente que no quiere ser parte de la esfera rusa sea sometido a una guerra brutal. Es también legitimar otras invasiones, como la invasión de Irak o de Afganistán, o la ocupación de las tierras Palestinas por parte de Israel.
* Apoyé la intervención de la OTAN contra las fuerzas serbias en los años noventa convencido de que iba a terminar con una guerra brutal. Creo que tuve razón. También apoyé la intervención en Libia, pensando que Gadafi era tirano, (era) y que iba a evitar una guerra civil sangrienta. Creo que me equivoqué. Es cierto que no hubo guerra como en Siria, pero el estado colapsó y hasta ahora no hay solución. La gente sigue sufriendo.