El malhadado incidente entre el presidente Rafael Correa y el cantautor Jaime Guevara me llevan a pensar en las razones que encierran el insulto de las malas señas y la descalificación referida al vicio. En ambas expresiones subyace una forma muy arraigada de moral social y un trasfondo de hipocresía colectiva.
Lo que predomina es que el insulto de las malas señas y palabras casi siempre se “ubica” en la zona genital humana. El lugar genital es el lugar moral de la sociedad. Y humillar al otro apelando a una suerte de segunda degradación de la zona genital, da cuenta de un emblema moral muy extraño.
Ya sabemos que las malas señas y palabras no son tales por sí mismas sino por esa especie de hermenéutica social que permite purgar la libertad humana, determinando conductas inadecuadas y reprimibles. O sea, un mínimo lenguaje moral como dispositivo de condena y, a la vez, de disciplinamiento.
Pero quizás lo que más impulsa mis reflexiones sobre el insulto y las malas señas, es precisamente el del dedo medio y/o aquel de la famosa yuca. (A esto habría que añadir los agravios verbales más comunes: “cara de verga”, “vales verga”, “chucha de tu madre”, “hijo de la gran puta”, etc.). Todos arrebujados en la sombra del morbo, es decir, esa escatología socio-oral que a unos repugna por ramplona y a otros eriza porque la condición humana hace esfuerzos por dañarse a sí misma.
Si alguien hace la seña del dedo medio como una actitud de protesta, de irreverencia, de mostrar el poderío fálico que somete y desgarra, de diseñar con la mano la verga que lo pondrá en su lugar, es porque damos por sentado que el injuriado, hombre o mujer, distingue de golpe el código y se siente efectivamente humillado y abochornado, y, al sentirse así, reacciona. Es aquí, entonces, cuando el insulto, la tara básica contenida en él, triunfa.
Pero, ¿qué lleva a quien dibuja el falo erguido del ajusticiamiento, a repetir la afrenta en diversos espacios de la vida social? ¿Por qué hombres y mujeres, cuando las iras fluyen, exhiben el dedo medio o vuelven uso habitual el “qué chuchismo” o el “me vale verga” para supuestamente re-semantizar el lenguaje como imprecación del orden establecido? ¿No será esa vía una forma de normalizar una variante del machismo (e incluso de la homofobia) cuando usamos la simbología del órgano genital masculino para humillar al otro? ¿Alteramos realmente la base del poder cuando señalamos con el dedo erecto a Rafael Correa? ¿Y por qué el mandatario, además, interpela desde el honor ese hecho?
Por supuesto, el Presidente reacciona porque es parte de esa moral social general que, consciente o no, potencia para mal el gesto del artista. Pero los dos pertenecen (y nosotros también, por cierto) a ese universo moral del escarnio, trasmitido generacionalmente en la casa del pudor y las buenas maneras.
Y digo algo más: si el uno utiliza una seña que afirma y legitima las lacras del macho, de la “bayoneta” en alto contra el poder, o sea el falo justiciero, entonces el otro descifra el asunto desde una inveterada hombría y, además, abriendo un viejo escenario moral: son los vicios (aunque no sean reales) los que llevan a cometer una “seña obscena”. Semejante dialéctica del dedo justiciero por un lado, y, del vicio individual por el otro, deviene en un diálogo de sordos, porque, en última instancia, lo que se defiende no traspasa los límites de la moral social admitida.
Y me sigo preguntando: ¿No hay otros recursos para disentir? ¿No se le hace una alegoría gratuita al falocentrismo que mucho se repudia en algunos sectores progresistas? ¿Podrá Correa un día, no muy lejano, desligarse de sus propios duendes de púlpito?
Sea lo que fuere, me parece un triste terreno para pensar y movilizar la política; en tiempos de tantos cambios y de tantas luchas que pueden y deben iluminar el futuro.
México, DF, 4 de septiembre de 2013.