07 de junio de 2016
La supremacía blanca de su país lo odiaba. En términos retóricos lo consideraba una molestia, algo así como una piña bajo el brazo, un agitador racista, un tipo con una boca tan grande que podía desestabilizar la seguridad de la nación.
El viernes pasado, mientras la Selección Colombiana de Fútbol jugaba el partido inaugural de la Copa América Centenario con la selección anfitriona en Santa Clara, California, las redes sociales estallaron con una noticia: la muerte del más grande de los boxeadores de todos tiempos, según titularon algunos medios. Desde hacía más de tres décadas, Muhammad Ali estaba sufriendo de Parkinson, una extraña enfermedad que afecta el sistema nervioso, pues altera los músculos, dificulta el movimiento y produce temblores en todo el cuerpo. Ali murió en un hospital de Phoenix, Arizona, de una complicación respiratoria, producto, según el parte de los médicos que lo atendían, del Parkinson que padecía.
El hombre que danzaba en el ring como Elvis Presley lo hacía en el escenario, que volaba como una mariposa, que se movía como un colibrí y picaba como una abeja, que bailaba a sus rivales en una baldosa como todo un profesional de la danza, que vociferaba ante los micrófonos y las cámaras de televisión antes de cada pelea por el título de los pesos pesados, que sus contrincantes calificaban de payaso pero en que en realidad era genial, no quería morirse.
Su lucha, hasta ese viernes 3 de junio de 2016, fue por la vida. De ahí su animadversión por la guerra, las injusticias sociales y su lucha abierta por los derechos civiles. Quería cambiar el mundo, pero como todo pensador decidió primero por cambiarse a sí mismo. Pasó de llamarse Cassius Clay, nombre con el que fue bautizado en su natal Louisville (Kentucky) en 1942, a Muhammad Ali. La razón: Cassius Clay era un nombre de esclavo, aseguró. Se opuso a ir a Vietnam como soldado porque consideraba la guerra la peor degradación de la humanidad. Admiraba a Malcolm X, vociferaba sin cesar, abrazó el Islam, un culto que para muchos de sus coterráneos era una religión extraña, y se convirtió en campeón olímpico del boxeo cuando apenas alcanzaba los 17 años.
Al oponerse al servicio militar, o reclutamiento obligatorio, fue encarcelado. Cinco años de prisión, según el juez que lo condenó. La justicia lo vetó para subir a un ring. Se hizo amigo del filósofo británico Bertrand Russell, quien abogó por su libertad, y en 1971 la misma justicia que lo condenó, lo exoneró en un fallo como “objetor de conciencia”. La supremacía blanca de su país lo odiaba. En términos retóricos lo consideraba una molestia, algo así como una piña bajo el brazo, un agitador que tildaban de racista, un tipo con una boca tan grande que podía desestabilizar la seguridad de la nación. En el fondo, Ali fue siempre un político, un hombre con un carisma poco usual, algo así como una luz en medio de la oscuridad, en medio de ese mar degradante que significaba la discriminación racial que explotaba en las calles del país más desarrollado del mundo y donde el “sueño americano” se hacía añicos.
“No voy a recorrer 10.000 kilómetros para ayudar a asesinar a un país pobre simplemente para continuar la dominación de los blancos contra los esclavos negros”, fue su sentencia cuando la prensa lo interrogó por su negativa de alistarse para pelear en la guerra de Vietnam.
Con estas declaraciones, Ali estaba recorriendo también el mismo camino que en 1955 recorrió Rosa Parks, una maestra negra de Montgomery, Alabama, que se negó a ceder su puesto a un señor de saco y corbata en un bus de servicio público cuando la norma estipulaba que los negros debían sentarse de la mitad de los asientos hacia atrás. Estaba recorriendo el mismo camino de Malcolm X, el mismo de Martin Luther King Jr., el mismo de todos aquellos negros que colgaban de las ramas más gruesas de los árboles por no cumplir con una normatividad que los relegaba a un rincón de la sociedad.
“Una ley que es injusta no merece llamarse ley”, expresó la señora Parks para un medio de comunicación de su país, muchos años después del incidente del bus que le dio notoriedad internacional y la puso en la primera plana de los periódicos del mundo.
Rosa Park fue encarcelada y las fotografías que la mostraban tras los barrotes produjeron la indignación de todos los defensores de los derechos humanos y civiles del planeta. La señora Parks se constituyó en el punto de quiebre de una situación que volvía a la humanidad a los momentos más desagradables de su historia, la misma por la que luchó Abraham Lincoln y que, como sabemos, le costaría la vida. La misma por la que Martin Luther King Jr. fue baleado y por la que Malcolm X corrió la misma suerte.
La lucha por los derechos civiles y humanos no es solo una lucha por la igualdad, sino también por la equidad como uno de los ejes fundamentales de las naciones democráticas. Ali lo entendió así desde cuando era un niño de 10 años que se calzaba los guantes en un gimnasio de boxeo ubicado a pocas cuadras de su casa en Louisville. Sabía que, por ser negro, su lucha por alcanzar el “sueño americano” iba a ser una guerra contra las ideologías dominantes de una nación considerada la más industrializada del planeta, la más desarrollada, según los libros de historia, pero también la que, por tradición, solía mirar por encima del hombro a los negros del país, a un grupo social que sufrió, y sigue sufriendo, el estigma degradante del racismo.
Si Ali llegó a ser el mejor boxeador de todos los tiempos, como lo repiten hoy hasta el cansancio los medios de comunicación del mundo y los especialistas en el llamado deporte de las narices chatas, la pregunta que surge es (y aquí empiezo a especular) qué hubiera sido si la sociedad en la que nació le da la oportunidad de ser el mejor abogado del planeta, el mejor alcalde o, tal vez, el más sobresaliente de los gobernadores de su país. En términos retóricos, lo que le entregaron fue un bulto de limones, como se lo entregaron a Ray Charles, James Brown o a Percy Sledge, estos grandes maestros de la música popular estadounidense cuyos nombres figuran hoy en el célebre Salón de la Fama del Rock and Roll, como figura el de Muhammad Ali en Salón Internacional de la Fama del Boxeo, como figuran los nombres de otras grandes celebridades negras en las distintas disciplinas en las que se convirtieron en estrellas excepcionales.
Ali fue, sin duda, un rebelde, un hombre atado a una niñez de penurias, pero con el corazón de un león, un político con una boca grande que no escatimaba palabras para definirse de genio, para burlarse de los otros políticos, aquellos que lo miraban con desconfianza porque lo consideraban un peligro para la seguridad nacional, un pacifista capaz de levantar una revuelta. De ahí su peligrosidad. De ahí que su nombre estuviera durante mucho tiempo vinculado a los no deseados del FBI.
*Docente universitario
Fuente: http://www.semana.com/opinion/articulo/joaquin-robles-muhammad-ali-una-rosa-parks-del-ring/476704
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