Por J. Ramírez*
Este año el Ecuador tuvo un resultado histórico en las Olimpiadas de Tokio 2020: obtuvo dos medallas de oro y una de plata, dos de esas medallas fueron ganadas por mujeres afroecuatorianas hijas de padres refugiados perseguidos por las fuerzas irregulares colombianas: Neisi Dajomes y Tamara Salazar. Ellas han sido aclamadas por el país entero, sin embargo, pertenecen a un grupo históricamente segregado, los afrodescendientes.
Según cifras de la Agencia de la ONU para los Refugiados, Ecuador ha recibido aproximadamente 70 mil colombianas y colombianos con estatus de refugiados, aunque se estima que la cifra podría ser superior. Muchas de estas personas viven en barrios periféricos de la capital en condiciones que ponen a prueba su integridad personal. Además, tienen que enfrentarse al racismo desde el primer minuto que llegan al Ecuador.
La mayoría de refugiados proviene de la costa colombiana del Pacífico, donde un buen porcentaje de la población es afrodescendiente, debido a esto su forma de convivencia no está atravesada por la diferencia racial, pero al migrar a una ciudad como Quito, en su mayoría mestiza, la segregación es evidente.
Marta, una de las mujeres entrevistadas para este reportaje, cuenta como el hostigamiento por su color de piel la ha obligado a salir de Ecuador en tres ocasiones, sin embargo, tuvo que regresar ya que la violencia en su ciudad no la dejaba estar tranquila. Por otro lado, Samantha y Jesús dicen que preferirían regresar a Colombia pues es tan fuerte el racismo que han sufrido que hasta extrañan su territorio.
Acnur cuenta con programas de reasentamiento en otros países cuando los casos de violencia son de extrema urgencia. A pesar de que Jesús ha sido amenazado en Quito por uno de los grupos insurgentes colombianos, él y su familia están esperando por más de medio año la respuesta sobre la posibilidad de ser trasladados a otro territorio. Su caso amerita atención inmediata.
Hoy, el Ecuador tiene dos medallistas olímpicas con una historia similar a la de cientos de mujeres afrodescendientes refugiadas, ese mérito no ha transferido empatía por las y los refugiados que en este país intentan tener una vida digna, libre de violencia y donde puedan vivir en paz sin ser perseguidos por los grupos delictivos de Colombia.
Quienes tienen el estatus de refugiado se reconocen como población que tiene una doble lucha: perderlo todo al salir de su país para seguir con vida y afrontar un porvenir lleno de discriminación, humillaciones y carencias económicas.
Marta no consigue empleo, pero su pareja trabaja limpiando parabrisas y con ese dinero puede comprar la comida del día. Para muchas personas, comer depende de lo que puedan conseguir al día en sus trabajos informales.
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Una experiencia que dejó traumatizada a Marta fue durante un terremoto, ya que su casero la encerró con candado en el departamento donde vivían ella y sus hijos; mientras esto ocurría el dueño de casa gritaba: “Les dejo encerrados para que se mueran los colombianos”.
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Desde la terraza, Marta vigila a su hijo mientras va a comprar comida a la tienda. Ella está temerosa de que algo le pueda pasar, sabe que en los barrios peligrosos como en el que ella vive se cometen muchas violaciones a niñas, niños y adolescentes.
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Marta salió del Valle del Cauca, Colombia. Ella y su familia presenciaron un asesinato, después de eso tuvo que huir rápidamente y esconderse por las amenazas recibidas. Los sicarios pensaron que Marta podría delatarlos.
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La familia de Samantha y de Jesús encuentran una planta que les recuerda el lugar de donde vienen, una zona rural donde tenían sus sembradíos, sin embargo, los perdieron al dejar Colombia de manera intempestiva por la violencia.
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La casa donde vive Samantha y Jesús se encuentra en un sótano frío y sin luz. Ellos pasan la mayor parte de tiempo ahí aunque se sienten deprimidos, la razón por la que casi no salen a la calle es por las amenazas que ha recibido Jesús aunque resida en el Ecuador.
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Jesús lee un mensaje que le llegó a su celular del grupo por el que fue intimidado en Colombia. El mensaje es una amenaza de muerte donde le indican que saben donde está y que irán por él para atentar con su vida.
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Samantha le enseña a su hija a cocinar. Cuando ella y su esposo tienen que salir a trabajar, su hija de doce años es la encargada de cuidar a sus dos hermanas menores y de darles de comer.
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El único ingreso económico que tiene la familia de Samantha es lo que ella y su esposo puedan ganar limpiando parabrisas. Trabajan más de ocho horas bajo el sol de la Mitad del Mundo y lo que ganan solo les sirve para cubrir los gastos más básicos.
