“..las religiones al menos podrían asumir el desafío de hacer insoslayable el mandamiento de no matarás, pero son precisamente ellas las que anuncian guerras santas y soberanas.”
La eterna lucha entre el ser y la nada se escapa del contexto natural por causa de los asesinos. Se nace y se muere, está bien, pero el crimen es otra cosa; la muerte imprevista, al descuido, sin aviso, sin patología previa, sin ganas de morir, ni respetables suicidios. No debería ser admisible pero lo es, y este es un ejercicio de dominación abominable y actual. La polémica existencial nos enmudece; miles de niños asesinados en Palestina, otros tantos en Libia y Siria, mueren los periodistas de Charly, un loco mata a decenas de semejantes en una escuela de Miami, manos con impericia liquidan a una reina, un cruel amor es sospechoso de matar a una Diva. En todos los casos la muerte impropia, ajena, extemporánea, desleal, se repite, se reparte. La muerte está ahí, incomoda pero acomodándose, como si no fuese suficiente su ocurrencia “natural” llega de la mano de Caines, de guerreros asesinos, de justicieros vengativos o de enanos malignos de la diestra y la siniestra. El asesinato vive, la vida muere.
El valor de la gracia homicida de los homicidas es matar a alguien, matizando su valor como ofrenda a Dios, a la patria, al honor, a la propiedad del suelo o del cuerpo. Resulta que todas las muertes se justifican en la cívica, la teología y el amor. Cristo llegó a morir por la salvación ¡vaya misterio inconsolable de la voluntad de Dios¡ Mahoma y Cristo profetas de la gracia para la salvación parecen no cooperar por la libertad humana, libertad que es imposible sin la vida. El padre Abraham bendecido por el sionismo, el cristianismo y el Islam sigue tentado al sacrificio de su hijo amado.
El razonamiento moral da cuenta de que la muerte de todas las guerras tiene un fondo económico, porque hay quienes la disfrutan como una oportunidad para hacer dinero en forma de mercancía noticiosa o concreción material de armas para seguir matando y cobrando. ¿Dónde está la actitud moral de la sociedad universal? La postura ética no debería consentir polémica alguna porque las religiones al menos podrían asumir el desafío de hacer insoslayable el mandamiento de no matarás, pero son precisamente ellas las que anuncian guerras santas y soberanas. La matemática gobierna la moral y esta se divierte estableciendo quien tiene más muertos, una relativización barata del crimen que hace menos asesino al que menos dispara. El miedo patológico a morir no detiene los asesinatos porque la muerte del otro no significa mucho y la vida propia es la que importa.
Una moral hedionda que se ajusta a la severidad y el rigor del evangelio del poder nos hace plañideros o festejadores de la sobrevivencia o la muerte, pero la existencia de todos se corrompe cuando prevalece el hedonismo necrófilo y cuando la intransigencia humanista se sesga y toma partido por la muerte de alguien, sea como contabilidad o como método para advertir futuros o condenar presentes. El holocausto terrible está vigente, hemorragia sempiterna de impulsos pasionales que hay que detener, porque si apacibles ante dolor humano nos agarra la inercia, seremos cómplices. Por ello, es urgente militar sin milicias por la vida, por la paz y por la libertad.
El único mandato NO MATAR y la justicia más grande, alcanzar la felicidad y procurarla al prójimo. Desistir un poco de lo absoluto, incluso declararnos incapaces de conseguir la verdad, sin por ello renunciar a la justicia y menos a la libertad. La fe que ha demostrado no lograr la felicidad o la paz, debe ser omitida políticamente, y todos respetaremos a la fe y a los creyentes dentro de sus suntuarios con sus cada quienes.
Que la raza humana consciente de su levedad efímera, sienta el orgullo de la vida, que la libido personal se exprese con ternura y la libido colectiva con el placer socializado. Que el amor sea un acto sin dominio y sin dolor. Y la muerte, aun la natural, una desgracia que nos afecte a todos.