Boletín Onteaiken No 15 ? Mayo 2013 [www.accioncolectiva.com.ar]
Una breve introducción
En estas últimas décadas, se produjeron importantes y novedosas reformas en las Constituciones de diversos países latinoamericanos. Las reformas mostraron una estructura compleja, antes que simple. Ellas, por un lado, tendieron a mantener o
reforzar los poderes presidenciales, a la vez que, por otro lado, fortalecieron los compromisos constitucionales (ya asumidos) en materia de derechos sociales o participación política, e incluían cláusulas que prometían renovados controles al poder. Este doble objetivo –contradictorio según propondremos– de las reformas, genera problemas de gravedad, que requieren de un estudio más detallado.
En lo que sigue comenzaremos, simplemente, con la exploración de un área particular de esas reformas, cual es la relacionada con los derechos indígenas. El examen de estos cambios puede ayudarnos a pensar acerca del tipo de dificultades que estas modificaciones constitucionales, en principio atractivas, también generan.
De la “cuestión social” a la “cuestión indígena”. El hecho del sometimiento y la necesidad de ir más allá de las políticas “integradoras”
Conforme a lo señalado, en lo que sigue, concentraremos nuestra atención en los cambios constitucionales incorporados en materia de derechos de los pueblos indígenas. Al respecto, lo primero que cabría destacar es la centralidad que tuvo la “cuestión indígena” en el constitucionalismo de finales del siglo XX. En efecto, todas las nuevas Constituciones tendieron a mostrarse sensibles a una cuestión que habían dejado de lado durante décadas, y pasaron a hacer mención explícita y en general entusiasta de los derechos de los pueblos indígenas. Por otro lado, convendría remarcar lo siguiente: si la primera oleada de reformas constitucionales importantes del comienzo del siglo XX, se distinguió por su énfasis en la “cuestión social”, esta segunda de finales de siglo (con todas sus variantes), estuvo muy especialmente marcada por la “cuestión indígena”. Ello, en la medida en que fue entonces (a partir de mediados de los años ’80), que las Constituciones se decidieron, por fin, a tematizar una cuestión postergada una y otra vez. Y así como con la inclusión de los derechos sociales el “constitucionalismo de fusión” o liberal-conservador del siglo XX hizo lugar a la “cuestión social” pospuesta en el siglo anterior, ahora, el “constitucionalismo de mezcla” de finales del siglo XX, retomó la “cuestión indígena” abandonada en los experimentos legales anteriores. Se trataba de recuperar la temática más pospuesta entre las temáticas pospuestas, se trataba de que el constitucionalismo hiciera un intento por recuperar a los excluidos de entre los excluidos.
La decisión constitucional de prestar atención a la “cuestión indígena” presentaba interrogantes y dudas inusualmente complejas. Conviene resumir algunos de los temas que aparecieron entonces. En primer lugar, se encontraba la pregunta sobre la incorporación constitucional de aquella postergada cuestión: ¿qué hacer y cómo hacerlo? Es decir, ¿cómo llevar adelante un “injerto exitoso”, sobre todo a la luz de las difíciles experiencias de “injertos” que se habían dado en las décadas anteriores? Al respecto, conviene tomar en cuenta que la expansión de los derechos de los grupos más postergados -especialmente de aquellos que tienen reclamos de autonomía, auto- organización y auto-control tan intensos como los grupos indígenas- amenaza con cuestionar y entrar en tensión directa e inmediata con sistemas políticos verticalistas y de autoridad concentrada, como los que han sido distintivos en América Latina.
En segundo lugar, resaltan las numerosas cuestiones que plantea la estrategia de canalizar estos esfuerzos constitucionales, fundamentalmente a través de la incorporación de nuevos derechos. Recordemos, ante todo, la dimensión de los cuestionamientos que plantea la “cuestión indígena”, que incluye temas tan variados y radicales como los relacionados con la lengua, la religión, el uso de la tierra, las prácticas alternativas de resolución de conflictos, el respeto a las costumbres y tradiciones, etc. Frente a la pretensión de avanzar tales reclamos a través de su reconversión en derechos constitucionales, aparece una pregunta básica, que ya nos planteáramos oportunamente, en torno al sentido mismo de querer “traducir” reclamos tan extremos, diversos y complejos como los aquí presentes, en el lenguaje liberal de los derechos. Los problemas aquí involucrados son numerosos: la idea de derechos no sólo tiende a simplificar en extremo lo que es demasiado complejo (sugiriendo formas fundamentalmente jurídicas para la atención de problemas que fundamentalmente no lo son), sino que además promueve la judicialización de cuestiones que merecen una atención y un tipo de soluciones que son primordialmente extra-judiciales (más aún, teniendo en cuenta el tipo de sesgos que suelen marcar a la decisión judicial), a la vez que tiende a individualizar reclamos principalmente colectivos (volveremos sobre este punto) y amenaza con expropiar a las comunidades el poder de decisión sobre sus conflictos.
A la vez, cabe notar que los reclamos, los intereses y las necesidades de las comunidades indígenas, entran fácilmente en colisión con los propios de las comunidades “dominantes”. El punto merece destacarse, sobre todo, dado que – conforme veremos– llegada la hora de la “cuestión indígena”, el constitucionalismo comenzó a expandir las listas de derechos de los aborígenes, pareciendo no tomar mayor conciencia del tipo de dificultades que de ese modo abría y el tipo de tensiones que así maximizaba1. Claramente, tomar en serio los derechos de los pueblos indígenas no implicaba, simplemente, el “tolerar” que los indígenas se vistieran de modo “exótico”, se expresaran en una lengua diferente o tuvieran rituales pintorescos. Tomar en serio tales derechos requería, por un lado, hacerse cargo de erogaciones económicas sustantivas (ya sea para asegurar la enseñanza multilingüe o garantizarle la provisión de servicios de salud que se les habían negado), tal como ocurre siempre, cuando se advierte el “costo” propio de todos los derechos (Holmes & Sunstein, 1999)2. El “respeto a la religión y costumbres” de tales grupos podía implicar la concesión a aquellos de territorios vastos o la no-utilización de territorios que el poder político prevaleciente podía querer dedicar para la explotación económica (una fuente de conflictos muy habitual en la historia contemporánea de América Latina, sobre todo en relación con la utilización de recursos mineros o el uso expansivo de tierras). Asimismo, la tolerancia a los “modos alternativos de resolución de conflictos” podía exigir la tolerancia a diversas formas de violencia (azotes, como en Guatemala; castigos crueles, como en Bolivia; “rondas campesinas”, como en Perú, ver Sieder, 2004; Yrigoyen Fajardo, 2002) que la “justicia oficial” suele negarse a aceptar. ¿Cómo resolver, entonces, las preguntas planteadas por situaciones semejantes y cómo las tensiones entre los derechos e intereses de los indígenas y los derechos e intereses del resto de la población, con los que los primeros podían entrar, tantas veces, en conflicto?
Junto con las cuestiones anteriores, aparece luego otra, relacionada con la violación (masiva y grave) de derechos, realizada en el pasado y la necesidad de reparar lo hecho, impidiendo además la persistencia de sus efectos sobre el presente. Esta cuestión resulta particularmente relevante en el ámbito de las relaciones Estado- comunidades indígenas y puede ser reformulada con la siguiente pregunta: ¿cómo corresponde reaccionar frente a la comprobación de que las fuerzas políticas dominantes en la región, de modo tan habitual y prolongado en el tiempo, utilizaron el poder coercitivo a su cargo para explotar o asegurar el sometimiento de las poblaciones indígenas? Entre otras cosas, el hecho de sometimiento –es decir, el hecho de que el Estado hubiera utilizado su fuerza, sistemáticamente y durante largos años, para explotar o tomar ventajas indebidas de las comunidades indígenas, dejándolas en una situación de desventaja extrema– vino a poner sobre la mesa de discusión constitucional la necesidad de pensar en derechos especiales para determinados grupos. Ambas cuestiones –el carácter especial y el carácter grupal– de tales derechos, sin embargo, tienden a enfrentarse con problemas teóricos y, sobre todo, políticos, muy serios. Ante todo, la sola idea de pensar en derechos especiales para los indígenas resulta más bien ofensiva para los sectores conservadores que, muy habitualmente, habían estado comprometidos con aquella toma de ventajas indebidas sobre los indígenas. Dicha cuestión, además, resulta en extremo desafiante para los sectores liberales, que tradicionalmente han tendido a resistir la consagración de derechos especiales3. Para el liberalismo, los derechos son individuales, universales e incondicionales, y por tanto no atribuibles, en particular, a algunos grupos con exclusión de otros. Por razones similares, diferentes sectores, incluyendo al liberalismo, se empeñaron en rechazar la idea de derechos colectivos4. Ocurre que, conforme al pensamiento más tradicional relacionado con los derechos, éstos corresponden a, y deben asociarse con individuos, en su condición de tales, y no con colectivos particulares. Sin embargo, una afirmación como la anterior tendía a desconocer el peso de la historia y el impacto de los agravios infligidos con la ayuda del poder estatal, durante tanto tiempo, a grupos determinados, que quedaron así situados en una situación de grave postergación social, económica y política5.
Y un punto más: así como el ingreso de la “cuestión social” al constitucionalismo había planteado preguntas relevantes sobre los modos en que pensar la relación entre derecho y cambio social (¿cómo concebir la relación entre reforma constitucional, estructura económica y motivaciones personales?), el ingreso de la “cuestión indígena” vino a plantear puntos todavía más extremos relacionados, por caso, con los fundamentos mismos del Estado-Nación. En efecto, mientras que la “cuestión social” había exigido nuevas reflexiones vinculadas con “cómo integrar” a los “marginados” social y económicamente, la “cuestión indígena” requería, inmediatamente, ir más allá de ese punto para plantearse entonces, directamente, si es que podían convivir en un mismo territorio –y en todo caso cómo– ordenes jurídicos y sistemas culturales diferentes, muchas veces en tensión entre sí.
Por lo demás, la operación en juego –recuperar la “cuestión indígena” para el constitucionalismo– aparejaba algunos problemas adicionales, nada irrelevantes, como el siguiente: mientras que la recuperación de la “cuestión social” hecha a comienzos del siglo XX encontraba apoyo en la significativa tradición radical latinoamericana (ya diluida y “transformada”, en el nuevo siglo, pero una tradición fuerte al fin), la que pudiera hacerse, a fines de siglo, con la “cuestión indígena”, no reconocía antecedentes relevantes dentro de las corrientes principales del constitucionalismo. Por supuesto, había una tradición de luchas y movilizaciones indígenas, pero no una que fuera interna a la vida del constitucionalismo. Existían sólo antecedentes aislados dentro de la tradición radical (hablamos, por caso, del Reglamento Provisorio promovido por José Artigas), pero que se complementaban con una actitud general de negligencia, desdén o mero “patronazgo” frente a la “cuestión indígena” (mencionamos, por caso, la forma en que el propio proceso independentista mexicano, protagonizado por grupos indígenas, terminó por dejar de lado dicha cuestión, al momento de redactar la Constitución de Apatzingán). El reduccionismo economicista que distinguiría al radicalismo político, sobre todo en el siglo XX, no ayudaría a motivar un cambio de enfoque dentro de esta postura: para el radicalismo del nuevo siglo, los problemas indígenas quedarían subsumidos (una vez más, pero por nuevas razones) en otras preocupaciones prioritarias6.
Peor aún, estas dificultades del radicalismo para lidiar con la “cuestión indígena”
aparecían complementadas con las agresivas posturas exhibidas en la materia por parte de las tradiciones constitucionales del liberalismo y el conservadurismo. En definitiva, serían estas posturas las que terminarían dando forma a los enfoques constitucionales dominantes en la materia. Las respuestas legales ofrecidas desde el poder para el caso en cuestión, fueron diversas. Conforme a la investigadora Raquel Yrigoyen Fajardo, las “técnicas constitucionales” empleadas en el siglo XIX en relación con los indígenas fueron fundamentalmente tres:
a) asimilar o convertir a los indios en ciudadanos intitulados de derechos individuales mediante la disolución de los pueblos de indios –con tierras colectivas, autoridades propias y fuero indígena– para evitar levantamientos indígenas; b) reducir, civilizar y cristianizar a los indígenas todavía no colonizados, a quienes las Constituciones llamaron “salvajes”, para expandir la frontera agrícola; y c) hacer la guerra ofensiva y defensiva contra las naciones indias –con las que las coronas habían firmado tratados y a las que las Constituciones llamaban “bárbaros”– para anexar sus territorios al Estado (Yrigoyen Fajardo, 2011: 126).
Éste era, fundamentalmente, el marco jurídico-político dentro del cual se habían tenido que mover los pueblos indígenas, hasta el momento.
En todo caso, y antes de analizar críticamente la difícil práctica que siguió a la incorporación constitucional de los derechos de los pueblos indígenas, conviene describir lo ocurrido en los últimos años, a nivel constitucional en la materia, de modo de tener una idea más cabal acerca del problema en juego.
Los derechos indígenas en las nuevas Constituciones
Hacia finales del siglo XX la constitucionalización de derechos indígenas encontró su momento decisivo en Nicaragua, luego de un conflicto que enfrentara al gobierno Sandinista con el grupo indígena de los Miskitos, en 1987, aunque ya había mostrado un primer atisbo en la Constitución de Guatemala de 1985, que hablaba del derecho de las personas y de las comunidades a su identidad cultural. La Constitución de Nicaragua comienza con un preámbulo en donde se evoca la “lucha de nuestros antepasados indígenas” y ya en el artículo 5 hace referencia a los pueblos indígenas y a sus derechos especiales a “mantener y desarrollar su identidad y cultura, tener sus propias formas de organización social y administrar sus asuntos locales; así como mantener las formas comunales de propiedad de sus tierras y el goce, uso y disfrute de las mismas”. Incluso, la Constitución establece un “régimen de autonomía” (regulado en el capítulo II del documento) para “las comunidades de la Costa Atlántica”. La Constitución de Guatemala había reservado la sección tercera de su texto para las comunidades indígenas y en ella hablaba del respeto a las costumbres, tradiciones y lengua de las mismas (art. 66), de protecciones para las tierras y cooperativas agrícolas de las comunidades (arts. 67 y 68) y de cuidados especiales contra la discriminación (art. 69). La Constitución de Brasil, de 1988, también había mostrado apertura hacia la cuestión indígena, incluyendo, sobre todo, una serie de protecciones especiales para los aborígenes, en el capítulo VIII del texto. Estos casos pioneros fueron seguidos por la aparición, en 1989, del conocido Convenio 169 de la OIT, que cambiaría toda la discusión sobre el tema. El Convenio 169, en efecto, se convirtió desde entonces en el único instrumento internacional relevante destinado a dar protección a los derechos de los pueblos indígenas. El mismo incluía disposiciones destinadas a garantizar el respeto a la cultura, forma de vida e instituciones indígenas; y otras orientadas a asegurar el derecho de consulta efectivo a los pueblos indígenas cuando se tomen decisiones que los afecten.
Luego de la aprobación del Convenio 169, aparece una nueva oleada de Constituciones que dan ingreso a la cuestión indígena, de un modo más articulado y profundo. Tales documentos exhiben ahora completas listas de derechos indígenas y adoptan una postura favorable al pluralismo jurídico. Pueden mencionarse aquí a Constituciones como las de Colombia, 1991; Paraguay, 1992; Argentina y Bolivia, 1994; Ecuador 1996 (y 1998); Venezuela, 1999; México 2001. Encontramos entre tales documentos Constituciones que adoptan fórmulas que definen al Estado como multicultural o pluricultural (Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador) y garantizan ya sea el derecho a la diversidad cultural (Colombia, Perú), ya sea la igualdad de culturas (Colombia, Venezuela), quebrando así el diseño monocultural heredado del siglo XIX (Yrigoyen Fajardo, 2011: 132).
Esta segunda oleada de Constituciones abiertas al tratamiento de la “cuestión indígena” fue seguida por otro hecho internacional de carácter fundacional: la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada por las Naciones Unidas, en el 2007. La Declaración detallaba los derechos individuales y colectivos de los pueblos indígenas, fijando estándares mínimos al respecto, concentrándose, en particular, en cuestiones tales como la identidad cultural, la educación, el empleo y el idioma de tales pueblos; a la vez que garantiza su derecho a la diferencia y a su desarrollo económico, social y cultural. Este nuevo y fundamental documento resultaría seguido por las Constituciones más avanzadas en la materia, que fueron las primeras del siglo XXI: Ecuador 2008 y Bolivia 2009 7.
Sólo para mencionar algunos de los esfuerzos realizados por la Constitución boliviana, en pos de confrontar la situación de marginación propia de un sector mayoritario de la población del país, podríamos mencionar que el nuevo texto constitucional:
• Declara al país un Estado Plurinacional, afirmando desde el propio comienzo del texto los principios del pluralismo en todas las áreas (art. 1).
• Considera idiomas oficiales a los de las minorías étnicas y ordena que cada gobierno departamental se comunique al menos en dos idiomas (art. 5).
• Define como principios morales básicos a muchos de los invocados por las minorías indígenas, relacionados con el “vivir bien” (art. 8).
• Incluye, dentro de la forma de gobierno, a la definida comunitariamente por las naciones y pueblos indígenas (art. 11).
• Considera, dentro de los derechos básicos, a los relacionados con la autodeterminación de los pueblos y la preservación del medio ambiente y el patrimonio cultural (Título III).
• Se compromete con una educación “descolonizadora” (art. 78).
• Organiza la jurisdicción indígena originaria campesina (art. 190).
• Reconoce, dentro de la organización territorial, a los territorios indígena originario campesinos (art. 272).
• Consagra, dentro de la organización económica del Estado, a las formas de organización comunitarias, determina la obligación del Estado de controlar los sectores estratégicos de la economía (art. 307) y afirma la propiedad popular de los recursos naturales (art. 348).
La Constitución ecuatoriana también muestra avances importantes en la materia. Dicha Constitución:
• Reconoce la identidad intercultural y plurinacional del Ecuador (art. 1).
• Reconoce a los pueblos indígenas el derecho a utilizar su propio lenguaje (art.2).
• Consagra una diversidad de “derechos colectivos”, incluyendo el de “mantener la posesión de las tierras y territorios ancestrales”, el de “participar en el uso, usufructo, administración y conservación de los recursos naturales renovables que se hallen en sus tierras” o el de la consulta previa, libre e informada, dentro de un plazo razonable, sobre planes y programas de prospección, explotación y comercialización de recursos no renovables que se encuentren en sus tierras (art. 51).
• Da cabida a la propiedad colectiva de la tierra (art. 60).
• Otorga el derecho de comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas de ejercer funciones jurisdiccionales, con base en sus tradiciones ancestrales y su derecho propio (art. 171)
• Define regímenes especiales para la organización del territorio indígena (art. 242).
Poder político concentrado y derechos indígenas expandidos
Entre las importantes novedades constitucionales introducidas en materia indígena, hubo algunas que prometieron, desde un comienzo, un devenir conflictivo. Así, en particular, los derechos relacionados con la propiedad indígena, muchas veces en tensión con la explotación de recursos naturales llevada a cabo en los territorios donde los indígenas estaban asentados y/o las garantías que se les ofrecieron para participar en las decisiones nacionales que se tomaran sobre la utilización de tales recursos. Claramente se trataba de medidas expansivas en materia de derechos indígenas, que eran capaces, todas ellas, de poner en cuestión la organización de poder predominante.
Reconocimientos normativos como los señalados fueron, en ocasiones, resultado de la presión y movilización de los pueblos indígenas. En muchos otros casos, sin embargo, fue este mismo amparo normativo el que se constituyó como antecedente crucial para la aparición de prontas demandas indígenas, muy especialmente en relación con el uso de la tierra y la explotación de los recursos naturales (Giraudo, 2008; Lillo, 2003). Tales demandas estallaron en conflictos que involucraron a las comunidades indígenas con los Estados en cuestión, y aún a empresas nacionales y transnacionales. Así por caso, en la confrontación que se dio en Nicaragua entre los Mayagnas y empresas coreanas orientadas a la explotación maderera; los conflictos que surgieron entre los Huaorani, Secoya y Cofán, en Ecuador, contra empresas petroleras norteamericanas; las disputas que involucraron al pueblo Mapuche en la Argentina y Chile y empresas dedicadas a la explotación minera a cielo abierto; los enfrentamientos que provocaron diversas comunidades indígenas en Perú, en áreas relacionadas con la explotación petrolífera, hídrica o gasífera; o los encendidos reclamos territoriales de la comunidad U’wa en Colombia, contra empresas petrolíferas (Ariza, 2009; Rodríguez Garavito et al, 2005; Ramírez, 2006; Svampa & Antonelli, 2009).
En dicho contexto, fue habitual que se generaran tensiones entre la generosidad de unas cláusulas constitucionales que invitaban a la participación, consulta y decisión de los grupos indígenas y los concentrados mecanismos de decisión política existentes. De modo habitual y como sabemos, tales mecanismos diferían la autoridad a un Ejecutivo que podía estar interesado –como fue el caso, habitualmente– en una explotación más agresiva e inconsulta de los recursos naturales. Ello, en particular, dado el extraordinario nivel de prontas ganancias prometidos por esa explotación más o menos indiscriminada.
Los grupos indígenas pidieron que se tomaran en serio las cláusulas constitucionales respectivas, que los gobiernos de turno trivializaban (asumiendo, por caso, que la “consulta” quedaba satisfecha con una mera comunicación a las poblaciones involucradas) o directamente desconocían. Cabe recordar que en el caso del Ecuador, se va a producir una ruptura de la alianza entre grupos indigenistas-ecologistas y el gobierno, luego de que, dentro de la Convención Constituyente de Montecristi, ambas posturas quedaran enfrentadas en torno al tema: para los primeros, debía incorporarse en la Constitución una cláusula explícita, condicionando la explotación de recursos básicos, como la minería o el agua, al consentimiento de las comunidades indígenas; mientras que para el gobierno debía bastar con la consulta a tales grupos (Ramírez Gallegos, 2010: 95). En algunos casos más extremos, como el de la comunidad U’wa, las tensiones llegaron a la judicialización del conflicto y dicha judicialización llegó a involucrar a las más altas instancias políticas y judiciales del país, incluyendo la Corte Constitucional. Cuando se los examina, los resultados de dicho proceso político-judicial resultan ambiguos, ya que ellos incluyeron decisiones judiciales dilatadas, en ocasiones favorables, en ocasiones no, a las demandas indígenas, junto con oleadas de movilización y desmovilización por parte de los U’wa, luego de la intervención judicial (Rodríguez Garavito & Arenas, 2005).
En todo caso, la enseñanza que dejan estos procesos, a nivel más general, parecen claras: más allá de las dificultades propias de analizar y evaluar a gobiernos que nos son contemporáneos, lo que se pretende aquí es reafirmar la intuición, desarrollada más arriba, según la cual el compromiso con la participación popular requiere de una directa y especial atención a la distribución de poderes vigente, consagrada en la parte orgánica de la Constitución. Resulta imprescindible entonces, por parte de quienes se encuentran genuinamente comprometidos con la promoción de cambios favorables a la participación y protagonismo político popular (en este caso, de grupos indígenas), prestar especial y privilegiada atención a lo que se hace y deja de hacer en relación con la parte orgánica de la Constitución.
Por lo demás, cuestiones como las señaladas llaman nuestra atención sobre problemas propios de lo que podríamos denominar “Constituciones de mezcla”, es decir, Constituciones que asumen compromisos morales, políticos y/o jurídicos contradictorios, radicalizando sus tensiones internas. Y es que, como quedó señalado,
la adopción del multiculturalismo y los derechos indígenas en los años ’90 se dio paralelamente a otras reformas constitucionales destinadas a facilitar la implementación de políticas neoliberales en el marco de la globalización. Ello incluyó la contracción del papel social del Estado y de los derechos sociales, la flexibilización de los mercados y la apertura de las trasnacionales, como ocurrió en Bolivia y Perú (Yrigoyen Fajardo, 2011: 129)8.
Algunos pueden celebrar a las “Constituciones de mezcla” como expresión de un “compromiso sobre lo posible” o pueden ver una virtud en la ambigüedad constitucional, que sería compatible con un “despertar” futuro de los derechos en juego. Sin embargo, la realidad ha ido reafirmando las dudas que podían albergarse al respecto. Ello así, primero, porque los resultados esperables de tal combinación no pueden ser alentadores en contextos en donde las estructuras de poder (más allá de algunos de sus ocupantes ocasionales) siguen estando sesgadas a favor del estado de cosas tradicional, marcado por injustas desigualdades. Y segundo, y sobre todo, porque lo que está en juego son las pretensiones e intereses fundamentales de ciertos grupos que merecen un respeto inclaudicable, ajeno al condicionamiento, la negociación y el intercambio de favores y conveniencias.
En todo caso –y esto también conviene enfatizarlo– tal vez de modo inesperado, la inclusión a nivel constitucional de los derechos propios de los grupos indígenas ha mostrado tener un impacto trascendente. Para grupos tradicionalmente ignorados o agredidos por el derecho, el hecho de haber pasado, de un momento a otro, a ser visibilizados y reconocidos en su dignidad ha tenido un significado importante. Ello así, no sólo para activar nuevas formas de lucha por lo que les era propio y de lo que habían sido desapropiados, sino también para ayudar a reconstituir o reforzar su identidad de grupo9. La cuestión, que amerita un análisis más cercano y detenido, nos permite ganar una mirada más amplia, y también más optimista, sobre las capacidades del derecho para interactuar con la población e intervenir en la práctica social, modificándola.
* Investigador del CONICET, profesor de la Universidad Torcuato Di Tella y de la UBA. E-mail de contacto: obert.gargarella@gmail.com
NOTAS
1 Obviamente, el punto no pretende sugerir la no-recepción constitucional de estos derechos, sino que pretende destacar el aparente descuido con que los nuevos derechos fueron incorporados en las viejas Constituciones.
2 En este sentido, el tomarse en serio la “cuestión indígena” requería plantearse otro tipo de preguntas, que exigían que el constitucionalismo mirase más allá de las fronteras de la Constitución. No sólo era necesario pensar (como ya dijéramos) qué tipo de reformas al interior de la Constitución (en la parte orgánica) eran necesarias para acomodar este nuevo tipo de preocupaciones por los derechos indígenas. Se requería además prestar atención a otro tipo de reformas, situadas –digámoslo así– al exterior de la Constitución. En otros términos, se abría entonces una pregunta acerca de las condiciones materiales capaces de dar sentido y dotar de contenido a las reformas legales encaradas. Por supuesto, las exigencias que venían de la mano de la recuperación legal de la “cuestión indígena” eran enormes, y generaban la necesidad de plantearse temas difíciles, como los relativos a la distribución de la riqueza y, de modo muy especial, a la organización de la tierra –algo que, como veremos, el constitucionalismo intentaría retomar en algunos casos al menos, como el de Bolivia 2009.
3 Una excepción temprana para esta discusión, Dworkin (1985).
4 Una excepción temprana para esta discusión, Fiss (1976).
5 Lo cual, por supuesto, no justifica inmediatamente la concesión de derechos colectivos a las comunidades indígenas (ni mucho menos la concesión de cualquier tipo de ventajas para tales grupos), pero obliga a abrir la discusión al respecto. Ello, en particular, dada la pretensión de no seguir violando derechos a través de acciones que impliquen seguir tomando ventajas indebidas, a partir del impacto de las opresiones pasadas impuestas desde el Estado, y la necesidad de no seguir violando derechos a través de omisiones debidas.
6 Carlos Vilas, por ejemplo, se refiere al “déficit general del pensamiento marxista y revolucionario en este terreno [el de la cuestión étnica] a partir de la década de 1930, agudizado en América Latina a pesar de ser éste un continente de población mayoritaria indígena” (Vilas, 1988: 51). Vilas recurre a tal razón, entre otras, para tratar de explicar las dificultades demostradas por el triunfante ejército sandinista, en la Nicaragua de los ’80, para lidiar con los grupos indígenas situados en una amplia franja sobre la costa atlántica del país. Para él, la Revolución tendió a restar importancia a las formas de organización social propias de los grupos indígenas, al modo en que se conjugaban las relaciones productivas y las estructuras de parentesco, a la forma en que se ejercía la autoridad dentro de las comunidades indígenas, etc. Todo este tipo de cuestiones –confiesa– “aparecían subsumidas en la problemática del atraso” (Vilas, 1988 y también Vilas, 1992).
7 Entre otras disposiciones constitucionales relevantes –disposiciones que encuentran un antecedente fundamental en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989– pueden citarse algunas de las siguientes. i) Las Constituciones de Argentina (art. 75.17), Bolivia (arts. 30-6 y 394 III), Ecuador (art. 57.4), Nicaragua (art. 5°), Panamá (art. 123), Paraguay (art. 64), Perú (arts. 88 y 89) y Venezuela (art. 119), así como la Constitución de Bolivia (arts. 30.6 y 394.III), reconocieron el derecho de los indígenas a la propiedad de la tierra en la que han habitado tradicionalmente. Las de Bolivia (arts.
30.17 y 171.1), Brasil (art. 231.2), México (art 2. A. VI) y Nicaragua (arts. 89 y 180), consagran el derecho de uso y disfrute de los recursos naturales, por parte de los indígenas. ii) Las de Argentina (art.
75.17), Bolivia (arts. 30.16 y 402), Colombia (art. 330) y Ecuador (art. 57.6), afirmaron el derecho de los mismos a participar en la explotación de determinados recursos naturales. iii) Finalmente, y lo que es más interesante para lo que aquí nos interesa, varias Constituciones establecieron el derecho de consulta a los indígenas, en relación con la explotación de recursos naturales. En el caso de Bolivia, para los recursos naturales no renovables (art. 30.15); en Brasil, para los recursos hidráulicos o minerales (art. 231.3); en Ecuador, en relación con los recursos naturales no renovables (art. 57.7); y en Venezuela, para todos los recursos naturales existentes en los hábitats indígenas (art. 120) (Aguilar et al, 2010).
8 Como dice la investigadora, “la simultánea adopción de planteamientos neoliberales y derechos indígenas en las Constituciones, entre otros factores, tuvo como consecuencia práctica la neutralización de los nuevos derechos conquistados” (ibid.).
9 Ver, por ejemplo, Groesman Wagmaister (2005), y también CELS (2005), Cap. XV.
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