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viernes, mayo 3, 2024

NUEVO CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO Y DERECHOS INDÍGENAS. Una breve introducción. Por Roberto Gargarella*

Boletín Onteaiken No 15 ? Mayo 2013 [www.accioncolectiva.com.ar]                                              

 

Una breve introducción

En estas últimas décadas, se produjeron importantes y novedosas reformas en las Constituciones de diversos países latinoamericanos. Las reformas mostraron una estructura compleja, antes que simple. Ellas, por un lado, tendieron a mantener o

reforzar  los  poderes  presidenciales,  a  la  vez  que,  por  otro  lado,  fortalecieron  los compromisos   constitucionales   (ya   asumidos)   en   materia   de   derechos   sociales   o participación política, e incluían cláusulas que prometían renovados controles al poder. Este  doble  objetivo  –contradictorio  según  propondremos–  de  las  reformas,  genera problemas de gravedad, que requieren de un estudio más detallado.

En  lo  que  sigue  comenzaremos,  simplemente,  con  la  exploración  de  un  área particular  de  esas  reformas,  cual  es  la  relacionada  con  los  derechos  indígenas.  El examen de estos cambios puede ayudarnos a pensar acerca del tipo de dificultades que estas modificaciones constitucionales, en principio atractivas, también generan.

 

De  la  “cuestión  social”  a  la  “cuestión  indígena”.  El  hecho  del  sometimiento  y  la necesidad de ir más allá de las políticas “integradoras”

Conforme a lo señalado, en lo que sigue, concentraremos nuestra atención en los cambios constitucionales incorporados en materia de derechos de los pueblos indígenas. Al  respecto,  lo  primero  que  cabría  destacar  es  la  centralidad  que  tuvo  la  “cuestión indígena” en el constitucionalismo de finales del siglo XX. En efecto, todas las nuevas Constituciones tendieron a mostrarse sensibles a una cuestión que habían dejado de lado durante  décadas,  y  pasaron  a  hacer  mención  explícita  y  en  general  entusiasta  de  los derechos de los pueblos indígenas. Por otro lado, convendría remarcar lo siguiente: si la primera oleada de reformas constitucionales importantes del comienzo del siglo XX, se distinguió por su énfasis en la “cuestión social”, esta segunda de finales de siglo (con todas  sus  variantes),  estuvo  muy  especialmente  marcada  por  la  “cuestión  indígena”. Ello, en la medida en que fue entonces (a partir de mediados de los años ’80), que las Constituciones  se  decidieron,  por  fin,  a  tematizar  una  cuestión  postergada  una  y  otra vez.  Y  así  como  con  la  inclusión  de  los  derechos  sociales  el  “constitucionalismo  de fusión” o liberal-conservador del siglo XX hizo lugar a la “cuestión social” pospuesta en el siglo anterior, ahora, el “constitucionalismo de mezcla” de finales del siglo XX, retomó  la  “cuestión  indígena”  abandonada  en  los  experimentos  legales  anteriores.  Se trataba de recuperar la temática más pospuesta entre las temáticas pospuestas, se trataba de que el constitucionalismo hiciera un intento por recuperar a los excluidos de entre los excluidos.

La decisión constitucional de prestar atención a la “cuestión indígena” presentaba interrogantes y dudas inusualmente complejas. Conviene resumir algunos de los temas que   aparecieron   entonces.   En   primer   lugar,   se   encontraba   la   pregunta   sobre   la incorporación   constitucional   de   aquella  postergada   cuestión:  ¿qué  hacer  y  cómo hacerlo? Es decir, ¿cómo llevar adelante un “injerto exitoso”, sobre todo a la luz de las difíciles  experiencias  de  “injertos”  que  se  habían  dado  en  las  décadas  anteriores?  Al respecto, conviene tomar en cuenta que la expansión de los derechos de los grupos más postergados  -especialmente  de  aquellos  que  tienen  reclamos  de  autonomía,  auto- organización  y  auto-control  tan  intensos  como  los  grupos  indígenas-  amenaza  con cuestionar y entrar en tensión directa e inmediata con sistemas políticos verticalistas y de autoridad concentrada, como los que han sido distintivos en América Latina.

En segundo lugar, resaltan las numerosas cuestiones que plantea la estrategia de canalizar    estos    esfuerzos    constitucionales,    fundamentalmente    a    través    de    la incorporación   de   nuevos   derechos.   Recordemos,   ante   todo,   la   dimensión   de   los cuestionamientos que plantea la “cuestión indígena”, que incluye temas tan variados y radicales  como  los  relacionados  con  la  lengua,  la  religión,  el  uso  de  la  tierra,  las prácticas  alternativas  de  resolución  de  conflictos,  el  respeto  a  las  costumbres  y tradiciones,  etc.  Frente  a  la  pretensión  de  avanzar  tales  reclamos  a  través  de  su reconversión  en  derechos  constitucionales,  aparece  una  pregunta  básica,  que  ya  nos planteáramos oportunamente, en torno al sentido mismo de querer “traducir” reclamos tan extremos, diversos y complejos como los aquí presentes, en el lenguaje liberal de los derechos. Los problemas aquí involucrados son numerosos: la idea de derechos no sólo tiende a simplificar en extremo lo que es demasiado complejo (sugiriendo formas fundamentalmente jurídicas para la atención de problemas que fundamentalmente no lo son),  sino  que  además  promueve  la  judicialización  de  cuestiones  que  merecen  una atención  y  un  tipo  de  soluciones  que  son  primordialmente  extra-judiciales  (más  aún, teniendo en cuenta el tipo de sesgos que suelen marcar a la decisión judicial), a la vez que tiende a individualizar reclamos principalmente colectivos (volveremos sobre este punto)  y  amenaza  con  expropiar  a  las  comunidades  el  poder  de  decisión  sobre  sus conflictos.

A  la  vez,  cabe  notar  que  los  reclamos,  los  intereses  y  las  necesidades  de  las comunidades   indígenas,   entran   fácilmente   en   colisión   con   los   propios   de   las comunidades  “dominantes”.  El  punto  merece  destacarse,  sobre  todo,  dado  que  – conforme  veremos–  llegada  la  hora  de  la  “cuestión  indígena”,  el  constitucionalismo comenzó  a  expandir  las  listas  de  derechos  de  los  aborígenes,  pareciendo  no  tomar mayor conciencia del tipo de dificultades que de ese modo abría y el tipo de tensiones que así maximizaba1. Claramente, tomar en serio los derechos de los pueblos indígenas no  implicaba,  simplemente,  el  “tolerar”  que  los  indígenas  se  vistieran  de  modo “exótico”, se expresaran en una lengua diferente o tuvieran rituales pintorescos. Tomar en serio tales derechos requería, por un lado, hacerse cargo de erogaciones económicas sustantivas (ya sea para asegurar la enseñanza multilingüe o garantizarle la provisión de servicios  de  salud  que  se  les  habían  negado),  tal  como  ocurre  siempre,  cuando  se advierte  el  “costo”  propio  de  todos  los  derechos  (Holmes  &  Sunstein,  1999)2.  El “respeto  a  la  religión  y  costumbres”  de  tales  grupos  podía  implicar  la  concesión  a aquellos  de  territorios  vastos  o  la  no-utilización  de  territorios  que  el  poder  político prevaleciente  podía  querer  dedicar  para  la  explotación  económica  (una  fuente  de conflictos muy habitual en la historia contemporánea de América Latina, sobre todo en relación   con   la   utilización   de  recursos   mineros   o   el   uso   expansivo   de   tierras). Asimismo,  la  tolerancia  a  los  “modos  alternativos  de  resolución  de  conflictos”  podía exigir la tolerancia a diversas formas de violencia (azotes, como en Guatemala; castigos crueles,  como  en  Bolivia;  “rondas  campesinas”,  como  en  Perú,  ver  Sieder,  2004; Yrigoyen  Fajardo,  2002)  que  la  “justicia  oficial”  suele  negarse  a  aceptar.  ¿Cómo resolver,  entonces,  las  preguntas  planteadas  por  situaciones  semejantes  y  cómo  las tensiones entre los derechos e intereses de los indígenas y los derechos e intereses del resto de la población, con los que los primeros podían entrar, tantas veces, en conflicto?

Junto  con  las  cuestiones  anteriores,  aparece  luego  otra,  relacionada  con  la violación (masiva y grave) de derechos, realizada en el pasado y la necesidad de reparar lo  hecho,  impidiendo  además  la  persistencia  de  sus  efectos  sobre  el  presente.  Esta cuestión  resulta  particularmente  relevante  en  el  ámbito  de  las  relaciones  Estado- comunidades  indígenas  y  puede  ser  reformulada  con  la  siguiente  pregunta:  ¿cómo corresponde   reaccionar   frente   a   la   comprobación   de   que   las   fuerzas   políticas dominantes en la región, de modo tan habitual y prolongado en el tiempo, utilizaron el poder coercitivo a su cargo para explotar o asegurar el sometimiento de las poblaciones indígenas?  Entre  otras  cosas,  el  hecho  de  sometimiento  –es  decir,  el  hecho  de  que  el Estado  hubiera  utilizado  su  fuerza,  sistemáticamente  y  durante  largos  años,  para explotar o tomar ventajas indebidas de las comunidades indígenas, dejándolas en una situación de desventaja extrema– vino a poner sobre la mesa de discusión constitucional la  necesidad  de  pensar  en  derechos  especiales  para  determinados  grupos.  Ambas cuestiones –el carácter especial y  el carácter grupal– de tales derechos, sin embargo, tienden a enfrentarse con problemas teóricos y, sobre todo, políticos, muy serios. Ante todo, la sola idea de pensar en derechos especiales para los indígenas resulta más bien ofensiva  para  los  sectores  conservadores  que,  muy  habitualmente,  habían  estado comprometidos  con  aquella  toma  de  ventajas  indebidas  sobre  los  indígenas.  Dicha cuestión,   además,   resulta   en   extremo   desafiante   para   los   sectores   liberales,   que tradicionalmente han tendido a resistir la consagración de derechos especiales3. Para el liberalismo, los derechos son individuales, universales e incondicionales, y por tanto no atribuibles,  en  particular,  a  algunos  grupos  con  exclusión  de  otros.  Por  razones similares,  diferentes  sectores,  incluyendo  al  liberalismo,  se  empeñaron  en  rechazar  la idea  de  derechos  colectivos4.  Ocurre  que,  conforme  al  pensamiento  más  tradicional relacionado con los derechos, éstos corresponden a, y deben asociarse con individuos, en su condición de tales, y no con colectivos particulares. Sin embargo, una afirmación como la anterior tendía a desconocer el peso de la historia y el impacto de los agravios infligidos con la ayuda del poder estatal, durante tanto tiempo, a grupos determinados, que quedaron así situados en una situación de grave postergación social, económica y política5.

Y un punto más: así como el ingreso de la “cuestión social” al constitucionalismo había planteado preguntas relevantes sobre los modos en que pensar la relación entre derecho  y  cambio  social  (¿cómo  concebir  la  relación  entre  reforma  constitucional, estructura económica y motivaciones personales?), el ingreso de la “cuestión indígena” vino   a   plantear   puntos   todavía   más   extremos   relacionados,   por   caso,   con   los fundamentos mismos del Estado-Nación. En efecto, mientras que la “cuestión social” había  exigido  nuevas  reflexiones  vinculadas  con  “cómo  integrar”  a  los  “marginados” social y económicamente, la “cuestión indígena” requería, inmediatamente, ir más allá de  ese  punto  para  plantearse  entonces,  directamente,  si  es  que  podían  convivir  en  un mismo  territorio  –y  en  todo  caso  cómo–  ordenes  jurídicos  y  sistemas  culturales diferentes, muchas veces en tensión entre sí.

Por  lo  demás,  la  operación  en  juego  –recuperar  la  “cuestión  indígena”  para  el constitucionalismo– aparejaba algunos problemas adicionales, nada irrelevantes, como el siguiente: mientras que la recuperación de la “cuestión social” hecha a comienzos del siglo  XX  encontraba  apoyo  en  la  significativa  tradición  radical  latinoamericana  (ya diluida  y  “transformada”,  en  el  nuevo  siglo,  pero  una  tradición  fuerte  al  fin),  la  que pudiera hacerse, a fines de siglo, con la “cuestión indígena”, no reconocía antecedentes relevantes  dentro  de  las  corrientes  principales  del  constitucionalismo.  Por  supuesto, había una tradición de luchas y movilizaciones indígenas, pero no una que fuera interna a  la  vida  del  constitucionalismo.  Existían  sólo  antecedentes  aislados  dentro  de  la tradición radical (hablamos, por caso, del Reglamento Provisorio promovido por José Artigas), pero que se complementaban con una actitud general de negligencia, desdén o mero “patronazgo” frente a la “cuestión indígena” (mencionamos, por caso, la forma en que el propio proceso independentista mexicano, protagonizado por grupos indígenas, terminó  por  dejar  de  lado  dicha  cuestión,  al  momento  de  redactar  la  Constitución  de Apatzingán).  El  reduccionismo  economicista  que  distinguiría  al  radicalismo  político, sobre todo en el siglo XX, no ayudaría a motivar un cambio de enfoque dentro de esta postura:  para  el  radicalismo  del  nuevo  siglo,  los  problemas  indígenas  quedarían subsumidos   (una   vez   más,   pero   por   nuevas   razones)   en   otras   preocupaciones prioritarias6.

Peor aún, estas dificultades del radicalismo para lidiar con la “cuestión indígena”

aparecían complementadas con las agresivas posturas exhibidas en la materia por parte de las tradiciones constitucionales del liberalismo y el conservadurismo. En definitiva, serían estas posturas las que terminarían dando forma a los enfoques constitucionales dominantes en la materia. Las respuestas legales ofrecidas desde el poder para el caso en cuestión, fueron diversas. Conforme a la investigadora Raquel Yrigoyen Fajardo, las “técnicas  constitucionales”  empleadas  en  el  siglo  XIX  en  relación  con  los  indígenas fueron fundamentalmente tres:

a)  asimilar  o  convertir  a  los  indios  en  ciudadanos  intitulados  de  derechos individuales   mediante   la   disolución   de   los   pueblos   de   indios   –con   tierras colectivas,  autoridades  propias  y  fuero  indígena–  para  evitar  levantamientos indígenas;   b)   reducir,   civilizar   y   cristianizar   a   los   indígenas   todavía   no colonizados,  a  quienes  las  Constituciones  llamaron  “salvajes”,  para  expandir  la frontera  agrícola;  y  c)  hacer  la  guerra  ofensiva  y  defensiva  contra  las  naciones indias   –con   las   que   las   coronas   habían   firmado   tratados   y   a   las   que   las Constituciones   llamaban   “bárbaros”–   para   anexar   sus   territorios   al   Estado (Yrigoyen Fajardo, 2011: 126).

Éste era, fundamentalmente, el marco jurídico-político dentro del cual se habían tenido que mover los pueblos indígenas, hasta el momento.

En todo caso, y antes de analizar críticamente la difícil práctica que siguió a la incorporación  constitucional  de  los  derechos  de  los  pueblos  indígenas,  conviene describir lo ocurrido en los últimos años, a nivel constitucional en la materia, de modo de tener una idea más cabal acerca del problema en juego.

 

Los derechos indígenas en las nuevas Constituciones

Hacia   finales   del   siglo   XX   la   constitucionalización   de   derechos   indígenas encontró  su  momento  decisivo  en  Nicaragua,  luego  de  un  conflicto  que  enfrentara  al gobierno Sandinista con el grupo indígena de los Miskitos, en 1987, aunque ya había mostrado un primer atisbo en la Constitución de Guatemala de 1985, que hablaba del derecho de las personas y de las comunidades a su identidad cultural. La Constitución de  Nicaragua  comienza  con  un  preámbulo  en  donde  se  evoca  la  “lucha  de  nuestros antepasados indígenas” y ya en el artículo 5 hace referencia a los pueblos indígenas y a sus  derechos  especiales  a  “mantener  y  desarrollar  su  identidad  y  cultura,  tener  sus propias  formas  de  organización  social  y  administrar  sus  asuntos  locales;  así  como mantener las formas comunales de propiedad de sus tierras y el goce, uso y disfrute de las mismas”. Incluso, la Constitución establece un “régimen de autonomía” (regulado en  el  capítulo  II  del  documento)  para  “las  comunidades  de  la  Costa  Atlántica”.  La Constitución  de  Guatemala  había  reservado  la  sección  tercera  de  su  texto  para  las comunidades  indígenas  y  en  ella  hablaba  del  respeto  a  las  costumbres,  tradiciones  y lengua de las mismas (art. 66), de protecciones para las tierras y cooperativas agrícolas de  las  comunidades  (arts.  67  y 68)  y  de  cuidados  especiales  contra  la  discriminación (art. 69). La Constitución de Brasil, de 1988, también había mostrado apertura hacia la cuestión indígena, incluyendo, sobre todo, una serie de protecciones especiales para los aborígenes, en el capítulo VIII del texto. Estos casos pioneros fueron seguidos por la aparición,  en  1989,  del  conocido  Convenio  169  de  la  OIT,  que  cambiaría  toda  la discusión sobre el tema. El Convenio 169, en efecto, se convirtió desde entonces en el único instrumento internacional relevante destinado a dar protección a los derechos de los pueblos indígenas. El mismo incluía disposiciones destinadas a garantizar el respeto a  la  cultura,  forma  de  vida  e  instituciones  indígenas;  y  otras  orientadas  a  asegurar  el derecho de consulta efectivo a los pueblos indígenas cuando se tomen decisiones que los afecten.

Luego   de   la   aprobación   del   Convenio   169,   aparece   una   nueva   oleada   de Constituciones  que  dan  ingreso  a  la  cuestión  indígena,  de  un  modo  más  articulado  y profundo.  Tales  documentos  exhiben  ahora  completas  listas  de  derechos  indígenas  y adoptan  una  postura  favorable  al  pluralismo  jurídico.  Pueden  mencionarse  aquí  a Constituciones  como  las  de  Colombia,  1991;  Paraguay,  1992;  Argentina  y  Bolivia, 1994; Ecuador 1996 (y 1998); Venezuela, 1999; México 2001. Encontramos entre tales documentos   Constituciones   que   adoptan   fórmulas   que   definen   al   Estado   como multicultural o pluricultural (Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador) y garantizan ya sea el derecho  a  la  diversidad  cultural  (Colombia,  Perú),  ya  sea  la  igualdad  de  culturas (Colombia, Venezuela), quebrando así el diseño monocultural heredado del siglo XIX (Yrigoyen Fajardo, 2011: 132).

Esta  segunda  oleada  de  Constituciones  abiertas  al  tratamiento  de  la  “cuestión indígena”   fue   seguida   por   otro   hecho   internacional   de   carácter   fundacional:   la Declaración  sobre  los  Derechos  de  los  Pueblos  Indígenas,  adoptada  por  las  Naciones Unidas, en el 2007. La Declaración detallaba los derechos individuales y colectivos de los  pueblos  indígenas,  fijando  estándares  mínimos  al  respecto,  concentrándose,  en particular, en cuestiones tales como la identidad cultural, la educación, el empleo y el idioma  de  tales  pueblos;  a  la  vez  que  garantiza  su  derecho  a  la  diferencia  y  a  su desarrollo económico, social y cultural. Este nuevo y fundamental documento resultaría seguido por las Constituciones más avanzadas en la materia, que fueron las primeras del siglo XXI: Ecuador 2008 y Bolivia 2009 7.

Sólo  para  mencionar  algunos  de  los  esfuerzos  realizados  por  la  Constitución boliviana,  en  pos  de  confrontar  la  situación  de  marginación  propia  de  un  sector mayoritario   de   la   población   del   país,   podríamos   mencionar   que   el   nuevo   texto constitucional:

•    Declara al país un Estado Plurinacional, afirmando desde el propio comienzo del texto los principios del pluralismo en todas las áreas (art. 1).

•    Considera  idiomas  oficiales  a  los  de  las  minorías  étnicas  y  ordena  que  cada gobierno departamental se comunique al menos en dos idiomas (art. 5).

•    Define  como  principios  morales  básicos  a  muchos  de  los  invocados  por  las minorías indígenas, relacionados con el “vivir bien” (art. 8).

•    Incluye, dentro de la forma de gobierno, a la definida comunitariamente por las naciones y pueblos indígenas (art. 11).

•    Considera,   dentro   de   los   derechos   básicos,   a   los   relacionados   con   la autodeterminación  de  los  pueblos  y  la  preservación  del  medio  ambiente  y  el patrimonio cultural (Título III).

•    Se compromete con una educación “descolonizadora” (art. 78).

•    Organiza la jurisdicción indígena originaria campesina (art. 190).

•    Reconoce,   dentro   de   la   organización   territorial,   a   los   territorios   indígena originario campesinos (art. 272).

•    Consagra,  dentro  de  la  organización  económica  del  Estado,  a  las  formas  de organización comunitarias, determina la obligación del Estado de controlar los sectores estratégicos de la economía (art. 307) y afirma la propiedad popular de los recursos naturales (art. 348).

La Constitución ecuatoriana también muestra avances importantes en la materia. Dicha Constitución:

•    Reconoce la identidad intercultural y plurinacional del Ecuador (art. 1).

•    Reconoce a los pueblos indígenas el derecho a utilizar su propio lenguaje (art.2).

•    Consagra una diversidad de “derechos colectivos”, incluyendo el de “mantener la posesión de las tierras y territorios ancestrales”, el de “participar en el uso, usufructo,  administración  y  conservación  de  los  recursos  naturales  renovables que se hallen en sus tierras” o el de la consulta previa, libre e informada, dentro de un plazo razonable, sobre planes y programas de prospección, explotación y comercialización de recursos no renovables que se encuentren en sus tierras (art. 51).

•    Da cabida a la propiedad colectiva de la tierra (art. 60).

•    Otorga  el  derecho  de  comunidades,  pueblos  y  nacionalidades  indígenas  de ejercer funciones jurisdiccionales, con base en sus tradiciones ancestrales y su derecho propio (art. 171)

•    Define  regímenes  especiales  para  la  organización  del  territorio  indígena  (art. 242).

 

Poder político concentrado y derechos indígenas expandidos

Entre   las   importantes   novedades   constitucionales   introducidas   en   materia indígena,  hubo  algunas  que  prometieron,  desde  un  comienzo,  un  devenir  conflictivo. Así, en particular, los derechos relacionados con la propiedad indígena, muchas veces en  tensión  con  la  explotación  de  recursos  naturales  llevada  a  cabo  en  los  territorios donde  los  indígenas  estaban  asentados  y/o  las  garantías  que  se  les  ofrecieron  para participar  en  las  decisiones  nacionales  que  se  tomaran  sobre  la  utilización  de  tales recursos.   Claramente   se   trataba   de   medidas   expansivas   en   materia   de   derechos indígenas, que eran capaces, todas ellas, de poner en cuestión la organización de poder predominante.

Reconocimientos normativos como los señalados fueron, en ocasiones, resultado de  la  presión  y  movilización  de  los  pueblos  indígenas.  En  muchos  otros  casos,  sin embargo,  fue  este  mismo  amparo  normativo  el  que  se  constituyó  como  antecedente crucial para la aparición de prontas demandas indígenas, muy especialmente en relación con el uso de la tierra y la explotación de los recursos naturales (Giraudo, 2008; Lillo, 2003).  Tales  demandas  estallaron  en  conflictos  que  involucraron  a  las  comunidades indígenas con los Estados en cuestión, y aún a empresas nacionales y transnacionales. Así  por  caso,  en  la  confrontación  que  se  dio  en  Nicaragua  entre  los  Mayagnas  y empresas  coreanas  orientadas  a  la  explotación  maderera;  los  conflictos  que  surgieron entre   los   Huaorani,   Secoya   y   Cofán,   en   Ecuador,   contra   empresas   petroleras norteamericanas;  las  disputas  que  involucraron  al  pueblo  Mapuche  en  la  Argentina  y Chile y empresas dedicadas a la explotación minera a cielo abierto; los enfrentamientos que provocaron diversas comunidades indígenas en Perú, en áreas relacionadas con la explotación petrolífera, hídrica o gasífera; o los encendidos reclamos territoriales de la comunidad  U’wa  en  Colombia,  contra  empresas  petrolíferas  (Ariza,  2009;  Rodríguez Garavito et al, 2005; Ramírez, 2006; Svampa & Antonelli, 2009).

En dicho contexto, fue habitual que se generaran tensiones entre la generosidad de unas cláusulas constitucionales que invitaban a la participación, consulta y decisión de los grupos indígenas y los concentrados mecanismos de decisión política existentes. De modo habitual y como sabemos, tales mecanismos diferían la autoridad a un Ejecutivo que podía estar interesado –como fue el caso, habitualmente– en una explotación más agresiva   e   inconsulta   de   los   recursos   naturales.   Ello,   en   particular,   dado   el extraordinario nivel de prontas ganancias prometidos por esa explotación más o menos indiscriminada.

Los   grupos   indígenas   pidieron   que   se   tomaran   en   serio   las   cláusulas constitucionales respectivas, que los gobiernos de turno trivializaban (asumiendo, por caso,   que   la   “consulta”   quedaba   satisfecha   con   una   mera   comunicación   a   las poblaciones involucradas) o directamente desconocían. Cabe recordar que en el caso del Ecuador, se va a producir una ruptura de la alianza entre grupos indigenistas-ecologistas y  el  gobierno,  luego  de  que,  dentro  de  la  Convención  Constituyente  de  Montecristi, ambas  posturas  quedaran  enfrentadas  en  torno  al  tema:  para  los  primeros,  debía incorporarse en la Constitución una cláusula explícita, condicionando la explotación de recursos  básicos,  como  la  minería  o  el  agua,  al  consentimiento  de  las  comunidades indígenas;  mientras  que  para  el  gobierno  debía  bastar  con  la  consulta  a  tales  grupos (Ramírez  Gallegos,  2010:  95).  En  algunos  casos  más  extremos,  como  el  de  la comunidad  U’wa,  las  tensiones  llegaron  a  la  judicialización  del  conflicto  y  dicha judicialización  llegó  a  involucrar  a  las  más  altas  instancias  políticas  y  judiciales  del país,  incluyendo  la  Corte  Constitucional.  Cuando  se  los  examina,  los  resultados  de dicho  proceso  político-judicial  resultan  ambiguos,  ya  que  ellos  incluyeron  decisiones judiciales   dilatadas,   en   ocasiones   favorables,   en   ocasiones   no,   a   las   demandas indígenas, junto con oleadas de movilización y desmovilización por parte de los U’wa, luego de la intervención judicial (Rodríguez Garavito & Arenas, 2005).

En todo caso, la enseñanza que dejan estos procesos, a nivel más general, parecen claras: más allá de las dificultades propias de analizar y evaluar a gobiernos que nos son contemporáneos,  lo  que  se  pretende  aquí  es  reafirmar  la  intuición,  desarrollada  más arriba, según la cual el compromiso con la participación popular requiere de una directa y especial atención a la distribución de poderes vigente, consagrada en la parte orgánica de la Constitución. Resulta imprescindible entonces, por parte de quienes se encuentran genuinamente   comprometidos   con   la   promoción   de   cambios   favorables   a   la participación  y  protagonismo  político  popular  (en  este  caso,  de  grupos  indígenas), prestar especial y privilegiada atención a lo que se hace y deja de hacer en relación con la parte orgánica de la Constitución.

Por  lo  demás,  cuestiones  como  las  señaladas  llaman  nuestra  atención  sobre problemas  propios  de  lo  que  podríamos  denominar  “Constituciones  de  mezcla”,  es decir,   Constituciones   que   asumen   compromisos   morales,   políticos   y/o   jurídicos contradictorios, radicalizando sus tensiones internas. Y es que, como quedó señalado,

la adopción del multiculturalismo y los derechos indígenas en los años ’90 se dio paralelamente   a   otras   reformas   constitucionales   destinadas   a   facilitar   la implementación  de  políticas  neoliberales  en  el  marco  de  la  globalización.  Ello incluyó la contracción del papel social del Estado y de los derechos sociales, la flexibilización de los mercados y la apertura de las trasnacionales, como ocurrió en Bolivia y Perú (Yrigoyen Fajardo, 2011: 129)8.

Algunos pueden celebrar a las “Constituciones de mezcla” como expresión de un “compromiso   sobre   lo   posible”   o   pueden   ver   una   virtud   en   la   ambigüedad constitucional, que sería compatible con un “despertar” futuro de los derechos en juego. Sin  embargo,  la  realidad  ha  ido  reafirmando  las  dudas  que  podían  albergarse  al respecto.  Ello  así,  primero,  porque  los  resultados  esperables  de  tal  combinación  no pueden  ser  alentadores  en  contextos  en  donde  las  estructuras  de  poder  (más  allá  de algunos  de  sus  ocupantes  ocasionales)  siguen  estando  sesgadas  a  favor  del  estado  de cosas tradicional, marcado por injustas desigualdades. Y segundo, y sobre todo, porque lo que está en juego son las pretensiones e intereses fundamentales de ciertos grupos que merecen un respeto inclaudicable, ajeno al condicionamiento, la negociación y el intercambio de favores y conveniencias.

En todo caso –y esto también conviene enfatizarlo– tal vez de modo inesperado, la inclusión a nivel constitucional de los derechos propios de los grupos indígenas ha mostrado  tener  un  impacto  trascendente.  Para  grupos  tradicionalmente  ignorados  o agredidos  por  el  derecho,  el  hecho  de  haber  pasado,  de  un  momento  a  otro,  a  ser visibilizados y reconocidos en su dignidad ha tenido un significado importante. Ello así, no sólo para activar nuevas formas de lucha por lo que les era propio y de lo que habían sido desapropiados, sino también para ayudar a reconstituir o reforzar su identidad de grupo9. La cuestión, que amerita un análisis más cercano y detenido, nos permite ganar una  mirada  más  amplia,  y  también  más  optimista,  sobre  las  capacidades  del  derecho para interactuar con la población e intervenir en la práctica social, modificándola.

*  Investigador del CONICET, profesor de la Universidad Torcuato Di Tella y de la UBA. E-mail de contacto: obert.gargarella@gmail.com

 

NOTAS

1  Obviamente,  el  punto  no  pretende  sugerir  la  no-recepción  constitucional  de  estos  derechos,  sino  que pretende  destacar  el  aparente  descuido  con  que  los  nuevos  derechos  fueron  incorporados  en  las  viejas Constituciones.

2  En este sentido, el tomarse en serio la “cuestión indígena” requería plantearse otro tipo de preguntas, que exigían que el constitucionalismo  mirase más allá de las fronteras de la Constitución. No  sólo era necesario  pensar  (como  ya  dijéramos)  qué  tipo  de  reformas  al  interior  de  la  Constitución  (en  la  parte orgánica) eran necesarias para acomodar este nuevo tipo de preocupaciones por los derechos indígenas. Se requería además prestar atención a otro tipo de reformas, situadas –digámoslo así– al exterior de la Constitución.  En  otros  términos,  se  abría  entonces  una  pregunta  acerca  de  las  condiciones  materiales capaces de dar sentido y dotar de contenido a las reformas legales encaradas. Por supuesto, las exigencias que venían de la mano de la recuperación legal de la “cuestión indígena” eran enormes, y generaban la necesidad de plantearse temas difíciles, como los relativos a la distribución de la riqueza y, de modo muy especial, a la organización de la tierra –algo que, como veremos, el constitucionalismo intentaría retomar en algunos casos al menos, como el de Bolivia 2009.

3  Una excepción temprana para esta discusión, Dworkin (1985).

4  Una excepción temprana para esta discusión, Fiss (1976).

5    Lo  cual,  por  supuesto,  no  justifica  inmediatamente  la  concesión  de  derechos  colectivos  a  las comunidades indígenas (ni mucho menos la concesión de cualquier tipo de ventajas para tales grupos), pero obliga a abrir la discusión al respecto. Ello, en particular, dada la pretensión de no seguir violando derechos a través de acciones que impliquen seguir tomando ventajas indebidas, a partir del impacto de las opresiones pasadas impuestas desde el Estado, y la necesidad de no seguir violando derechos a través de omisiones debidas.

6  Carlos Vilas, por ejemplo, se refiere al “déficit general del pensamiento marxista y revolucionario en este terreno [el de la cuestión étnica] a partir de la década de 1930, agudizado en América Latina a pesar de ser éste un continente de población mayoritaria indígena” (Vilas, 1988: 51). Vilas recurre a tal razón, entre otras, para tratar de explicar las dificultades demostradas por el triunfante ejército sandinista, en la Nicaragua de los ’80, para lidiar con los grupos indígenas situados en una amplia franja sobre la costa atlántica del país. Para él, la Revolución tendió a restar importancia a las formas de organización social propias de los grupos indígenas, al modo en que se conjugaban las relaciones productivas y las estructuras de parentesco, a la forma en que se ejercía la autoridad dentro de las comunidades indígenas, etc. Todo este tipo de cuestiones –confiesa– “aparecían subsumidas en la problemática del atraso” (Vilas, 1988 y también Vilas, 1992).

7   Entre  otras  disposiciones  constitucionales  relevantes  –disposiciones  que  encuentran  un  antecedente fundamental en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989– pueden citarse algunas de las siguientes. i) Las Constituciones de Argentina (art. 75.17), Bolivia (arts. 30-6 y 394 III), Ecuador  (art.  57.4),  Nicaragua  (art.  5°),  Panamá  (art.  123),  Paraguay  (art.  64),  Perú  (arts.  88  y  89)  y Venezuela (art. 119), así como la Constitución de Bolivia (arts. 30.6 y 394.III), reconocieron el derecho de los indígenas a la propiedad de la tierra en la que han habitado tradicionalmente. Las de Bolivia (arts.

30.17  y  171.1),  Brasil  (art.  231.2),  México  (art  2.  A.  VI)  y  Nicaragua  (arts.  89  y  180),  consagran  el derecho de uso y disfrute de los recursos naturales, por parte de los indígenas. ii) Las de Argentina (art.

75.17), Bolivia (arts. 30.16 y 402), Colombia (art. 330) y Ecuador (art. 57.6), afirmaron el derecho de los mismos a participar en la explotación de determinados recursos naturales. iii) Finalmente, y lo que es más interesante para lo que aquí nos interesa, varias Constituciones establecieron el derecho de consulta a los indígenas, en relación con la explotación de recursos naturales. En el caso de Bolivia, para los recursos naturales no renovables (art. 30.15); en Brasil, para los recursos hidráulicos o minerales (art. 231.3); en Ecuador, en relación con los recursos naturales no renovables (art. 57.7); y en Venezuela, para todos los recursos naturales existentes en los hábitats indígenas (art. 120) (Aguilar et al, 2010).

8   Como  dice  la  investigadora,  “la  simultánea  adopción  de  planteamientos  neoliberales  y  derechos indígenas en las Constituciones, entre otros factores, tuvo como consecuencia práctica la neutralización de los nuevos derechos conquistados” (ibid.).

9  Ver, por ejemplo, Groesman Wagmaister (2005), y también CELS (2005), Cap. XV.

Bibliografía citada

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CELS (2005); Derechos humanos en Argentina: informe 2005 – (Cap. XV), Siglo XXI Editores Argentina – Centro de Estudios Legales y Sociales, Buenos Aires. Disponible en:  http://www.cels.org.ar/common/documentos/informe_2005_cap_15.pdf  (visitado  el 11  de  abril  de  2013).DWORKIN,  Ronald  (1985);  A  Matter  of  Principle,  Harvard University Press, Cambridge.

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[www.accioncolectiva.com.ar]                                              Boletín Onteaiken No 15 ? Mayo 2013

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