19 octubre 2013.
Ya es general la constatación que el nuevo Código Penal se caracteriza por una dosis mayor de normatividad y de pautas disciplinarias. Todo dependería de una norma que resulta ser un querer organizar la realidad voluntariosamente, un “así tiene que ser” ordenado en la cabeza, por la cabeza en su idealismo y no siguiendo las tendencias del comportamiento social, colectivo o individual, que debería llevarnos a concebir leyes y políticas más bien condicionantes o coadyuvantes para que orientemos el actuar cuasi por opción personal, por sus bondades o ventajas para el convivir, más que por la sanción. El Código como es la pauta ahora generalizada del gobierno central y de los gobiernos seccionales, demuestra este apego a la formalización de todo, basado en una definición de un deber ser, “así tienen que ser”, salido de una lógica tecnocrática que pone en juego metas con pautas de gestión.
Por eso no debe sorprender que racionalmente el nuevo Código quiera un orden voluntarioso que lleva a tener como garantía del mismo unas, aún más voluntariosas, sanciones; castigos punitivos a los que desobedecen el mejor de los ordenes, el formado en la lógica del papel. Sanciones, multas y ahora lo que era una falta que merecía sanciones administrativas se vuelven penales, esas que llevan a las cárceles y a una vergüenza que ni los años logran esconder, que termina por esconderte bajo suelo.
Si la historia muestra a saciedad que esos ordenes no sirven sino para incrementar el desorden de normas y reglamentos, de cárceles y carceleros, que se multiplican porque precisamente el orden voluntarioso no funciona en los hechos, pero que la razón voluntariosa, esa misma que a cada vez enuncia que esta vez si sabrá bien castigar y disciplinar para que aprendan, se esmera en multiplicar sus pautas al punto de contradecirse.
Dos tendencias vuelven a enraizarse, en este momento de auge de una razón organizadora y disciplinaria, como ha acontecido en el pasado colonial y republicano. Ante tanta ley y reglamento “civilizadores”, se multiplican las pautas de control. Un orden tan generosamente definido o pensado, ante una sociedad que tiende a otras pautas, requiere de un magno sistema de “gran hermano” para que vigile y ponga orden a los múltiples desviantes. El orden racional y voluntarioso termina así multiplicando las pautas de control, ahora son a la par policiales, burocráticas de papel y digitales. Pero como el desviante puede escaparse siempre de lo que debe hacer, se busca multiplicar los nexos entre uno y otro trámite para que nadie escape ni la astucia criolla pueda funcionar.
Esta lógica de control termina así por devaluar y desgastar las buenas intenciones primeras de poner orden y clarificar las situaciones.
Si ahora, como en el pasado, el común de los ciudadanos se queja de la multiplicación de trámites, ya no sólo de papel sino de tenerle a uno pasando test de inteligencia tras test de inteligencia para descubrir el sentido de los programas informáticos de una dependencia ministerial a otra, no obedece ello a la intención racional primera sino a la creciente pulsión de control. Mal haríamos en no creer a Correa de sus irritadas reacciones porque una burocracia –la “mala”, de la cual toma distancia a conveniencia y le da popularidad- multiplica los trámites, el quisiera como todos que las cosas sean más simples, pero él quiere que impere su orden. A la vuelta de la esquina, el mismo personaje, con igual irritación, se queja que hay tantos y tantos hechos que muestran que el orden no funciona y que ahora sí –una supuesta nueva y “buena” burocracia- sabrá sancionar y castigar para ver quien osa ir por encima de tanto rigor y sanción, es decir multiplica los controles.
De la idea de simplificación primera se llega a lo contrario, a una justificación del desorden con la multiplicación de trámites de control. Desde luego que esta multiplicación de trámites como en el pasado puede servir de espada de Damocles para eliminar al contrincante o hacer “caer el peso de la ley” sobre quien el poder quiere sancionar. Es decir, el nuevo desorden normativo cumple un rol de dar al poder de mayores medios para lo arbitrario; e igualmente, crea una nueva distancia entre el Estado y el ciudadano, en todo caso lo es claramente con las organizaciones de la sociedad civil que con ello serán aún más amenazadas en caso de ser discordantes o contestatarias, pues nunca se sabrá cuando lo arbitrario entre a funcionar. El nuevo desorden normativo sirve cumple así ante todo una lógica de control indirecta pero más insidiosa al ser una amenaza eventual que puede caer sobre el más anónimo de los actores sociales.
A esta tendencia se ha añadido otra que es la de incrementar los costos. Al inicio el ciudadano común habituado a la caricatura del burócrata indolente, que no consideraba ni los tiempos ni los recursos ciudadanos, se alegró de ver que se simplificaron trámites y costos de los mismos. Con el tiempo y el incremento de controles, se vuelve a las quejas por tanto papeleo. Podrá el funcionario esforzarse en ser eficiente en los tiempos y en presentar una “cálida” sonrisa, que no dejara de ser dolorosa la multiplicación de multas y pago por los trámites. Pues entre tiempo, ese gigante burocrático y modernizado tiene costos; entonces que mejor modo que ponerle precio o mejor precio al trámite y a la multa. Ahora, como antaño se han multiplicado los costos de trámites y multas. Como las infracciones al reglamento, a la ley, a la nueva ley, al código, al nuevo procedimiento se multiplican, el electo local o gobernante nacional, ve ahí una fuente de entradas conveniente. Sino basta pensar en la importancia que ha adquirido en el presupuesto municipal, las abultadas multas de tráfico, pico y placa, mal estacionamiento, las cuales impactan por un tiempo al inicio para reducir los infractores, para después perder impacto y regresar al doble desorden social de tener más infractores o el desorden de antaño y los trámites de control multiplicados, gracias a lo cual hay mas ingresos fiscales.
Sin embargo, esto lo debemos no sólo a la reducida cúpula guayaquileña que ahora gobierna el país, sino a toda una sociedad que ante el incremento de la inseguridad y la inestabilidad, quiere darse confianza con “este orden del deber ser de lo lindo que debe ser el mundo tal como nos garantiza que nadie nos moleste”. Poner orden en los demás para que no molesten y yo esté en paz, es el cimiento para que aquellos a los que les gusta este orden formal puedan libremente pensar en sanciones, castigos, multas, cárceles, y quien sabe sino no piensan en pena de muerte, no necesariamente sanguinaria, pero sí de hecho poniendo al malvado bajo llaves por toda la vida.
Esa sed de este tipo de orden de los que mandan y los que son mandados, lleva tarde o temprano a legitimar, que el gobernante pase del reclamador de orden al sancionador al que perturba, desde luego más allá de la ley, pues el poner orden en los demás, se vuelve extensivo a la política, a la cultura, a la convivencia inmediata de todo y para todo. EL código penal así es un espejo de nosotros mismos y de la cárcel que colectivamente nos estamos construyendo, al erigir muros entre nosotros, y pensar que a los malos hay que darles mayores sanciones para que estén quietos. Pero en ese orden tarde o temprano nos puede llegar a todos, y será sólo entonces que la cárcel nos revelará lo injusto del mejor de los ordenes justos.