¿Qué es lo que se consolida en el Ecuador? ¿En qué consiste la transformación que “avanza y nada ni nadie puede detenerla”, tal como afirma la propaganda oficial? ¿Qué significa “radicalizar la revolución”? Desde hace un tiempo, antes de las elecciones y más aún en estos días de euforia oficialista, dirigentes y partidarios de Alianza Pais vienen hablando de “radicalizar la Revolución Ciudadana para construir el Socialismo del Buen Vivir”. En un momento en que el proceso liderado por Rafael Correa acaba de recibir un importante respaldo y parece consolidarse su perspectiva como régimen hegemónico en el mediano y largo plazo es ineludible volver a interrogarse acerca de la naturaleza de las transformaciones en curso. Desde una perspectiva de izquierdas, de poco sirven para entender el proceso ecuatoriano las gruesas simplificaciones tanto de algunos de sus críticos como de algunos de sus partidarios. Entre los primeros abundan las explicaciones coyunturales, aquellas que reducen la escena a una gran impostura montada por una exitosa maniobra de manipulación. Tampoco contribuyen a comprender de qué “cambio” estamos hablando las efusivas celebraciones de la “Patria Grande” que por fin habría encontrado las huellas de Bolívar, Sandino y el Che, miradas que no ven más allá de los horizontes que el propio discurso oficial propone. Las manifestaciones de “apoyo crítico” de ciertos intelectuales entre quienes el punto crítico de su apoyo consiste en que este último aparece nítido mientras, en cambio, su crítica está ausente o se manifiesta como ciertas reservas nunca del todo explicitadas que acaban pareciéndose más a un “por las dudas me equivoque” tampoco parecen profundizar en el carácter del proceso que vive el Ecuador. Las más de las veces ese apoyo reduce su dimensión crítica a las “deudas” del proyecto, a lo que “falta”, a las “asignaturas pendientes”. Ante lecturas que responden a esta última perspectiva, es decir, aquellas que adhieren al rumbo general de Alianza Pais o sostienen la necesidad de apoyar el liderazgo de Rafael Correa en esta coyuntura para luego sí apuntar la crítica en un sentido radical, la pregunta que surge es: ¿estamos principalmente ante contradicciones del proceso o más bien de sus intérpretes?
El 17 de febrero pasado el presidente Rafael Correa y su “Revolución Ciudadana” fueron ratificados de manera contundente en las urnas. La victoria de Alianza Pais no fue una sorpresa para nadie, aunque la mayoría categórica obtenida por la lista de candidatos del oficialismo para la Asamblea Nacional tal vez haya estado por encima de los muy inciertos pronósticos que circulaban los días previos. Lo que quizá sí haya sido inesperado, al menos para sus bases y simpatizantes, es la irrisoria performance electoral de la Unidad Plurinacional de las Izquierdas que resultó una de las grandes derrotadas, superando apenas el 3% de los votos, por debajo no sólo de Lucio Gutiérrez, sino de Alvaro Noboa y de un outsider completamente ignoto hasta hace poco, un candidato-detergente como Mauricio Rodas. Algunas reacciones de la UP ante este desempeño tan irrisorio como inesperado guardan coherencia con el mayor de sus errores: una negación de la realidad que antes de la contienda se expresaba en triunfalismo ciego y tras la enormidad de la derrota se traducía en ciego rencor y ridículas interpretaciones como aquella que señalaba que el número de abstenciones superaba los votos del oficialismo, cuando acabó rondando el habitual 25 por ciento. La larga crisis de Pachakutik y del MPD, principales integrantes de la coalición, merece una reflexión y una crítica agudas: ni la conservadora y disciplinaria denuncia de «tirapiedras», «garroteros» e «infantiles» que les dedica el presidente sábado a sábado, ni la autocomplaciente victimización que atribuye su propia decadencia a la manipulación del que acusan de «aprendiz de dictador» aupado por «borregos».
El legítimo cuestionamiento de la deriva extractivista de la Revolución Ciudadana hacia el fomento de la megaminería y la lógica del agronegocio se vio empañado por una tonalidad de resentimiento y confusión que acabó diluyendo lo que podría haber sido una perspectiva auténticamente de izquierdas en una impugnación genérica y a veces difícilmente discernible para el gran público de aquella que es propia de la derecha. Montarse en la crítica oportunista de la “inseguridad” y los “impuestos”, la auto asignación del lugar de custodios de la “verdadera revolución” y la idea de un retorno a los orígenes de una revolución “tergiversada”, expresadas en el jingle “el país que queríamos, ahora sí”, más la descalificación en espejo a los seguidores de Alianza Pais acabó jugándoles en contra, pero lo que es peor, resultó en un escenario que se avecina más adverso aún para quienes resisten el embate de las transnacionales mineras y agroalimentarias que avanzan en toda la región. La dimensión del fracaso electoral de las izquierdas anticorreístas y la afirmación de un nuevo polo de derecha neoliberal liderado por el banquero Guillermo Lasso parecen ser las novedades más visibles del nuevo mapa político ecuatoriano, junto a la confirmación de la debacle de los partidos tradicionales, muchas de cuyas figuras han encontrado en el apoyo al oficialismo un Jordán donde reciclarse como aliados regionales de Carondelet.
Entre las consignas más mentadas por el oficialismo durante la campaña, la de radicalizar –o profundizar- la “Revolución Ciudadana” fue una de las más consistentes a la hora de solicitar el voto “en plancha” para la categoría de asambleístas, haciendo de la conformación del Legislativo uno de los ejes de la contienda en el convencimiento de que allí residen los obstáculos que impiden el avance de las reformas promovidas por Rafael Correa. La nueva Asamblea nacida al calor de la “Revolución Ciudadana” aparece, en el discurso oficial, como un espacio donde sobreviven los restos de la vieja “partidocracia”, a la que cada vez más el líder endosa las fuerzas de sus antiguos aliados del MPD y Pachakutik. Estos remanentes del pasado, de izquierda a derecha, además de conspirar y desestabilizar, estarían en el discurso oficial confabulados para detener el curso del proceso histórico y volver las agujas del reloj a la “larga noche neoliberal”, etapa caracterizada por una palabra presidencial cada vez más neoconservadora como una era de disturbios (huelgas y cortes de ruta), desgobierno, inestabilidad y caos resultantes de una suerte de “mala praxis” política y económica. Tal es el sesgo tecnocrático del discurso de Alianza Pais que todas las resistencias a esa “larga noche neoliberal”, sus métodos de lucha, sus formas de organización y hasta sus mismos protagonistas han sido borrados del relato histórico, cuando no son satanizados y homologados a esa “edad oscura”, identificados negativamente con ella, convertidos en parte cómplice de la desgracia colectiva, en una operación que, por contraste, ensalza un presente luminoso y promisorio llevado adelante por un conjunto de “meritorios”, poseedores de una “experticia” a la que los “ciudadanos”, los “honestos (que) somos más” deben confiarse.
Lejos de apuntalar o de apuntar a la construcción de un sujeto popular emancipador que hunda su existencia en su experiencia, en la memoria reciente de lucha, resistencia y organización, lejos de toda apelación a lo popular plebeyo, a los sentidos colectivos constituyentes de un sujeto revolucionario, antisistémico, el discurso de Alianza Pais se orienta cada vez con más vigor y soltura -diríase sin complejos- por los carriles discursivos de la “buena gobernanza”, la “buena administración” en manos de lo que el régimen denomina “meritocracia”. Extirpada la memoria de las luchas recientes del ADN de Alianza Pais, el pasado inmediato aparece en la exhortación de “prohibido olvidar”, que remite a los gobiernos neoliberales y a sus protagonistas, y la memoria popular a la que se recurre para establecer una filiación no es ya el vivo recuerdo asociado a huelgas, cortes de ruta, y movilizaciones insurreccionales sino, por contraste, una memoria lejana, mediada por un siglo de distancia, inerte, como la del liberalismo alfarista, más fácilmente aprovechable, manipulable y “de manual” en aras de definir contornos identitarios y obtener legitimidad.
Es en la copiosa y farragosa jerga propia de la burocracia de los organismos internacionales, con toda su parafernalia de indicadores, objetivos del Milenio, estándares de calidad, etc., por un lado, más cierta verba encendida de evocaciones que remiten a efemérides revolucionarias del siglo XX, por el otro, donde ha hallado su voz propia una “Revolución Ciudadana” que hace suya, además, resignificándola en el más banal de los sentidos, la noción de buen vivir o sumak kawsay. Esta última, con todas sus ambigüedades, contradicciones y limitaciones, si algo rico y propio tenía para ofrecer era y es justamente su carácter de negación, de impugnación, de denuncia y de puesta en cuestión de los discursos y lógicas del desarrollo y el progreso. Pero la deriva discursiva de Alianza Pais hace un uso indiscriminado de la noción de “buen vivir” plegando su sentido a los sentidos comunes imperantes acerca del desarrollo y el progreso y la utiliza como etiqueta para los usos más variados: desde “Centros Infantiles del Bien Vivir”, “Ciudades del Buen Vivir”… apenas falta que se bautice la impresionante obra de infraestructura vial como “Carreteras del Buen Vivir”. Es bajo esta operación que combina vaciamiento y resignificación restauradora del viejo discurso hegemónico que asocia desarrollo y abundancia como antítesis de subdesarrollo y pobreza que la Revolución Ciudadana “avanza”, que “nada ni nadie la detienen”, como reza el eslogan. Es en este contexto que la apuesta convencida y cada vez más explícita por el extractivismo de la megaminería y los agronegocios se profundiza en la práctica y la teoría del correísmo.
Retomando la pregunta de si estamos ante contradicciones del proceso o de sus intérpretes: el avance voraz de las transnacionales megamineras, agroalimentarias y de los biocombustibles en Ecuador y en toda la región, ¿forma parte de las contradicciones de un gobierno “progresista”? ¿O, por en contrario, éste constituye un decisivo agente y garante de esas conquistas del capitalismo global, confiando en esa apuesta el financiamiento de sus políticas sociales de “combate a la pobreza” (hasta la jerga del Banco Mundial se les ha adherido) en las alícuotas que logran percibir a través de una creciente fiscalidad? En suma, ¿no son estas políticas de fomento de la megaminería y el agronegocio transnacionales parte inherente, constitutiva de los regímenes del “cambio de época”, entre los cuales se destaca el gobierno de Rafael Correa? ¿No son estas conquistas de los actores económicos globales, con toda su ristra de despojos, avasallamiento y desplazamiento de pobladores, contaminación, apropiación y malversación del agua, de territorialidades diseñadas y rediseñadas en función del capital, deterioro ambiental, “extinción” de agricultores, liquidación de la agrobiodiversidad, conflictividad, judicialización de la política y las resistencias, represión y criminalización, no sólo no contradictorias sino la misma base material y conceptual que preside la lógica de los Estados y sus políticas más o menos redistributivas, más o menos populares, más o menos represivas?
Si observamos las construcciones de sentido, el plano de las subjetividades que el correísmo parece auspiciar se destacan unos valores muy característicos de las clases medias diplomadas, portadoras de “licencia social” para enunciar, seducidas por la nota dominante del discurso meritocrático, incluso, y a veces más aun, cuando viene musicalizada por la vieja nueva trova tan cara a las sensibilidades de una parte de ese segmento social predestinado al mando como completamente ajena al grueso de los explotados… Ya no se trata de la vieja jerarquía de los licenciados de las izquierdas pueblerinas, sino de una nueva jerarquía academicista que ha colonizado el lenguaje, la ideología y las instituciones públicas y que tiene en la cúspide a los PhDs, a los “masterados” en el siguiente peldaño, un poco por debajo del Cielo, y así, conforme llegamos al título de primer nivel nos acercamos al “ciudadano” común, al “laicado” de una feligresía puritana que celebra que el líder haya vedado el consumo de alcohol los días domingo, pues, como todos sabemos, “es un día para estar en familia, para estudiar, para descansar sanamente”.
A veces la crítica de un proceso político pasa por la distancia entre su discurso y sus realizaciones. No debería ser éste el caso. El discurso de la Revolución Ciudadana es cada vez más explícito en cuanto a sus horizontes, una suerte de neodesarrollismo que confiesa una apuesta de máxima: el cambio de matriz productiva y la consiguiente modificación del lugar del Ecuador en la división internacional del trabajo, con la mirada puesta, al parecer, en los llamados “países emergentes” del Asia oriental. La ausencia de toda referencia a un horizonte poscapitalista, como en cambio sí estaba presente en el discurso del “socialismo del siglo XXI” de cuño bolivariano, con todas sus vaguedades, apenas aparece disimulada por las invocaciones al “socialismo del buen vivir” que resulta más próximo al “capitalismo con rostro humano” y a la doctrina social de la Iglesia que a cualquiera de las diversas tradiciones de izquierda. Lo dice Rafael y lo confirma la prensa oficial: no hay misterio en cuanto a lo que se propone el líder. Por eso resulta cuanto menos curioso que su victoria sea tan acríticamente celebrada por buena parte de los intelectuales de izquierda en América latina y el mundo y que las controversias planteadas desde sectores de la izquierda ecuatoriana hayan sido completamente minimizadas por éstos hasta hacerlas calzar con su pobre desempeño electoral. ¿Cómo se explica que se celebren los anuncios de una mayor radicalidad orientada a la “transformación integral” del Ecuador, tal como lo expresa el politólogo argentino Atilio Borón, cuando existe toda una controversia acerca de la naturaleza misma de los cambios que lleva adelante y de los que promete la Revolución Ciudadana?
Atilio Borón, quizá uno de los intelectuales más influyentes entre las izquierdas latinoamericanas, especialmente en las que militan en fuerzas que ocupan el poder estatal, es un claro exponente de la tesis de las “asignaturas pendientes”, de la caracterización de procesos como el ecuatoriano como gobiernos “en disputa” -una tesis válida en los inicios del proceso que ahora parece más bien una expresión de deseos-, gobiernos y partidos en cuyas contradicciones habría que intervenir para radicalizar sus orientaciones en la dirección de abordar las diversas “deudas sociales”. Es también un ejemplo de quienes centran su mirada en la victoria antiimperialista que supondría el triunfo de Rafael Correa, al costo de reducir la noción de imperialismo a equivalente de los intereses norteamericanos en América latina, o más precisamente de ciertas agencias del Estado norteamericano, de determinados segmentos del establishment estadounidense y vernáculo coligados, de desconsiderar la emergencia de nuevos actores imperialistas y de mirar para el costado cuando el presidente hace un elogio público de la Dole Food Company y su modelo de negocios e investigación científica asociada, cuando apela a la articulación de lo público con lo privado como modelo para la educación superior y exalta las virtudes de un sistema educativo como el alemán.
Tras las elecciones ecuatorianas de hace dos semanas, Atilio Borón escribía dos artículos en su blog, también publicados por el diario argentino Página/12: “Correa recargado” (http://www.atilioboron.com.ar/2013/02/correa-recargado.html) y “Correa: cuatro lecciones de su victoria” ( http://www.atilioboron.com.ar/2013/02/correa-cuatro-lecciones-de-su-victoria.html). En la primera nota Borón afirmaba que “ante los logros del gobierno la oposición demostró su incapacidad para proponer un debate serio sobre algunas asignaturas pendientes de la ‘Revolución Ciudadana’ –como acelerar el proceso de la reforma agraria y regular más estrictamente las actividades de la megaminería”. El problema es que al hablar genéricamente de “la oposición”, como un todo, desconocía un hecho fundamental: la única oposición que plantea estas cuestiones es la oposición de izquierdas, y no lo hace exactamente del modo en que Borón lo menciona. La derecha, que es la oposición a la que por otro lado Borón presta más atención, esa derecha neoliberal que el correísmo desea como síntesis de toda oposición posible mientras descarga sus dardos más envenenados contra la oposición de izquierdas, no tiene ningún interés en cuestionar esos temas, y no vería con malos ojos una apuesta “agroprogresista” y biopatentadora, redistributiva, sí, pero al revés, en sentido inverso al que convocan las referencias a una “reforma agraria”. Borón no puede desconocer que “acelerar la reforma agraria” es una consigna cada vez equívoca y que da lugar a lecturas no sólo distintas sino antagónicas: para expresarlo brevemente, la muy mentada “Revolución Agraria” significa una cosa para las organizaciones campesinas e indígenas y cada vez más otra para la tecnocracia modernizante de la ruralidad.
Sorprende que Borón, alguien que ha cuestionado recientemente las políticas agrarias de Lula y Dilma, la deriva del PT brasileño hacia el fomento del agronegocio y la profundización del modelo con que el capitalismo global rediseña el mundo agrario contra las demandas de soberanía alimentaria y redistribución de tierras, alguien que, a pesar de su apoyo a ciertas políticas de Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina no deja de señalar la “contradicción” de la entrega del agro a transnacionales como Monsanto y ha denunciado la megaminería que se despliega en toda la región, especialmente cuando no se desarrolla bajo gobiernos “amigos”, se muestre tan exultante con los resultados obtenidos en la Asamblea Nacional que le permitirían a Alianza Pais avanzar en esos terrenos y en unos sentidos que vienen más que insinuándose como contrarios a los postulados originarios del proceso en curso. Su optimismo, al descontar que Rafael Correa tendría asambleístas suficientes para lograr una reforma constitucional, cuando es imposible ignorar algunos de los puntos cruciales que el presidente mismo ha señalado como obstáculos al desarrollo -como la proscripción de transgénicos- debidos a los “ecologistas infantiles” que participaron en el proceso constituyente de Montecristi y respecto de quienes ahora se arrepiente en sus intervenciones televisivas sabatinas de no haber tenido la determinación suficiente como para imponerse, es verdaderamente problemático, en la medida en que contribuye a mantener el velo que encubre las disidencias existentes en torno a estas cuestiones. Del mismo modo, su ligerísima y generalizadora apreciación en una reciente entrevista acerca del rol de ONGs “al servicio del imperio” (que sin dudas las ha de haber) calza a las maravillas con el discurso y la paranoia gubernamentales que deslegitima resistencias y luchas por tratarse de “manipulaciones” desestabilizadoras y, en último término, “golpistas” y es funcional a la intervención del Estado extractivista en los territorios al legitimarla con el recurso al discurso antiimperialista.
Al mencionar la urgencia de una ley de Aguas para el avance de la reforma agraria, Borón nuevamente parece ignorar o desmerecer las controversias existentes en esta materia lo que de alguna manera explica que su referencia a Alberto Acosta reduzca las diferencias entre éste y Rafael Correa casi a una cuestión de rivalidades menores o personales. Borón exhibe un entusiasmo y hace una exaltación del presidente ecuatoriano difícil de compartir si se consideran las intervenciones públicas en las que éste lanza intempestivamente su postura favorable a la agricultura transgénica, se manifiesta a favor de la gran propiedad basándose en criterios productivistas de eficiencia –para muchos falsos- y se arrepiente de haber declarado inalienables tierras comunales con un argumento propio de “economista burgués”: la privación de crédito que sufren las comunidades al no poder prendar sus tierras… esto último dicho en un contexto de avance arrollador, legal e ilegal, de la gran propiedad dedicada a los monocultivos de exportación, de un modelo que muchas veces se apropia de tierras por medio, precisamente, del endeudamiento de los campesinos. Esta pedagogía tecnopolítica, politizadora y despolitizadora, movilizadora y desmovilizadora a la vez, repetida cada semana, ofrece más que indicios, pruebas contundentes acerca del carácter del régimen y el pensamiento de su líder como para albergar ilusiones democratizadoras y de reconocimiento y defensa de formas de vida y producción alternativas al capitalismo.
Con viento a favor, en pleno auge del “consenso de los commodities”, respaldado por las urnas y con una clara agenda en materia de recursos naturales y modernización capitalista de la ruralidad, cabe esperar un fortalecimiento del que algunos han caracterizado como “Estado compensador”, un mayor empleo del aparato de medios gubernamentales para la ridiculización acentuada y en cadena de quienes se oponen a la megaminería, a los agronegocios de base biotecnológica en manos de un puñado de transnacionales, el hostigamiento a las organizaciones que “no quieren el desarrollo del país”, que “adoran la pobreza”, que según el presidente la consideran parte del “paisaje” que defienden, un retroceso en cuanto a las demandas campesinas que sitúan la tierra, el agua y el patrimonio genético como bienes comunes, el avance de la lógica de apropiación voraz de territorios y bioconocimiento. Cabe esperar también una fuerte resistencia en un país de arraigada tradición campesina y de una agricultura con agricultores cuyo peso demográfico y económico es considerable.
¿Habrá también resistencias en Alianza Pais? ¿Quedan en el movimiento sectores de izquierda dispuestos a dar batalla aunque tengan que enfrentarse en desventaja a la palabra presidencial y al aparato de propaganda gubernamental? ¿Existe la posibilidad de que las izquierdas que militan fuera y contra Alianza Pais y una parte de las que lo hacen dentro del movimiento oficialista tiendan puentes de comunicación de cara a estos desafíos, como parcialmente había ocurrido cuando el tratamiento de la Ley de Tierras? El mecanismo a través del cual Rafael Correa ha logrado la juramentación de los asambleístas para votar lo que la mayoría de la bancada decida no parece augurar ninguna clase de disidencia en ese ámbito. Está por verse si en otros niveles aparecen fisuras o si, por el contrario, Alianza Pais ya se ha convertido en una maquinaria completamente disciplinada que ha logrado expulsar esta clase de controversias, confiándose a las órdenes del estrecho círculo de poder encabezado por Rafael y a la aceitada correa de transmisión que supone una Asamblea Nacional “planchada”.