El Hoy <www.hoy.com.ec>
15 Octubre 2013
La penalización del aborto incluso cuando el embarazo ha sido provocado por una violación, deja a la sociedad ecuatoriana expuesta a una nueva versión de oscurantismo religioso, y a las mujeres a las más diversas formas de violencia. Y todo ello, como ha dicho el Arzobispo de Guayaquil en una declaración de apoyo a la postura del presidente Rafael Correa, en nombre de una concepción que entiende la vida como sagrada. Como la vida es sagrada –sostiene Arregui- no puede ser eliminada. Y como tampoco puede ser debatida, ya que entonces saltan las acusaciones de traición y las amenazas de renuncia – ¡qué actitudes!- los aliancistas, en otro gesto de claudicación personal, silencian sus propias creencias y convicciones.
Si se trata de una postura conservadora -donde convergen, vaya coincidencia, Rafael Correa, Guillermo Laso, Gustavo Noboa y Monseñor Arregui- se debe precisamente a que realiza una defensa en abstracto de la vida, más allá de las condiciones en las que se genera y sin problematizar si ella misma es un acto de libertad y de amor, que pueda rodear a esa vida por venir de las mejores condiciones posibles para su realización plena. En el embarazo por violación ocurre todo lo contrario: la mujer es sometida a un acto de violencia, castigada, humillada, devaluada en su condición humana. La violación expresa una forma extrema de ejercicio del poder masculino en contra de las mujeres. No son actos individuales aislados, sino manifestaciones de una estructura de poder sólidamente implantada en las relaciones sociales, de allí el alto porcentaje de mujeres violadas cada año.
Me resulta difícil admitir que la vida generada de un acto cruel y violento, no deseado, tenga un carácter sagrado. Semejante postura solo puede sostenerse si la vida de las mujeres, y por extensión de la sociedad, queda sometida a una voluntad superior –capaz de establecer esos designios terroríficos para ciertos seres humanos como irremediables- frente a la cual la mujer violada debe resignarse. Si la vida es la máxima obra de Dios, hay un punto en donde se desprende de su creador para ganar autonomía y darse a sí misma un sentido plenamente humano. El problema surge cuando la voluntad de Dios no puede diferenciarse de las relaciones de poder en una sociedad; entonces, esa voluntad puede volverse ciega frente a las más diversas formas de violencia y humillación.
La defensa en abstracto de la vida obliga a las mujeres a colocar su designio como madres por encima de cualquier otra aspiración. Para los defensores de la vida, ser madre no demanda ni exige necesariamente condiciones sociales ni afectivas ni de amor plenas para su materialización, sino la aceptación de una condición natural inscrita en el cuerpo. Como han mostrado los diversos feminismos, el control del cuerpo de la mujer ha sido, históricamente, uno de los dispositivos de su dominación. Por eso, el acto de ser violada implica la inscripción de su cuerpo en unas determinadas relaciones de poder, de las cuales se hace abstracción al fusionarse el determinismo natural con los designios divinos. No importa que ese cuerpo haya sido violentado y agredido, y que una vida surja de un espantoso acto de abuso de poder. No importa porque la vida, a pesar de todo, resulta sagrada.