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jueves, mayo 2, 2024

MÁS ALLÁ DE LA OBLIGACIÓN PRODUCTIVA. por Natalia Sierra Freire

 

Un ensayo sobre el Ocio a propósito de la crisis civilizatoria y el deseo de otro mundo


Ausentarse entre seres que se ausentan en la huida absoluta, la dimensión de todas las potencias del ser, la dispersión de todos los seres de nuestro ser.

 Gastón Bachelard

 

Hemos crecido con la certeza de que el valor supremo del hombre es el trabajo. La sociedad nos ha formado y preparado para trabajar y amar el trabajo. Es el objetivo primero y último de la vida de cada individuo, pues allí parece radicar la posibilidad de realización, no solo social, sino vital de los hombres. La niñez, la juventud, la vejez y la muerte giran en torno a la edad productiva, de hecho, la vida toda se organiza alrededor del trabajo.

 Quehacer noble y valor supremo, el trabajo se ha convertido en el centro de la vida del hombre moderno, no solo como tiempo productivo real, sino como disposición psíquica y subjetiva. El tiempo objetivo y subjetivo del trabajo se extiende a todas las esferas de la vida social y de la vida individual. Desplaza a otras actividades convirtiéndolas en marginales e insignificantes o, a su vez, las pervierte con su lógica. De esta manera, la vida cotidiana, en su totalidad, adquiere la pesadez y densidad del tiempo productivo.

 La ausencia de espacios distintos y ajenos al trabajo y su lógica empobrece la vida cotidiana del hombre moderno. Reducidas las actividades diarias a la producción y al consumo, la experiencia cotidiana se vuelve plana y cerrada. Desaparece lo diverso, lo azaroso y lo sorprendente, es decir, lo que alimenta y enriquece la vida. En estas circunstancias, el hombre mismo sufre un agudo proceso de deterioro espiritual que lo conduce a estados de aburrimiento, ansiedad, desesperación  y depresión crónica.

 Esta es la tendencia dominante en las sociedades urbano-modernas, la liquidación total del tiempo improductivo. Incluso el ocio ha sido integrado a la lógica productiva como industria de la diversión.  Hemos quedo encerrados en el espesor asfixiante de un trabajo que, al contrario de permitir el despliegue personal,  nos hunde en su racionalidad mecánica. 

Ante este estado de cosas y frente a la tendencia en proceso hay que detenerse y hacer un corte vertical en la cotidianidad mecanizada. Abrir un una puerta hacia otro tipo de experiencias humanas que trasciendan la totalidad imperante, que estén más allá del tiempo y el espacio del trabajo productivo. Ir a buscar el tiempo ocioso.

 En el transcurrir de la cadena temporal productiva es posible encontrar, lo que podría ser, ausencias o lapsos que rompen dicho encadenamiento. Estos momentos, por fuera del tiempo dado, aparecen de manera intermitente cuando menos se piensa, por lo que es necesario saber cuando atraparlos. Para esto, primero, hay que aprender a reconocer estos vacíos en la cadena temporal, aprender a identificarlos para así entrar por ellos al tiempo ocioso y viajar en él.

Las ausencias temporales son silencios de la conciencia, espacios psíquicos que fugan del control que ejerce la lógica productiva sobre el individuo. La mente se desconecta, en una suerte de defensa consciente que busca escapar de la violencia a la que se halla sometida por la presión excesiva que la rutina del trabajo le causa. En la apertura del silencio psíquico se abre la posibilidad de entrar a otro tiempo y espacio vital, cualitativamente distinto y ajeno al productivo. Una posibilidad cierta de romper la sujeción total del hombre al aparato productivo.

 El tiempo Otro, es el tiempo ocioso, el tiempo del ocio no administrado.  Los griegos definían el ocio como opuesto al neg-ocio. El segundo se lo concebía como el tiempo del desarrollo económico y el primero como el tiempo libre de la perspectiva económico productiva. La oposición entre estos dos tiempos permite el establecimiento de, al menos, la bi-dimensionalidad de la experiencia cotidiana; la existencia de dos dimensiones vitales distintas que impiden la constitución de una totalidad represiva.

 Para los mismos griegos, el ocio era un tiempo y un espacio necesario para que el hombre se ocupe de las cosas trascendentes de la vida, es decir, aquellas que transcienden la esfera productiva. Se trata de actividades ligadas al ejercicio del pensamiento no controlado, el ensueño, el juego, la contemplación, la recreación, la imaginación, etc., todas aquellas actividades que tienen la virtud de dotar de sentido al mundo.

 En relación a la concepción anterior, el ocio es concebido como el tiempo de la diversión, en otras palabras de la búsqueda de lo diverso. A diferencia de la monotonía del tiempo del trabajo – producto de la repetición de la misma actividad – el tiempo del ocio es la experiencia de la heterogeneidad del quehacer humano. El ejercicio de la imaginación imagina cosas, mundos, estados y acciones múltiples que ofrecen otras maneras de ocupación y crecimiento humano. El ocio abre un inmenso mundo de posibilidades de ser, de estar y de sentir, que rompe la lógica de la repetición y la identidad que encarcela a la subjetividad.

 Al interior de este mundo de opciones diversas es posible el desarrollo de la libre elección del individuo. El tiempo ocioso, no administrado, es el espacio para buscar el quehacer que nos gratifique, por fuera de las actividades inventadas por la industria de la diversión. El hombre ocioso busca la gratificación a partir de haber recuperado la soberanía sobre sus deseos y sobre las actividades que realicen los mismos, es decir, libre de la ideología de consumo y libre del mercado del entretenimiento.  De hecho, no hay elección cuando las actividades, aparentemente diferentes que brinda la industria de la diversión, no son, sino la repetición del mismo tiempo productivo en su versión consumo. 

 Cuando el hombre ha recuperado la soberanía sobre sus deseos y sobre las actividades que realicen éstos, recupera la soberanía sobre su tiempo, en otras palabras, recupera su libertad. Por esta razón, el tiempo ocioso es un espacio de libertad, donde somos dueños de nuestro movimiento, tanto físico como psíquico. Somos libres de movernos y hacer aquello que queremos, sin horarios, sin límites, sin leyes, sin control, sin obligación y sin culpa. Nadie nos dice donde empezar, cuando terminar y por donde ir, no hay órdenes, no hay vigilantes; soy soberano, dueño y responsable de mis actos.

 El ocio puede ser pensado desde las siguientes perspectivas:

   

Ocio y Deseo

 

El deseo de ruptura abre el tiempo del ocio. El hombre que experimentar el vacío existencial, que deja el tedio de la rutina del trabajo, es capaz de entrar en el territorio subjetivo del ocio. El deseo de lo distinto destituye el alcance totalizante de la racionalidad productiva y se abre al exterior, a la experiencia del tiempo ocioso.     

 El deseo del ocio es deseo de algo – de una cosa – no de una representación y menos de una idea. Así, el objeto que promueve el deseo del ocio es el mundo sensible dispuesto para  la satisfacción del hombre, en tanto que corporeidad viviente. El deseo del ocio se origina, entonces, en la carencia de mundo sensible sufrida por el individuo atrapado en la lógica productiva. La ausencia impulsa la búsqueda del objeto perdido y lanza al hombre al tiempo ocioso, el tiempo en el cual la corporeidad se hunde en el mundo polimorfo y cambiante.    

 La sensibilidad que se describe a partir del deseo del ocio: “…no pertenece al ámbito del pensamiento, sino al del sentimiento, es decir al de la afectividad en la que se agita el egoísmo del yo.”[1]  En el tiempo ocioso las formas y cualidades sensibles no se conocen, ni se sufren, sino que son vividas y gozadas. La humedad del campo y el verde de las hojas en el paseo nocturno, la ondulación del agua y la calidez de la tarde soleada, no las conozco ni los piensos, las siento y las vivo en mi cuerpo. En el tiempo ocioso el mundo sensible afecta en el cuerpo como gozo y placer, por esto el hombre ocioso es un ego-ista que busca que el mundo lo afecta sensiblemente.    

 En el tiempo del ocio los objetos del mundo contentan al hombre en su finitud de cosas reales y concretas. El individuo vive el tiempo del ocio como el tiempo del estar-contento de la existencia, esa es la gratificación vivida como gozo.  

 En el ocio, el deseo es autónomo respecto del condicionamiento productivo, al tiempo que solo se realiza en las actividades no condicionadas y por lo mismo gratas. Los objetos del mundo, en el tiempo del ocio, se despliegan para la sensibilidad sobre una dimensión que rebasa el vacío dejado por el tiempo rutinario. El hombre se conecta y es parte de un mundo de cosas que se ponen en movimiento a través de las actividades, a las cuales el hombre puede entregarse libremente.         

 En definitiva, el deseo que abre y promueve el ocio, es el deseo de gozar, de poseer y de vivir algo concreto, de ahí que es el cuerpo, y no la mente, el ser sensible que concretiza el gozo del ocio.   

 

Ocio y Diversidad

 Cuando el individuo puede controlar su tiempo, el vacío del tiempo libre, desaparece, no hay espacios de aburrimiento que desesperan el ánimo, pues controlar el tiempo es poder diversificar los intereses y deseos humanos y ampliar la experiencia del gozo. Así el tiempo ocioso no es un tiempo vacío, sino un tiempo lleno de actividades gratificantes, ajenas al esfuerzo, la fatiga, la productividad y el progreso conseguidos a través de la represión. Un tiempo lleno sin represión, que no busca fin alguno fuera de su propia realización como placer.

 La dinámica del ocio suspende la tendencia a la homogenización generalizadora y reduccionista de la subjetividad, propia de la racionalidad productiva. El ocio  refuerza la heterogeneidad y singularidad mediante la creación e invención de nuevos universos de referencia simbólico-subjetivos. Crea nuevas maneras de actuar, de expresarse, de compartir, de intercambiar, las cuales dan forman a una nueva subjetividad mucho más rica, diversa y compleja.

 El ocio es el tiempo de las posibilidades diversas de rehacerse en tanto que corporeidad existencial. Tiempo para salir del atolladero de la repetición y homogenización y poder re-singularizarse en la invención de nuevos acontecimientos cotidianos, no programados ni previstos. En este sentido, el ocio es un proceso de autopoyesis, de auto invención, por medio de la cual el individuo es lo que quiere ser en libertad.

 El tiempo ocioso es el tiempo para el performance, para dar forma a la existencia mediante la construcción teatral de la identidad polimorfa. En el ocio el individuo no es único ni idéntico, todo lo contrario adquiere un carácter multifacético, pues en el quehacer ocioso es posible la captación del carácter artificial y creacionista de la producción de subjetividad. La heterogeneidad de actividades en el tiempo ocioso da paso a la multiplicidad de identidades del individuo, según el tipo de ocupación en que se involucre. La identidad del hombre ocioso es, así, múltiple.  

 El desarrollo de la diferencia provoca desequilibrios profundos en la estructura homogénea del tiempo productivo, destituyendo de esta manera el alcance totalizante del trabajo. El sello de singularidad que imprime la actividad del ocio en el texto cotidiano provoca, por otra parte, procesos de desterritorialización subjetiva y psíquica que enriquecen la experiencia cotidiana. Siguiendo las tesis de Guatari, se puede decir que, el ocio es una manera de escapar a los juegos binarios y ordinarios del trabajo (día noche, tarde mañana, adentro afuera, etc.) y a las coordenadas estructurales de energía, espacio y tiempo.    

 El ocio es una actividad trans-espacial, trans-temporal, trans-dimensional, en la medida en que viaja de un hacer a otro y muda de un hacer a otro. Conjugación de tiempos distintos, de espacios diversos y de lógicas opuestas que rompen el binarismo ontológico que impera y organiza la cotidianidad productiva. El ocio es así la experiencia de la intensidad existencial singularizada, diferenciada y complejizante que induce a la persona a un viaje multidimensional, donde no  nada está escrito ni anticipado.

Ocio y derroche

 El ocio es la apertura a lo que Bataille denomina “consumo improductivo”.  La sociedad dominada por el tiempo del trabajo está organizada desde la lógica del intercambio racional, que lleva implícita la fórmula producir y acumular, sea dinero u objetos-mercancías, dentro de la perspectiva de la ganancia. La ruptura de sentido que provoca el paso al tiempo ocioso es justamente la apertura al “consumo improductivo”, práctica que suspende  la racionalidad instrumental del tiempo productivo. El “consumo improductivo” de ninguna manera es el consumismo mercantil, sino la experiencia de la improductividad contemplativa. 

 El “consumo improductivo” es la práctica por excelencia del tiempo ocioso. Actividad atravesada por la lógica del Don, por la cual la persona ociosa da y toma del mundo la riqueza de manera afectiva, diversa y diferencial. Afectiva en la medida en que es una experiencia sensible, diversa porque lo que se da y se toma son contenidos concretos en cuanto no es una relación de equivalentes. Es pertinente aclarar que lo que se toma o consume no parte de un acción automática e irracional, sino de un deseo distinto que ha sido clausurado por la razón instrumental dominante. 

 El “consumo improductivo” del ocio es una forma de derroche de energía en la fiesta, el juego, la imaginación, el erotismo, la contemplación y las artes.  Despilfarrar el exceso de energía y no guardarla para el trabajo es una práctica de gasto incondicional no sometido al cálculo racional de la lógica productiva. El fin del despilfarro no se halla fuera de sí, sino en sí  mismo, en otras palabras el fin del despilfarro es el despilfarro, el exceso de gasto libidinal. Esta lógica alterna está articulada no al sentido de la ganancia, sino al principio de la pérdida, lo que se busca con el “consumo improductivo” del tiempo del ocio es gastar, consumir la energía en la posibilidad de la gratificación.

 El “consumo improductivo” del tiempo del ocio nos remite a los excesos orgiásticos posibles en la fiesta y el carnaval de la época pre-industrial. El gasto incondicional de energía libidinal transgrede, rompe y trasciende las barreras donde se contiene a Eros. Busca ir más allá de los límites del tiempo del trabajo y sus condicionamientos, y de esta manera subvierte los símbolos de la cultura productiva, instrumental y utilitaria.    

 Sobre el ocio y su práctica del “consumo improductivo” se podría decir que es un rito orgiástico de despilfarro, celebrado en honor al dios Dionisos. Rito en el cual los hombre se encuentran poseídos por el frenesí del derroche libidinal en una especie de catarsis erótica en la que llegan a aliviar, sin cálculo, sus deseos espirituales.    

 El ser humano ocioso derrama energía de vida atrapado en el frenesí dionisiaco de la fiesta

El Ocio tiempo liberado de las actividades instrumentales productivas se constituye en el espacio de la imaginación creadora. La ruptura de sentido que provoca el paso al tiempo ocioso, abre el espacio no codificado por el trabajo

   Entrar en el tiempo del ocio es dar un salto al exterior, allí donde se encuentra una relación distinta con el Otro. Una relación que no está marcada por la obligación, sí por el deseo, es una relación erótica.

 

Ocio y enajenación

 El individuo ocioso se extraña de la cotidianidad administrada, huye a otra realidad en la cual no gobierna Apolo, sino el dios Dionisio. Este paso rompe la familiaridad que existe entre el hombre y la lógica social dominante, permitiendo una distancia reflexiva del individuo sobre la sociedad del trabajo. Desde esta perspectiva el ocio es una apertura al pensamiento crítico, el mismo que demanda el extrañamiento del hombre respecto de la sociedad en la que vive. Libre del círculo de la identidad pensamiento-realidad, el hombre ocioso mira más allá de la fantasía ideológica creada por la lógica productiva.

  La persona ociosa rompe la complicidad que el individuo productivo tiene con la sociedad del trabajo, pues concibe el mundo de forma diferente. La experiencia del ocio es anterior a la experiencia productiva, es un retorno al gozo primigenio, allí donde el ser  se halla libre de las obligaciones sociales castradoras. Un regreso al origen, un salto al tiempo del gozo, desde el cual la lógica dominante aparece en su significación real, es decir, como tormento. La distancia entre el gozo ocioso y la insatisfacción productiva es tan grande como la distancia entre el placer y la imposibilidad. Es esta brecha la que produce una mirada distinta del trabajo asalariado y sus supuestas virtudes.  

 El hombre ocioso se ha extrañado de la discursividad ética que pondera el trabajo productivo, efectivo eficiente y eficaz. Por fuera de la estructura productiva, el ocio niega el sentido operacional del discurso y rompe la identificación entre éste y la realidad, permitiendo un re-descubrimiento del mundo por fuera de la lógica instrumental. Las cosas de la vida dejan de ser idénticas a su función y de esta manera es posible descubrirlas en sus posibilidades de gratificación. 

 La experiencia de estar para existir y no para producir, recuperada por el ocio, permite establecer la diferencia entre la cotidianidad dominada por el tiempo productivo y una cotidianidad libre del mismo. El surgimiento de esta nueva opción de existencia permite visualizar la profunda contradicción entre la retórica del trabajo y la realidad social del mismo. A la luz de la experiencia del ocio, la experiencia del trabajo se manifiesta en su dimensión real, es decir como una práctica tediosa y fatigante. Al contrario de lo que sostiene la ética del capital, el trabajo asalariado, mirado desde la experiencia del ocio, no humaniza, sino que empobrece la vida de los hombres.

 El ocio rompe la continuidad existente entre el tiempo del trabajo y el llamado tiempo libre, movimiento por el cual la persona pasa del primero al segundo para recuperar fuerzas. El ocio entonces no es un espacio para recobrar la fuerza y la voluntad que garantice la mejor incorporación al tiempo laboral, todo lo contrario, la experiencia del ocio cuestiona radicalmente la lógica del trabajo asalariado y por lo tanto el discurso que la legitima. Es en este sentido que la experiencia del tiempo ocioso produce un profundo descentramiento existencial en el sujeto productivo. El trabajo como constitutivo de lo humano se pone en entredicho frente a la posibilidad cierta de una existencia cualitativamente distinta a la dominante.   

 

El ocio una relación cara-a-cara

 El ocio es una modalidad de existencia por la cual los seres humanos  entablan una relación cara-a-cara. A diferencia del trabajo, en el que las personas se asocian y colaboran entre sí para conseguir un fin específico por fuera de la relación misma, en el ocio se buscan simplemente para estar en proximidad, es decir busca estar en relación por la relación misma. Por fuera de la lógica productiva, las personas se buscan para entablar relaciones intersubjetivas libres de determinaciones extrañas al deseo del otro, que es deseo de su rostro, de su cara frente a la mía en la complicidad de un tiempo robado a la producción.

La relación cara-a-cara escapa a la obligación de estar con el otro al interior de la cadena productiva. El ocio no es una relación donde los seres humanos se hallan uno junto al otro frente a una meta ajena al intercambio subjetivo, sino una relación en la que los hombres se encuentran uno frente al otro buscando un intercambio subjetivo. Lo que mueve la relación de los humanos ociosos es el deseo del rostro y del cuerpo del otro que viene hacia mí buscando mi rostro y mi cuerpo.

En el ocio los hombres se involucran en tanto que corporeidades vivientes y deseantes, que se necesitan no para trabajar y producir, sino para sentirse y saberse existentes. El ocio es el espacio propio de la comunicación y la comunión, en la medida en que se halla libre de la colonización de los sistemas sociales, principalmente del sistema económico y su racionalidad productiva. Las personas abren un diálogo cuya dinámica es la seducción, encantar al otro y dejarse encantar por éste, ese es el único fin de la comunicación del tiempo ocioso.

 Al interior de esta relación interpersonal se desarrolla un flujo afectivo que contamina todo el espacio del intercambio in-tersubjetivo.  En una relación cara-a-cara las personas se afectan, se impresionan, se siente cercanas y cómplices en su estar ocioso.  Todos los afectos del mundo parecen darse cita en la relación cara-a-cara, pues las relaciones entre las personas y de éstas con el mundo son inagotables gracias a la experiencia multidimensional del ocio.   

 El tiempo ocioso promueve la diversidad de las relaciones interpersonales. De una actividad a otra, la relación entre las personas ya no es la misma, cambia, se renueva y esa renovación es una renovación de la relación interpersonal. El ocio es así, un tiempo abierto en el cual la persona está entregada al mundo y sus dones, en complicidad con la otra persona con la cual comparte el ocio.

 

* * *

 

            Para finalizar esta breve reflexión acerca del ocio me parece importante plantear la necesidad de recuperar el espacio ocioso que ha sido suprimido en las sociedades urbano-modernas, atrapadas y dominadas por el tiempo productivo. No se si es fácil esta tarea humana, sin embargo considero que debemos regalarnos la oportunidad de hacer nuestra vida más grata. Quizá para esto es necesario aprender a vivir sin mercancías y  con más tiempo para diversificar nuestra existencia. 

 

 Referencias

 

LEVINAS, Emmanuel, Totalidad e Infinito, ensayo sobre la exterioridad, Ed. Sígueme, Salamanca, 1977.

 

 

 

 


[1] LEVINAS, Emmanuel, Totalidad e Infinito, ensayo sobre la exterioridad, Ed. Sígueme, Salamanca, 1977, p. 154.

 

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