Cuando nos desprecian nos llaman indígenas, indios, cholos, mitayos, oscuros, tiznados; cuando quieren tributos o votos, ciudadanos. Cuando el indígena tenía sus cabellos largos, le rapaban en las escuelas (años sesenta, setenta, ochenta, noventa y hasta los dos mil), con tijeras, cuchillo, a jalones, llamándoles piojosos, sucios, pilisientos. A la mujer le jalaban las trenzas y se le impedía entrar en la escuela.
Cuando el hacendado violaba a las sirvientas, campesinas, indias huasipungueras, a veces se arriesgaba a ponerle su apellido en el bautizo, o le sugería al cura o al juez del registro civil un apellido blanco, mestizo, que haga juego con su sangre.
Cuando al guagua se le ponía nombre indígena, “ese no es nombre cristiano”, decían, “le has de poner uno del evangelio”. Cuando se hablaba en kichwa, en shuar, achuar… los blancos escupían: “esas son lenguas del diablo”, y se prohibía su enseñanza.
Y ahora, a los años, cuando se presentan con los cabellos cortados, con nuevo nombre, con la lengua ancestral olvidada a fuerza del látigo, se les grita: “¡tú no eres indígena!”.
La fiesta de bautizo, confirmación, matrimonio servía para endeudar a los taitas, para quitarles las tierras y sus propiedades.
Los trapiches y ventas de alcohol de los hacendados cumplían y cumplen la función de idiotizar a los trabajadores. Los vendedores se ríen: “el fin de semana el shunsho deja devolviendo todo el sueldo por unos cuantos litros de trago”.
Cuando se rebelan los indígenas, los arrastran, les patean, les matan, y vuelven a nacer mil veces.
Sin zapatos, caminan; sin libros, leen; y, sin esferos, escriben sus propias páginas. Sin universidades, se gradúan; y, sin dinero, conservan su riqueza. Sin teléfonos y sin internet, se comunican. Sin vacunas, viven. Sin lentes, ven. Sin lágrimas, lloran. Con cadenas, piensan en la emancipación del futuro. La belleza de las luchas se derrama como gotas de pintura por los abriles, como el parto de las mujeres que cortan con su propia mano el cordón umbilical y desenvainan la placenta.
Cuando los indígenas, indios, indias, mitayos, mitayas, cholos, chagras, quieren ser autoridades, presidentes, se les hiere e injuria de todas las formas posibles: el papel no aguanta tanto insulto.
Al indio que quiera ser Presidente de la República, la injusticia del blanqueamiento, de la burguesía engominada, le encaminará por el vía crucis político, se le hará hablar en todas las lenguas, se le tomará exámenes que no se le piden al blanco común, se le detendrán los conteos, se le anularán los votos, se les rayarán los nombres… Al final, en algún año, ganará, y verá desde su escritorio que no tomó la choza presidencial, sino que ésta lo tomó a él. Si recapacita a tiempo, se dará cuenta que solo regresando al camino del pueblo, que solo latiendo con millones de corazones podrá transformar su realidad teñida de sufrimientos y sangre.
Cuando al guagua se le ponía nombre indígena, “ese no es nombre cristiano”, decían, “le has de poner uno del evangelio”. Cuando se hablaba en kichwa, en shuar, achuar… los blancos escupían: “esas son lenguas del diablo”, y se prohibía su enseñanza.
–Jaime Chuchuca
*Jaime Chuchuca Serrano, abogado. Licenciado en Filosofía y magíster en Sociología. Actualmente, docente de la Universidad de Cuenca.
Creo que la necesidad de superar los propios complejos, producto de una centenaria discriminación, debe imponerse y generar pensamientos progresistas, sin lamentos, para dejar de auto flagelar la raza.