El Hoy el 05 Mayo 2013
¿Qué dijo Rafael Correa? Que “no les pido que estén de acuerdo con nosotros en todo (…)”; que “hay que ser más sensatos para discutir internamente lo que haya que discutir, pero hacia fuera hay que posicionar adecuadamente al país y que todos apoyemos objetivos nacionales”. Ciertamente parecía una invitación ecuménica tras su visita al papa Francisco. Verlo tan contrito a su lado, hizo soñar en los efectos positivos que le hubiera podido acarrear. Y una invitación así, tras 6 años en que “los otros” solo existen como enemigos, prendió los motores en muchos sectores que reconocen que hay obra pública en este Gobierno, pero no están dispuestos a canjearla por sus derechos.
Las preguntas florecieron, entonces, como han florecido con otros presidentes que, por los motivos que sea, han evocado la necesidad de llegar a acuerdos mínimos en el país. Preguntas todas dirigidas al Presidente: ¿cuál es la agenda? ¿De qué acuerdos habla? Ser sensatos para discutir internamente, ¿lo incluye a él? ¿Incluye la desaparición del equipo de insultadores pagados con el erario público? ¿Significa que acepta que fuera de la suya hay otras formas de concebir y pensar el país?
¿Significa que la imagen que quiere dar del país afuera corresponderá a la realidad-real interna y no será una obra más de su equipo de mercadeo? En definitiva, ¿su invitación es una confesión, por adelantado, de que piensa poner freno a su arrogancia monárquica? ¿O es una advertencia más a los disidentes de que paren sus acciones porque el Presidente entendió, en ese viaje a Europa, que hay gobiernos democráticos e inversionistas sensibles a sus denuncias?
No hay respuestas. Y no las hay porque quizá el Presidente no hizo la invitación que algunos quisieron ver u oír. Si se revisa lo que dijo en el aeropuerto (salvo que él diga lo contrario) pudiera ser que su invitación llevó a muchos a pensar con el deseo. El Presidente hizo el énfasis (salvo que diga lo contrario) en la unidad nacional; no en acuerdos nacionales mínimos. Es decir, propuso aceptar un mito, no entrar en un proceso político incluyente para negociar acuerdos. La diferencia es abismal y, de no existir, el Presidente debiera, como han pedido ciudadanos honorables, fijar agenda, lugar, plazos e interlocutores para ese acuerdo.
Rafael Correa llamó a la unidad nacional como un paso más del discurso conservador en que se enancó desde que llegó al poder. Vinicio Alvarado fue el asesor que, auscultando la orfandad que se sentía en la opinión pública en esos años, recomendó volver al mito de la Patria. Desde aquel momento, Patria, Estado y Nación son lo mismo.
El correísmo no se impuso inventar una nueva cultura republicana. Prefirió regresar a los mitos. Mezclar historia y legenda. Resucitar la historia con una gran H en detrimento de todas las nuevas interpretaciones que se dan desde hace medio siglo. Hacer creer que el destino común se juega en la adhesión a un solo partido, a un Gobierno intérprete único del interés general, de la soberanía y representante indiscutible de la nación en su conjunto. El mito, en el sentido que analizaron Massie y Roussel, volvió a tomar cuerpo: “Elemento fundamental de la composición ideal y emotiva de una comunidad política”.
Vinicio Alvarado acertó en su visión conservadora que coincidía, en forma absoluta e irremediable, con la vieja liturgia comunista de vanguardias esclarecidas y líderes destinados a llevar al paraíso a sus ciudadanos, así fuese a punta de bayoneta. Se entiende que ante tamaña proeza, la separación de poderes del Barón de Montesquieu sea una antigüedad romántica; una frivolidad sin nombre.
La unidad nacional, propuesta por el Presidente, va en esa línea (salvo que él diga lo contrario). Ya hay un partido con masa de votos, ya hay un líder que puede eternizarse en el poder, ya hay una liturgia que se ha vuelto catequesis, ya hay un camino luminoso hacia el buen vivir… ¿Qué falta? Otro mito: la unidad nacional. La Patria intrínsecamente unida y, se entiende, unida a la revolución de la que habla el poder. El libreto es demasiado viejo, para no ser predecible. De ahí se desprenderá (a menos que el Presidente diga lo contrario) otra impostura: usar los objetivos nacionales (que debieran ser acordados políticamente) como biombo para culpabilizar a algunos (a “los otros”) de hacer daño al país, de propiciar su mala imagen y también, claro, de dificultar hasta la llegada de los grandes inversionistas…
La propuesta (salvo que el Presidente diga lo contrario) es convertir la unidad nacional en parte de la nueva religión del Gobierno. Ese mito excluye, por supuesto, a todos aquellos que están entre esa teología y aquellos que la encarnan. No hay separación de poderes; tampoco habrá mediadores ni gentes que con sus acciones hagan pensar afuera que aquí hay, como dijo el Presidente, una “dictadura”. ¿La sensatez es darse cuenta de que el partido está jugado y que el sueño republicano, en vez de ser reinventado, está sujeto a la voluntad de aquellos que tienen hoy todos los poderes? Inclusive el de redefinir palabras y actitudes.
La unidad nacional (salvo que el Presidente diga lo contrario) no es la expresión de la mano tendida. Es un pedido de rendición para todos aquellos que están convencidos de que ese ecumenismo patriótico nada tiene que ver con una nueva cultura democrática. Cultura de matices, de pluralidad, de diferencias; cultura de mayorías y minorías transitorias; cultura que reconoce que la sociedad no se puede reducir a la idea instrumental que el poder se hace de ella. ¿Acaso la sociedad no es una glorieta de grupos, sectores, intereses, sueños y visiones tan complejos como reales? ¿Pueden los mitos dar cuenta de esa riqueza porque quien detenta el monopolio del poder así lo pretende?
La unidad nacional, en esas condiciones, es una propuesta cicatera cuando aquellos que interpretaron el llamado del Presidente esperan generosidad y grandeza. El llamado a la unidad nacional conlleva una idea de uniformidad, de paralización de diferencias. Eso no reinventa la República. Invitar a ser sensato implica, por el contrario, admitir que los acuerdos resultan de diferencias normales en democracia. En el primer caso, “los otros” son enemigos. En el segundo, son interlocutores. Salvo que el Presidente diga lo contrario, su invitación más parece estar en el primer caso. Si no fuera así, habría que admitir que los milagros existen y celebrarlo por los acuerdos que necesita el país y por la imagen democrática que debiera proyectar en Europa y donde quiera que vaya el Presidente.