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viernes, diciembre 27, 2024

Covid-19, vacuna y los nuevos efectos secundarios

Por Samuel Guerra Bravo*

Señor Juez: Yo, profesor de filosofía, me presento ante usted para formular una denuncia sobre los efectos secundarios de la vacuna con la que se me ha inmunizado para el covid-19. Paso a relatar los hechos y consecuencias que sustentan mi denuncia:

Día 1: Vacunación: Acudo puntualmente al colegio asignado de la ciudad de Quito, habilitado como centro de vacunación. Avanzo hasta la sala de espera como quien camina hacia el cadalso: con la oscura determinación de los condenados que deben abrir o cerrar por sí mismos las puertas del mañana. Veo que un anciano se resiste a vacunarse porque ha escuchado que los efectos de la vacuna son tan peligrosos como la enfermedad. Más allá, una pareja discute acerca de quién cuidará a los perros si la vacuna les postra en cama. Una señora se niega a sentarse en la silla que le correspondía para hacer avanzar la fila, porque dice que la persona anterior, que casualmente era su marido, ha dejado allí el coronavirus. Esbozo una sonrisa, pero igual que todos, estoy asustado, aunque trato de dominarme y ver el asunto por el lado positivo.

En el aula habilitada como sala de vacunación todo es austero y frío como una aflicción extrema. Una chica a la que se le ve solo los ojos, me toma los datos y me extiende un certificado. Dos pasos más allá, un joven al que también solo se le ve los ojos realiza un ritual de descontaminación y me llama: “Señor, ésta es la jeringuilla en su envoltura de plástico y ésta es la vacuna –me enseña una botella pequeñita con un líquido espeso y blanquecino– que le vamos a poner”. Prepara la jeringuilla mientras yo espero sentado en una silla. No sentí dolor alguno, pero no sé por qué diablos recordé en ese momento a Medardo Ángel Silva, el de “Se va con algo mío la tarde que se aleja…” y a Ernesto Noboa Caamaño, el de “Hay tardes en las que uno desearía…”. Deben ser los efectos inmediatos de la vacuna, pensé. Agradecí y me fui. A la noche de ese día, sentí un leve dolor de cabeza. 

Día 2: Dolor corporal: me duele el brazo en el que me colocaron la vacuna, y el hombro respectivo. Siento cierta pesadez en el cuerpo y en el alma.

Día 3: Efectos en los ojos: Al tercer día sentí algo en los ojos, pero no era un malestar ni una visión borrosa, era un modo distinto de ver, como más claro, luminoso, que me puso en contacto con la belleza no-vista de las cosas.  Yo, que pensaba que la belleza solo estaba en los museos, en las galerías de arte o en los tratados de estética de los filósofos, empiezo a ver belleza por todas partes. Más allá de Beethoven o Van Gogh, yo, discípulo de Rimbaud, que aprendí en mis borracheras de juventud a “sentar a la belleza en mis rodillas y encontrarla amarga”, veo y siento la belleza de las cosas ordinarias de la vida, de las artesanías, de las comidas de las “caseritas” del mercado, de la música andina de Leo Rojas y, por supuesto, de “Mi dulce Señor” (My sweet Lord) de George Harrison; del “Aleluya” (Allelujah) de Leonard Cohen; de “Dama de ojos tristes de las tierras bajas” (Sad eyed lady of the lowlands) de Bob Dylan (pero cantado por Joan Baez); de “El boxeador” (The Boxer) de Paul Simon; de “Imagina” (Imagine) de John Lennon, y de un largo etcétera. 

Pero hay algo más grave, Señor Juez: salgo al parque de mi barrio y encuentro que olía a césped recién cortado. Los trabajadores del Municipio, concentrados en su quehacer, cortaban la hierba con sus ruidosas máquinas y sus movimientos semejaban un hermoso ballet: el ballet del trabajo y de la vida cotidiana. Vuelvo a ver que hay una inconmensurable belleza en las cosas de la vida: una belleza que de tanto verla no la vemos, que de tanto oírla dejamos de escucharla, que de tanto sentirla la ocultamos. Pero está allí y basta una mirada límpida para descubrirla, re-descubrirla, y volverla a vivir. Esos sencillos trabajadores que cortan el césped de los parques me enseñaron ese día  que la vida puede ser un ballet de armonía, solidaridad y alegría, que podemos disfrutar gratuitamente cada día.

Día 4: Efectos en la percepción de la realidad: El domingo, día de feria en mi pueblo, me despierto a las cinco de la mañana con unas ganas locas de levantarme e ir al mercado, no a comprar, sino a ver. Solo a ver. Y qué es lo que veo, Señor Juez: las vendedoras del mercado llegan los domingos al amanecer. Descargan su mercadería de los camiones, se instalan en sus sitios de venta y ordenan los productos con sus hábiles manos. Yo las miro y recojo la secreta esperanza que derraman sus ojos. Van y vienen. Van y vienen. Sus siluetas se recortan sobre el horizonte que empieza a clarear. A esa hora de la mañana, apenas si recuerdan sus tragedias personales. Van y vienen. No descubren aún cómo es que trabajan noche y día sin jamás salir de la pobreza, pero están allí cada domingo en una empecinada resistencia al destino y al sistema que las explota. Expertas en el arte de vender, no es eso sin embargo lo que las define: ellas son las sacerdotisas del rito sagrado de regenerar la vida que, como ellas, va y viene, va y viene.

Día 5: Visión alterada del mundo: Yo, profesor de filosofía, acostumbrado a las definiciones y debates de ideas, que creía tener en mis manos los secretos de la racionalidad de Occidente, estaba acostumbrado a preguntar “por qué, esto” o “por qué, lo otro” y a dar respuestas lógicas, de valor universal. Pero hoy, Señor Juez, como efecto secundario de la vacuna, pregunto y respondo de este modo: ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva, si tienes el día y la noche, el sol y la luna, los amaneceres y los atardeceres, la nieve y la lluvia, el orden y la inmensidad del cosmos? ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva si tienes la rebeldía de los jóvenes, la laboriosidad de los obreros, y los ojos llenos de fe de la gente sencilla? ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva si cada día puedes ver la salida y el ocaso del sol, las nubes viajando por el cielo, el espacio y el tiempo acunándote a cada momento? ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva si el universo y la naturaleza destilan poesía? ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva si tienes al alcance de la mano la belleza de los animales, de los peces y las águilas? ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva si, además, puedes sentir la piel suave de tu amada y la ternura de los niños? ¿Por qué te quejas que la felicidad te es esquiva si hay la ciencia y el arte, la soledad y la melancolía…?

Ante los efectos de la vacuna para covid-19 que acabo de describir, Señor Juez, Yo, de la especie sapiens/sapiens, animal de pensamiento racional, universal y abstracto, súbdito de Apolo, me presento aquejado de emociones, sensaciones, pasiones, turbaciones, inclinaciones y sentimientos propios de esa gente rara, los poetas, que Platón expulsó de su República. Solicito, Señor Juez, me haga justicia y disponga se me vuelva a mi estado anterior…

Aunque…, espere, Señor Juez. A decir verdad, ¡encuentro más emocionante el mundo de Dionisos! Y mientras no cambiemos los determinantes de la colonialidad, tal vez sea mejor emborracharnos cada día “de vino, de poesía, de virtud, de lo que quieran”, como decía Baudelaire. 

“Vuelvo a ver que hay una inconmensurable belleza en las cosas de la vida: una belleza que de tanto verla no la vemos, que de tanto oírla dejamos de escucharla, que de tanto sentirla la ocultamos”.


*Samuel Guerra Bravo es investigador independiente. Ha sido profesor de la Escuela de Filosofía de la PUCE. Autor de libros y artículos de su especialidad.

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