El castigo, como pena a quien infringe normas sociales, es tan antiguo como el Estado y la sociedad clasista. Inicialmente, como método coercitivo, fueron regularizados los escarmientos corporales y sólo desde hace 300 años la cárcel se principalizó como un sistema de penas que cada vez se profundiza.
En la actualidad, guiados por la premisa endurecer las condenas para reducir los delitos se legisla penalmente en varios países, incluido el Ecuador. Sin embargo, la delictividad crece y con ella se ahonda la sobrepoblación carcelaria como uno de los rostros de la crisis actual.
Pero el hacinamiento no es el único problema, también lo es el déficit de servicios básicos, corrupción, tráfico de drogas y armas, violación de los derechos humanos, etc.
Esta crisis se incubó durante años. De ella es responsable la omisión de los gobiernos de la larga noche neoliberal que redujeron presupuesto a las inversiones, también lo es el correísmo que importó modelos de reclusión estandarizados (vestimenta, alimentación, infraestructura, etc.) ajenos a la realidad nacional.
Como si fuera poco, el gobierno de Lenín Moreno hasta perdió el control de las cárceles. Ni siquiera la declaratoria del estado de emergencia y excepción, cuyas medidas son fundamentalmente represivas, es suficiente para calmar la violencia dentro de los reclusorios.
No existe un sistema penitenciario en el Ecuador, a lo sumo hay una obsoleta y caótica reclusión que refleja el tipo de Estado, injusto y corrupto, construido por las élites. Está postergada la rehabilitación, las cárceles son centros de profesionalización de delincuentes y de restricciones antihumanitarias.
Urge que el Estado solucione los problemas. Debería reformarse leyes para establecer penas alternativas vinculadas a delitos menores, no abusar de las medidas de prisión preventiva, resolver demandas justas que tienen los privados de libertad y constituir un verdadero sistema de rehabilitación e inserción social en el que el trabajo transforme a cárceles y reos.
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