Invisibilizadas, condenadas a la irregularidad migratoria y laboral, las personas trans en situación de movilidad humana están expuestas a múltiples violencias y negaciones de derechos. La protagonista de esta crónica, Siri Aconcha, es apenas una de ellas. Pero su historia –un doble tránsito a través de la geografía y del género- da cuenta de realidades compartidas por una población migrante segregada.
Siri Aconcha sube y baja de los buses quiteños con una naturalidad que sólo puede ser hija de la experiencia. Es un rasgo que viaja con ella casi desde que pudo andar; desde una vida anterior en que la llamaban Daniel y no había dejado Caracas.
-Mi sueño es tener mi propio bus y ser una conductora trans -me dice, mientras juguetea con una bolsa de caramelos de tamarindo, el producto que ofrecerá a la venta en su jornada.
Hija biológica y de crianza de dos choferes de transporte público, se declara “busóloga”, el único oficio que ejerce sin interrupciones desde que tiene memoria. El resto del tiempo, como incontables migrantes de incontables orígenes y géneros, echa mano a todo recurso disponible para no irse a la cama con el estómago vacío. Más a menudo de lo que merece la dignidad humana, no lo consigue.
-Mira -reclama, extrayendo de su bolsillo un puñado de monedas que, visto con mucho optimismo, alcanza a sumar un dólar-, esto es lo que gané desde que salí de mi casa, a las ocho de la mañana.
De pronto, apura un gesto de despedida. Tiene ganas de conversar pero ya comienza a anochecer, y es muy difícil dormir con aire en las tripas y una historia a medio contar atorada en la garganta. Su tupida melena oscura y su figura espigada se alejan sobre la escalerilla de un nuevo bus. El final del día es el cierre de otra etapa, en un viaje personal que recomienza con cada salida del sol. Habrá que esperar a que amanezca otra vez para que inicie su relato.
Amanecer: Salir adelante debe parecerse a un bus en marcha
San Antonio de los Altos, a las afueras de Caracas, es una de las “ciudades dormitorio” que rodean la capital de Venezuela y se enlazan a ella como buscando abrigo. Con los primeros destellos de la madrugada, el movimiento de sus habitantes se vuelve imperioso e incesante: el trabajo y la sobrevivencia diaria suelen hallarse en Los Teques o más hacia el centro de la urbe. Para llegar hasta ellos, el transporte público es la mejor o la única opción en la enorme mayoría de los casos.
A fines de 1999 acaba de nacer un nuevo vecino en ese rincón de los Altos Mirandinos. Llamado Daniel, es el primer hijo de Azucena Aconcha y un conductor de buses que se ausenta del hogar antes de que aquel bebé llegue a tener memoria de su presencia. Apenas se ven una vez, por un casual manojo de minutos, sobre un bus.
-Yo tenía diez u once años. Hablamos poco, me hizo mil promesas, pero nunca vino a cumplir ninguna. Por eso no me interesó buscarlo luego y tampoco uso su apellido, aunque está en mis documentos. Hace poco supe que murió –relata con una mirada de lejanías, que ya no trasluce rencor ni afecto aparentes.
Acaso esa indulgencia se deba a que, desde muy temprano en su vida, cada vez que dice “papá” se refiere a Luis Rojas. Este hombre, también chofer, es el segundo esposo de Azucena y el padre de Viaggy (adaptación de “viajes”, en italiano), su hermana menor, nacida en 2011.
Se supone que transcurren días de bonanza, para el país y la familia. Daniel los recuerda casi como parte de otra vida, y tal vez lo sean: los llama “aquella época”. Sus memorias infantiles reflejan visitas a restaurantes con cierta frecuencia; alacenas y bolsillos ajenos al hurgar ansioso de la necesidad; y, hasta una que otra escapada turística a México y Ecuador.
Y siempre los buses. Para los paseos, para la escuela, para ayudar a cobrar los pasajes, para vender caramelos. Para conducir, si la edad y el tránsito sereno lo permiten. Para fotografiarlos y fotografiarse con ellos. Para sacudirse el aburrimiento. Para jugar a moverse, a ir un poco más allá. Salir adelante debe parecerse a un bus en marcha.
Muy pronto, a sus pies, distingue la sombra bífida de dos mentiras unidas. La primera de ellas habla de esa Venezuela que cree viajar, sin boleto de regreso, rumbo al pujante destino tantas veces prometido y frustrado. La otra le muestra en el espejo una identidad cada vez menos próxima a su espíritu, cada vez más inmune a los intentos que haga por convencerse de lo contrario.
-Yo me sentía diferente, aunque no sabía cómo decirlo. Y tampoco quería preocupar a mi mamá, que sufre de artritis reumatoidea grado 3 y por eso se le complica trabajar. Mi hermanita estaba muy pequeña. La situación del país empezó a empeorar, todo aumentaba y ya casi no se podía comprar nada. Lo peor vino cuando metieron preso a mi papá –precisa.
A raíz de su participación en una protesta contra el alza de los combustibles, Luis Rojas es detenido y enviado a prisión en Valencia, estado Carabobo, junto con otros compañeros de trabajo. Los gastos en abogados, papeleo y burocracia para sacarlo de allí, infructuosos hasta hoy, se comen los ahorros familiares sentados a la misma mesa con la inflación y el desabastecimiento.
Es probable que la cárcel real guarde alguna semejanza con un país enrejado por la falta de oportunidades, la escasez y el hambre. O con un cuerpo, y un alma, que nos gritan la existencia de una persona-otra latiendo bajo la piel. Quienes están dentro, en todos los casos, sólo pueden imaginar formas de sobrevivir al encierro hasta idear un modo de fugarse. O escapar sin ningún plan, porque detenerse a pensar demasiado sería una pérdida de tiempo.
Parte de la familia de Azucena Aconcha abandona Caracas así, atropelladamente, hacia el suroeste. No llevan mapas, calendarios ni una agenda de excursiones: ahora son migrantes, no turistas. Deben dejar atrás a Luis Rojas con la ilusión de obtener, en algún lugar fuera de Venezuela, los recursos para liberarlo. Daniel atraviesa los primeros años de su adolescencia y cuelga los estudios secundarios de un “será otro día”; Viaggy apenas tiene edad para iniciar la escuela primaria.
-Salimos en 2017. Recogimos cuatro cosas, nada más, y nos fuimos. Yo siempre tuve ganas de ir a la Argentina, porque me gustan los buses de allá –resume el mayor de los hermanos, que en el trayecto intuye la certeza de un camino propio, más íntimo pero igual de revelador que el geográfico.
A espaldas del bus que les conduce a la frontera colombo-venezolana, sobre la mesa de una casa sola en San Antonio de los Altos, quedan los platos vacíos de un almuerzo que será en otro sitio.
Mediodía: mirar desde lejos lo que otros saborean
El calor golpea el rostro y se vuelve sed en la boca, mucho antes de cruzar el puente sobre el río Táchira. Puede ser mediodía, aunque el aleteo del estómago no es del todo fiel a las convenciones sociales. Azucena, Daniel y Viaggy caminan junto a una desordenada multitud venezolana en dirección a Cúcuta, Colombia. Cada quien pregunta alrededor y pide datos, pistas, indicaciones sobre algún refugio donde alimentarse y descansar.
Desde las ventanillas de migración les ven con gesto rutinario, como si no entendieran o prefirieran no entender. Pero la revisión de documentos se resuelve sin inconvenientes, y un rato más tarde les reciben en el albergue que el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS) tiene en la ciudad. Luego de las entrevistas de acogida, Viaggy y Azucena son alojadas en la misma habitación, mientras que Daniel se encamina sin mucha convicción a una de hombres.
-Aunque yo todavía no había salido del clóset, los psicólogos supieron leer mi identidad y me pusieron en un cuarto más pequeño, con un señor con discapacidad y un muchacho tranquilo, sano. En los pabellones grandes, llenos de literas, siempre hay gente que molesta –evoca con una razonable cuota de alivio.
El tiempo discurre con parsimonia dentro de su nueva vivienda temporal. El espacio es lo bastante agradable como para evitar las tórridas temperaturas de la zona, y permite que Azucena no padezca tanto por los dolores artríticos. La comida no escasea y pueden realizar distintas actividades que animan el lento transcurso de la estadía allí.
Al comienzo salen muy poco porque no conocen la ciudad. Más tarde, al familiarizarse con sus calles, carreras y parques, advierten que la población del lugar se ha multiplicado notoriamente a causa de la migración. El ambiente no llega a ser del todo hostil pero, en ciertas circunstancias, mana desconfianza donde antes fluía hospitalidad.
Daniel busca un terreno conocido, el de los buses, sin suerte: de inmediato descubre que los conductores y las autoridades colombianas son más estrictas respecto de la venta informal en el transporte público. Sobre todo si quien intenta ejercer la actividad es migrante y menor de edad. Debe contentarse con tomarles algunas fotografías, para que el músculo de su pasión no pierda tonicidad. Y perseguir a pie los centavos que antes alcanzaba sobre ruedas.
-Como tampoco podía conseguir otro tipo de trabajo, tuve que recurrir a la mendicidad en los restaurantes, o por la calle. Le contaba a la gente quién era y lo que estaba viviendo, para ver si me apoyaban. Algunas personas sí fueron muy solidarias. No me gusta eso, pero, ¿cómo iba a ganar un poco de plata si no lo hacía? –indaga.
Necesita moverse, generar ingresos para sentirse útil y satisfacer unos cuantos deseos sencillos. Quiere invitar a su madre y a su hermana a beber una gaseosa fresca o comer algún plato que el menú del albergue no puede incluir. Son tentaciones comprensibles: la adolescencia y la niñez en situación de movilidad humana saben mejor que nadie lo que significa mirar desde lejos aquello que otros saborean.
Muchos de sus vecinos se marchan del albergue a poco de arribar. Sólo se refrescan, descansan, reciben varias comidas y retornan a la carretera. No pueden detenerse demasiado, son caminantes que avanzan hacia otros puntos de Colombia o de América del Sur. La condición de salud de Azucena le impide pensar en esa alternativa. Ella y sus hijos aguardan, pacientes, a que surja una oportunidad de seguir viaje en bus. Los escasos metros que les distancian de Venezuela se perciben como cientos de kilómetros.
La larga temporada en Cúcuta tiene sus beneficios, para esa jovencita que ya ha dejado de sentirse Daniel, pero aún no acaba de bosquejar la identidad que sueña, allende los rasgos y los nombres. Sus charlas con el equipo psicológico del JRS se vuelven más frecuentes y profundas. Le ayudan a manejar mejor el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), diagnosticado en su país. Y de esos diálogos asoma, ahora sí con nitidez, una verdad:
-Allí empecé a manifestar mi inquietud por el cambio de género. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a mi mamá; igual creo que ella lo sospechaba, aunque no quisiera verlo –razona, mientras ensaya una confirmación mental a partir de viejos gestos, miradas y preguntas de Azucena.
Pero el tránsito personal cede otra vez su turno al migratorio. Casi se cumple un año desde que llegaron a Cúcuta, cuando reciben un incentivo económico que les impulsa a continuar hacia el sur. Compran boletos de bus y reservan algo de dinero para alimentación y otros gastos. La ilusión por el cambio amortigua el cansancio y la impaciencia: antes de lo imaginado se encuentran en Ipiales, a punto de sortear otro paso fronterizo.
Una fina rebanada de sol oblicuo proyecta largas sombras hacia el este, mientras ingresan a Ecuador. Cargan todavía, en las alforjas de los planes pendientes, el sueño de migrar a la Argentina.
Atardecer: “espero no tener que volver a hacerlo”
El paso por Tulcán, casi a mediados de 2018, es tan breve que hasta el término “escala” resulta exagerado para definirlo. Con el caer de la tarde se acelera el deseo de seguir adelante. La oscuridad y el frío no son buenos compañeros para quien viaja con menos del equipaje imprescindible.
Una vez que les otorgan el visado de seis meses como turistas -aunque no lo sean-, y que la organización HIAS les proporciona apoyo monetario, Azucena Aconcha y sus hijas se montan en otro bus con destino a la capital ecuatoriana. En el Terminal Terrestre de Carcelén les espera una buena noticia, con forma de amigo y algo parecido al calor de hogar:
-Habíamos conocido por redes sociales a Javier, miembro de una iglesia cristiana, que nos recibió y nos apoyó con el pago de una semana en un hotel cerca del terminal, para que pudiéramos instalarnos. Después también nos ayudó a independizarnos y conseguir un cuarto de arriendo, gracias a otro aporte de la oficina del HIAS en Quito –detalla la mayor de las hijas de Azucena.
Para ese momento la joven ya se sabe una chica trans, aunque no tenga decidida su nueva identidad ni haya comenzado la transición formal. Y a pesar de la falta de oportunidades laborales, las tres mujeres sienten cierta seguridad en la dolarización ecuatoriana, que les despierta la vocación de permanencia.
Sobrevienen meses de movimiento constante; en bus, en trole, en ecovía o a pie. Va del consulado a los organismos internacionales de asistencia, y de allí a cada punto de la ciudad donde se puedan conseguir recursos, trabajo, capacitaciones o víveres. Daniela –nombre que al inicio emplea con algo de timidez, y siempre lejos de los oídos familiares- busca tejer las redes que no tiene con los hilos que encuentra a su paso.
-Como migrante, sentí el apoyo de la comunidad venezolana y la LGBTIQ+, cuando salí del clóset. De la sociedad en general, no –comenta con un dejo de contrariedad.
A veces, cuando apela al transporte público como herramienta de subsistencia, su hermana Viaggy le acompaña. No le agrada llevarla, pero con la pequeña a su lado las colaboraciones se triplican. Igual que los regaños de Azucena al volver a casa.
Súbitamente, todo se detiene y las calles quedan vedadas. La noche pandémica se extiende de un modo cruel y desigual sobre mucha gente durante mucho tiempo. Para las personas migrantes, el confinamiento se asemeja a una doble condena de muerte. Sin ahorros ni margen de crédito, eludir a la covid significa elegir entre comer o pagar el arriendo y los servicios. En otros casos ni siquiera se puede asumir una de esas opciones y se acaba por perderlo todo: techo, comida y salud.
Incapaz de soportar un nuevo encierro, Siri toma la determinación de nacerse justo entonces. No existen candados ni cerraduras tan fuertes que puedan contra la convicción. Las muestras de homo y transfobia son evidencias automáticas del prejuicio y la discriminación que afrontará en adelante:
-Mi mamá se puso furiosa, botó mis cosas fuera de la casa y hasta quería quemarlas. También otras personas que estaban cerca de mí hasta ese momento, se distanciaron por mi transición. Por eso decidí mudarme a un departamento sola, para no tener tantos problemas –se justifica, como si fuese necesario, aunque confiesa que ya se ha reconciliado con su madre.
Rupturas, abandonos, miradas insidiosas, comentarios moralistas… Basta declarar la voluntad de transicionar sexogenéricamente para que la respuesta social y familiar desnude el odio derivado de la intolerancia naturalizada. Con su visa humanitaria vencida, sin posibilidades de modificar los datos de su cédula en Ecuador hasta hacerlo en Venezuela, sabe además que la doble condición de migrante en situación irregular y persona trans la condena a labores informales sin ingresos estables.
Gran parte de la población trans, migrante o no, tiene una forzosa relación pendular con la Terapia de Reemplazo Hormonal (TRH). Lxs pacientes no siempre pueden pagar por los medicamentos, con frecuencia los hospitales públicos de la región tampoco los proveen y las redes LGBTIQ+ que se ocupan de ello, no alcanzan a cubrir la demanda. La automedicación o el abandono por temporadas son riesgos latentes, que distorsionan o retrasan los resultados.
-Seguir el tratamiento correctamente, con las pastillas y los parches de hormonas, me cuesta lo mismo que el arriendo del minidepartamento donde vivo. Muchas veces no puedo pagar las dos cosas. Y cuando dejo el tratamiento me cambia el humor, porque paso de la hiperactividad a la depresión –reconoce.
Las otras salidas no son menos inquietantes: olvidarse de comer, un día sí y otro también; diferir el pago de los servicios a riesgo de quedar a oscuras y sin agua; o exponerse al desalojo. Ha probado todas y de ninguna desea un segundo bocado.
Indiferentes a esta realidad y a los padecimientos físicos y psicológicos que el entorno impone a las personas trans, hay también profesionales de la salud que profundizan las heridas en lugar de sanarlas. Siri, como tantxs de sus compañerxs en distintos sitios, sabe de esa clase de maltrato. La sufre una vez, que nunca dejará de ser excesiva, en el servicio de endocrinología del Hospital Eugenio Espejo. Su denuncia pública sacude la agenda de algunos medios por algunos días hasta que el tema se diluye, sin resultados concretos.
Elige recordar otros momentos; esos pequeños milagros terrenales, sin dioses, ideales para una agnóstica como ella. Como aquel conocido circunstancial que le informa de una convocatoria laboral del Proyecto Transgénero, donde la contratan por varios meses. O las diferentes personas que la vinculan con dueñxs de casa hospitalarixs con la migración y la diversidad. Y, sobre todo, las organizaciones y particulares que brindan cursos de pastelería, cine comunitario, diseño, comunicación y cada aprendizaje que le ofrece una puerta de salida de la precariedad.
Pero en lo más oscuro y solitario de la noche, se agazapan otros peligros. Una mujer trans resigna privilegios masculinos y vive el temor de que su cuerpo feminizado sea considerado un objeto. Si por un instante no hay Estado, cooperación internacional, amistades ni familia que la protejan en su situación de vulnerabilidad, el viaje hacia el final del día puede incluir la posibilidad del trabajo sexual.
-Lo hice algunas veces, por necesidad, cuando no tenía otra alternativa para comer. Espero no tener que volver a hacerlo. Una amiga me avisó que podía subir mis datos a un sitio web para que me contacten. Estar en la calle me daría miedo, aunque por internet tampoco se sabe con qué tipo de persona vas a encontrarte –admite, y se frota los brazos como si espantara un escalofrío.
Su piel demora en recuperar la calma. Las imágenes del trabajo que prefiere no volver a ejercer se funden con las de algo que desearía no recordar: una noche de diversión con alguien que supone de confianza pero que resulta no serlo. La cicatriz de aquel abuso sexual se prolonga en el test positivo de VIH. Vivir con el virus, aunque el tratamiento lo vuelva indetectable, significa reiterar la pesadilla a diario, con la toma de cada píldora que preserva la salud de su cuerpo. No existen antirretrovirales para el alma.
Necesita caminar, moverse para apaciguar el espíritu después remover historias duras en el fondo. Damos un breve paseo, casi en silencio, mientras pienso que encontrarse con ella es renunciar a los lugares comunes o repetidos: hoy en el Centro Histórico, mañana en el sur de la ciudad, pasado en el Valle de los Chillos. Esta ruta es la que más le gusta para trabajar con sus caramelos. Ahora viste ropa masculina, por precaución y a su pesar. Engrosa la voz y aparenta ser un joven padre de familia, venezolano, que logra alimentar a los suyos con la venta ambulante. Se la nota algo avergonzada.
-Odio disfrazarme de varón y fingir algo que no soy para que me colaboren. Quisiera poder decir: “Soy una chica trans, migrante, estoy desempleada y quiero salir adelante”, sin que me discriminen. Aparentar otro género es horrible –remata tajante, porque sabe de qué habla.
En la siguiente parada nos separamos. Atardece. Me saluda con los dedos en V desde la escalerilla del bus. Su tupida melena oscura y su cuerpo espigado se pierden de vista. Tal vez, al comienzo de un día mejor que este, haya una sociedad dispuesta a escuchar verdades como la suya.
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Pero en lo más oscuro y solitario de la noche, se agazapan otros peligros. Una mujer trans resigna privilegios masculinos y vive el temor de que su cuerpo feminizado sea considerado un objeto. Si por un instante no hay Estado, cooperación internacional, amistades ni familia que la protejan en su situación de vulnerabilidad, el viaje hacia el final del día puede incluir la posibilidad del trabajo sexual.
Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
*Jorge Basilago, periodista y escritor. Ha publicado en varios medios del Ecuador y la región. Coautor de los libros “A la orilla del silencio (Vida y obra de Osiris Rodríguez Castillos-2015)” y “Grillo constante (Historia y vigencia de la poesía musicalizada de Mario Benedetti-2018)”.
Edición: Edgar López / Ela Zambrano.