26 de Marzo 2016
Durante dos décadas hemos atravesado en Ecuador una espiral de esperanzas y desencantos. El desencanto de un sistema político viciado de corrupción y prácticas neoliberales que tuvo como saldo tres presidentes depuestos; la esperanza que parecía ser una Alianza de movimientos sociales que prometía re-fundar el país y; el desengaño del actual régimen, que devino en un capitalismo de Estado que conjuga exclusivamente ciencia, tecnología y capital como imaginario del desarrollo.
El mito de la revolución va en declive como el precio del petróleo. Esto develó la fragilidad del modelo desarrollista y su Estado benefactor, que si bien ha generado mayores obras de infraestructura, servicios y modernización del sector público, no tuvo la voluntad política de orientar el modelo productivo y de consumo hacia su transformación, por el contrario el discurso del cambio de matriz productiva se concibe bajo la “revolucionaria” fórmula: mayor extractivismo para salir del mismo.
El orden económico mantiene inalterable sus condicionantes de explotación humana y depredación de la naturaleza. Los excedentes de la venta del petróleo avivaron el ideal de industrialización y la igualdad social en función del consumo de bienes y servicios. El anhelo parecía alcanzarse en la capacidad de compra y venta de la gran clase media. Sin embargo, dicha estabilidad fue pasajera porque era resultado de una coyuntura económica favorable más no de una trasformación estructural.
Una de las debilidades determinantes ha sido que el ejercicio de “democracia” se ha limitado a convenientes comicios electorales o a la movilización de contramarchas que buscan legitimar el poder del régimen; fuera de eso, el Estado cumple con la tarea de introducir desde afuera el espíritu socialista del siglo XXI a las masas, mientras sus seguidores creen hacer revolución sin gran esfuerzo. Basta con creer que el gobierno sabrá hacer bien las cosas.
No ha existido la voluntad de fortalecer los procesos de participación popular, por el contrario, la tónica es la desmovilización, la despolitización de las clases subalternas y la instauración de un modelo de burocratización de la organización social, para controlar la acción colectiva y que “no estorbe” el proceso dictado desde arriba. Esto explica el levantamiento de los personalismos, tan característicos de la autodenominada “nueva izquierda”, la figura del líder caudillista donde converge la razón y el orden.
Actualmente, la mayor pugna del poder es por la hegemonía y se juega en el campo del discurso. El control de las subjetividades -la construcción de sentidos- es un arma fundamental del régimen para sostener el modelo de modernización capitalista. El discurso oficial mediatizado constituye en sí mismo un dispositivo de silenciamiento y control social. Los discursos de Correa y sus interminables sabatinas (que se repiten el domingo y se resumen el lunes) se convierten en un esquema para organizar y categorizar los hechos, en definitiva, un dispositivo institucional que, al inscribirse en un juego de poder, muestra y oculta la realidad, ordena consensos y disensos, es decir construye su propia verdad.
Es así que en tiempos de “revolución” resurgen los adormecidos conflictos de desigualdad social, precarización laboral, desempleo, endeudamiento, corrupción, pérdida de derechos, etc., que no alcanzan a justificarse como “errores de buena fe”. En este marco la llamada izquierda progresista se desgasta.
En Latinoamérica la derecha tradicional está ansiosa de retomar el gobierno. En Argentina Macri lo concretó, en Venezuela ya controlan el poder legislativo (el mismo que busca la destitución de Maduro), la reciente derrota electoral de Evo, las denuncias de corrupción y enriquecimiento ilícito que amenazan a Lula y Dilma y en Perú el liderato de Keiko Fujimori en las encuestas, configuran el escenario para que nuevamente las fuerzas de derecha tomen protagonismo, es así que empiezan a abanderar los discursos de “retorno al orden constitucional, a la democracia, la libertad, etc.”
El desgaste del socialismo del siglo XXI es latente, pero en política nada está escrito, no asistimos a su entierro definitivo ni avanzamos a un periodo de salvación promovida desde sectores de derecha o de híbridos movimientos sociales aliados con grupos de poder. ¿Qué queda después de este escenario?, sin duda mucha experiencia, autocrítica y la necesidad urgente de reflexionar y trabajar sobre el sentido de las acciones que demanda la realidad actual.
El agotamiento de la ideología del progreso, abanderada históricamente por gobiernos de derecha y de izquierda, cada uno con sus matices, hoy más que nunca necesita ser cuestionado y repensar la democracia desde tribunas radicalmente participativas. Si fuimos capaces de plasmar en la Constitución de Montecristi sueños que parecían inalcanzables, ya es hora de ponernos a la altura de esa utopía.
Fantástico sería que las y los ecuatorianos nos diéramos la histórica oportunidad de contar con la experiencia social de la democracia participativa, cuyos estatutos entiendo, son el espíritu de la constitución de Montecristi.
Las frecuentes consultas populares y el uso del talento colectivo, prácticas que nos liberaría de las dependencias, a las materias primas entre ellas, para caminar por los saludables parajes de la masiva expansión de la consciencia, objetivo último de toda organización social.
Cordiales saludos.