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07 diciembre 2013
Sin contener nada social, Rusia, con su tradición autocrática, su corrupción y su economía incierta, es incapaz de seducir a las sociedades de su entorno.
En la batalla entre Rusia y la Unión Europea por ver quién se queda con Ucrania, hay un problema que nadie contabiliza pese a que está en el centro de la situación. Se trata del problema de Rusia. Más allá de la minoría rusófoba que existe en Ucrania Occidental, el hecho central es que a pesar de la proximidad cultural, histórica y civilizatoria existente entre la inmensa mayoría de los ucranianos y los rusos, Rusia no es atractiva para ellos. Muchos ucranianos no ven en la hermana Rusia una perspectiva de futuro y modernización. Y los motivos son claros.
Rusia adolece de los mismos vicios y enfermedades que el pueblo ucraniano sufre en su país. Aunque gracias a una mayor capacidad de consenso y de rebelión contra la injusticia, el poder autocrático sea más leve en Kiev que en Moscú, uno encuentra en ambas capitales sistemas parecidos de corrupción y de capitalismo de estado-oligárquico. Es inevitable que muchos ucranianos, especialmente la juventud deseosa de cambio, vean en una integración con Rusia un mero fortalecimiento de su propio sistema que rechazan, por más que tal integración esté cargada de racionalidad económica e histórica para muchos de ellos. Las ventajas de lo segundo no alcanzan para compensar el desagrado hacia lo primero.
Algo parecido, pero al revés, ocurre con el acuerdo propuesto a Ucrania por la Unión Europea: que sus condiciones sean un completo abuso y desastre para Ucrania, es secundario en este contexto, pues lo que domina es la ilusión de un cambio de sistema.
En este sentido, la batalla entre las potencias occidentales opuestas a la consolidación geopolítica de Rusia (Estados Unidos y la OTAN, Alemania, Polonia y otras) y Moscú, se decide sobre todo en Moscú. Esa batalla comenzó con la misma disolución de la URSS en 1991 y dura ya 22 años. A lo largo de todos estos años, pese a acuerdos más o menos exitosos e inestables con los oligarcas de Donetsk y Dniepropetrovsk en materia de gas o de la presencia de la flota del Mar Negro en los puertos de Crimea, Rusia ha ido más bien perdiendo posiciones en el imaginario. Para vencer Rusia debe ganarse a la población ucraniana, debe ser capaz de proponer, no a los oligarcas sino a la ciudadanía, una vía de desarrollo moderna, en lo material y social, en lo político y en lo económico: una vía capaz de seducirla.
Desgraciadamente –porque la consolidación de un polo ruso es deseable en nombre de la pluralidad mundial y del contrapeso a la dictatorial hegemonía occidental de la mundialización- estamos bastante lejos de eso. Mi impresión es que esto no se entiende en Moscú y que en gran medida no es computable por el sistema de poder que hay allí.
Esta circunstancia hace inevitable entrar en el problema de Rusia para entender la batalla de Ucrania.
El poder que Putin preside en Moscú es un conglomerado formado por el tradicional estatismo ruso y el sistema de magnates parasitarios heredado del yeltsinismo. Putin y sus guardias civiles del ex KGB pertenecen al primero de los polos de este conglomerado. Tienden a poner por delante los intereses de la potencia rusa y enfatizan su autonomía, lo que determina cierta orientación hacia lo estatal y público, planes de inversiones y esfuerzos estratégicos, etc, y, por supuesto, una mayor hostilidad occidental. Por el contrario, su gobierno encabezado por el primer ministro y ex presidente Dmitri Medvedev, está dominado por neoliberales abiertos a la influencia occidental y de los magnates rusos. Esta división, repleta de tensiones y contradicciones, impide formular planes de desarrollo coherentes que liberen el enorme potencial de la economía y la sociedad rusa, que cuenta con un enorme mercado y una sólida base de conocimiento y capacidad industrial, pero que continua presa de la extracción y exportación de materias primas.
El país sufre una falta clamorosa de inversiones en sus infraestructuras industriales y sociales. Su complejo industrial-militar y la alta tecnología, sus redes de transportes terrestres, ferroviarias y aéreas, precisan de fuertes inversiones, pero el capital de los magnates prefiere colocar su dinero en el extranjero o dedicarlo a la especulación cortoplacista, mientras que los sectores neoliberales se oponen a toda regulación estatal.
Hasta ahora la popularidad de Putin se sostuvo sobre la relativa prosperidad y el considerable crecimiento que el país experimentó en sus dos primeros mandatos presidenciales. Aunque todo estuvo muy mal repartido, algo llegó a la población, se mejoraron un poco las pensiones y los sueldos de los funcionarios, por más que la gente de talento siga prefiriendo trabajar en un seudobanco haciendo operaciones de casino que en el ministerio de exteriores o la Academia. Que por primera vez en veinte años, las cosas no fueran a peor le dio a Putin una gran base. Ahora, cuando lo que hay por delante es más bien un periodo de estancamiento (el crecimiento es del 3,5% y con el índice de inflación significará caída de ingresos para la mayoría) a Putin le esperan tiempos difíciles.
Sin apartar del poder a los neoliberales -algo que inevitablemente provocaría acusaciones de dictadura en Occidente y beatificación de los depuestos- va a ser muy difícil acometer los programas de desarrollo necesarios para modernizar el país y su sociedad, y dinamizar el mercado de 200 millones del que la unión aduanera propuesta a Ucrania es aspecto fundamental. En lugar de eso, Putin surfea entre las dos tendencias de su conglomerado que se anulan mutuamente, lo que agrava la perspectiva de estancamiento.
Eso está ocurriendo mientras alrededor de Rusia se está formando un ambiente tan abiertamente hostil que comienza a parecerse a la guerra fría. Vista desde Moscú, la estrategia occidental está actuando donde más daño puede hacer: sobre el sector de la energía, con el apoyo a rutas alternativas a los gaseoductos rusos, para que el gas de Asia Central pueda llegar al mercado mundial sin pasar por Rusia, impulsando la extracción del gas de esquisto para bajar el precio del gas ruso o estableciendo medidas antimonopolio contra el consorcio Gazprom desde Bruselas. Todo eso ha llevado a Rusia a aumentar su exportación hacia Oriente; hacia China -con quien por fin se ha llegado a un acuerdo sobre precios- hacía Japón y Corea.
Solo un regreso a su tradición social podría cautivar de nuevo a la juventud de Eurasia, pero para ello se necesita un cambio en Moscú. De momento, los movimientos sociales en Rusia apenas están despertando, mientras las protestan que se han visto estos últimos años en Moscú, la ciudad mimada y privilegiada que concentra el grueso de los flujos económicos, han sido muy poco sociales. La revuelta de Rusia contra su oligarquía es cosa del futuro. Así que sin contener nada social, Rusia, con su tradición autocrática y su corrupción, y con su economía incierta es incapaz de seducir a las sociedades de su entorno, Ucrania en primer lugar.
En ayuda de Putin actúa el hecho de que también la Unión Europea está metida hasta las cejas en una crisis que va a ir a más. Moscú ha obtenido un éxito de política exterior al desmontar con un acuerdo el plan bélico hacia el que se dirigían americanos y franceses en Siria. El principio de acuerdo con Irán también es una buena noticia para ella. Recordemos que el plan del escudo antimisiles, claramente diseñado contra el arsenal estratégico de Rusia, se justifica por el fantasmagórico “peligro iraní”. En buena lógica, como ha dicho el ministro de exteriores ruso, Sergei Lavrov, en Bruselas, eso debería conducir al abandono del plan. No va a ocurrir.
De momento lo que tenemos es una batalla de Ucrania en la que las potencias europeas, con Alemania en primer lugar, muestran una beligerancia inusitada: los ministros de exteriores de Polonia y Suecia han expresado su apoyo a la protesta popular. El ex primer ministro polaco Jaroslav Kaczynski ha intervenido en los mitines de Kiev. Berlín ha advertido al Presidente ucraniano contra el uso de la violencia y apoya directamente a dos partidos que organizan la protesta desde la fundación Konrad Adenauer de la CDU. El gobierno alemán alecciona al ucraniano y califica el sistema judicial que mantiene encarcelada a la magnate pro-occidental Julia Timoshenko, tan corrupta como sus adversarios, de “justicia selectiva” –algo que más allá de su realidad es un claro exceso diplomático e ignora que la justicia selectiva europea ha sido norma por ejemplo en los Balcanes- mientras el ministro de exteriores Guido Westerwelle se pasea por el escenario de las protestas en Kiev en compañía de sus líderes, entre banderas de “Svoboda”, un partido de extrema derecha abiertamente antisemita… Toda esa solidaridad con “la justa causa popular” contrasta mucho con la actitud demostrada hacia las protestas contra el diktat de Bruselas y Berlín en Europa.
¿Cuánto tiempo será aún vista esta Europa impresentable como modelo, por las futuras víctimas de su arrolladora expansión hacia el Este?